En un mundo asfixiado por las urgencias climáticas y las desigualdades, la teoría económica del crecimiento perpetuo cada vez tiene más detractores. La pregunta ya no es tanto cuánto, sino para qué: si no va a redundar en el bienestar humano, ¿por qué seguir rigiéndonos por los indicadores de siempre?
Desde que fuera formulado por primera vez, allá por la década de los años 30 del siglo pasado, por el Premio Nobel de Economía, Simon Kuznets, el producto interior bruto, más conocido por sus siglas PIB, se ha convertido en uno de los principales indicadores de la marcha de una nación, hasta el punto de que se diría que es el único al que recurren habitualmente los dirigentes políticos para justificar sus medidas económicas. Cualquier incremento de unas pocas décimas es interpretado como un incuestionable éxito de gestión y motivo para que los responsables de esa parcela saquen pecho.
Sin embargo, como ya se encargó de apuntar el propio Kuznets en su momento, aunque es un instrumento útil para medir el crecimiento económico, no aporta ninguna información acerca de otras cuestiones fundamentales que también deberían ser tomadas en consideración a la hora de trazar la política económica de un país. «El PIB proporciona una medida estandarizada que permite comparaciones económicas entre diferentes países a lo largo del tiempo, pero cada vez se ponen más de manifiesto sus limitaciones en cuanto a que no sirve para mostrar la desigualdad en la distribución de la riqueza, la calidad de vida de los ciudadanos, el bienestar social o el acceso a servicios públicos como la sanidad o la educación, factores relevantes para crear un futuro y una sociedad más justa», advierte Isabel Sánchez, profesora de la Universidad Carlemany de Andorra.
Un estudio de la Universidad de Stavanger (Noruega) concluye que no hay correlación directa entre el PIB y el bienestar humano
En esa línea, el economista Eduardo Bolinches cree que el PIB se ha quedado «claramente anticuado» y debería reformularse, entre otras razones, «porque suele infravalorar la actividad económica por la dificultad de estimar la actividad de las pequeñas empresas, la economía sumergida y el fraude fiscal». El problema, apunta el especialista, es que va a ser muy difícil cambiar este indicador, pues «lleva mucho tiempo entre nosotros y está completamente establecido en todo el mundo». Si no se puede sustituir, ¿se podría al menos actualizar? Este especialista cree que sí, pero con algunas salvedades. «Habría que añadirle una serie de actividades que no han sido contempladas deliberadamente, como las domésticas, las no remuneradas, las donaciones, las transacciones de segunda mano, el intercambios de bienes o los costes medioambientales».
Un indicador en entredicho
Recientemente, un estudio elaborado por investigadores de la Universidad de Stavanger (Noruega) –y publicado en la prestigiosa Revista Nature– ahonda en esas carencias y reflexiona acerca del verdadero propósito del crecimiento económico. El trabajo compara el PIB de las principales economías mundiales con otro indicador, el Índice de Desarrollo Humano (IDH), que combina datos de ingresos económicos con parámetros como la salud o la esperanza de vida.
Tras analizar la información recabada, los autores concluyen que no hay correlación directa entre el PIB y el bienestar humano, y ponen el caso de Estados Unidos como ejemplo paradigmático de esta discrepancia: el gigante norteamericano es el país con mayor PIB per cápita del mundo y, sin embargo, en lo que se refiere a bienestar humano está por detrás de naciones como Malta, Eslovenia, Austria, España, Chipre, Grecia o Portugal. Un dato especialmente llamativo es que, mientras el PIB de Estados Unidos no ha dejado de crecer en los últimos años, su esperanza de vida ha bajado en casi dos años y medio desde 2019.
Isabel Sánchez opina que detrás de estos desequilibrios se encuentran las desigualdades en la distribución del capital. «Una gran proporción de esta riqueza está concentrada en manos de una pequeña élite, mientras que una porción significativa de la población estadounidense se enfrenta a severas dificultades económicas», explica.
«La mentalidad cortoplacista nos lleva destruir patrimonios ambientales y trasladarles un problema muy grave a las siguientes generaciones»
Carlos García Paret, economista y coordinador de Incidencia Política de Greenpeace
Entonces, si la riqueza que se crea no se utiliza en mejorar la vida de las personas, ¿para qué sirve? El estudio habla directamente de un «PIB desperdiciado». Según, Carlos García Paret, economista y coordinador de Incidencia Política de Greenpeace, hay un tipo de crecimiento que se mide en términos de flujos económicos y está concentrado en pocas manos que destruye ecosistemas vitales para el futuro de la humanidad y no genera bienestar para las personas. «En 2015 Irlanda creció un 26%. ¿Tuvo esto algún efecto agregado en el bienestar de la población? Ninguno, porque ese crecimiento vino de que las multinacionales trasladaban a Irlanda beneficios por medio de precios de transferencia para pagar menos impuestos», ejemplifica.
Este experto se muestra especialmente crítico con esa mentalidad cortoplacista, pues cree que lleva a «destruir patrimonios ambientales y trasladarles un problema muy grave a las siguientes generaciones». ¿Qué se puede hacer para detener esa deriva que destruye recursos naturales en nombre del culto al crecimiento económico? «Distribuir mejor la riqueza, cerrar agujeros fiscales, regenerar ecosistemas, apostar por la transición ecológica justa completa o frenar la inversión en actividades nocivas que nos condenan al cambio climático, como la industria armamentística o los combustibles fósiles. En definitiva, empezar a usar el sistema económico con la naturaleza y no contra ella», resume.
El innombrable y temido decrecimiento en Europa
En esa búsqueda de alternativas, numerosas corrientes económicas están planteando vías de desarrollo que rompan con determinadas inercias. Teorías como el New Green Deal europeo, la economía del bienestar, el ecofeminismo, el postcrecimiento o una que despierta no pocos recelos: el decrecimiento. «Se fundamenta en la premisa de que el crecimiento económico perpetuo no es sostenible, y reivindica que, al reducir la escala de la economía, se pueden lograr beneficios significativos tanto para las personas como para el planeta», expone Isabel Sánchez. ¿Cómo? «A través de una reducción controlada y planificada de la producción y el consumo para mejorar el bienestar humano y la sostenibilidad ambiental», agrega la experta.
Aunque siga siendo casi un tabú en muchos ámbitos, lo cierto es que es una cuestión que está cada vez más sobre la mesa en los debates y las instituciones. Las teorías en la órbita del decrecimiento fueron, precisamente, tema central de la conferencia Beyond Growth, celebrada en 2023 en el Parlamento Europeo con el auspicio de la institución continental y la presencia entre sus ponentes de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. En aquel foro se advirtió de la imposibilidad de un crecimiento económico infinito en un planea con recursos finitos, y se recordó que en 1972 una institución tan poco sospechosa como el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) ya publicó un informe, por encargo del Club de Roma, con el visionario título de Los límites del crecimiento.
«Necesitamos una economía sostenible y creciente para los retos a los que nos enfrentamos»
Eduardo Bolinches, economista
A pesar de estas inequívocas señales, la mera mención al decrecimiento sigue levantando ampollas entre muchos analistas. «Con una población que crece a un ritmo desenfrenado a nivel mundial, no podemos decrecer económicamente. Necesitamos una economía sostenible y creciente para los retos a los que nos enfrentamos», argumenta Eduardo Bolinches.
Desde Greenpeace, García Paret lo ve de un modo diferente. «Los patrones del crecimiento infinito suelen beneficiar a unos sectores minoritarios de la sociedad y a las grandes corporaciones. Pero después de siglos de capitalismo, debemos tener una mente abierta y escuchar y analizar esas nuevas corrientes que nos llegan desde la ciencia y la economía y ponen el foco en el bienestar», defiende.
Para Isabel Sánchez, la clave radica «en encontrar un equilibrio entre la reducción del consumo y la producción, y la mejora de la calidad de vida y el bienestar social dando peso y relevancia a ambos motores. Se trata de ofrecer un enfoque alternativo para mejorar el bienestar humano y la sostenibilidad ambiental, pero velando también por la sostenibilidad económica», concluye.