Los pueblos españoles no tienen gente, pero quien se ha planteado irse a vivir allí se ha encontrado con que, además de población, también faltan viviendas. Rehabilitar –no construir– antiguos edificios e impulsar nuevos modelos de comunidad pueden ser una solución para afrontar ambos problemas.
Aunque ya han pasado más de dos años, aún tenemos muy presentes las sensaciones del confinamiento. Entonces, fue común la envidia sana hacia aquellas personas a las que el cerrojazo les pilló en el pueblo, un entorno que imaginamos con calles vacías donde pasear sin peligro y casas de grandes patios donde tomar el aire y respirar. Sin embargo, el mundo urbano y rural, entre sus cientos de diferencias, también tienen problemas comunes. El de la vivienda es uno de los más graves que, en el segundo caso, además dificulta su repoblación.
Esa es una de las grandes cuestiones que señalan las arquitectas Paz Martín y Rosario Alcantarilla. En 2021, el colectivo y coworking El Hueco (Soria), a través del proyecto Rural Proofing, les encargó un estudio sobre el estado de la vivienda en la provincia, aunque los resultados del informe pueden ser también extrapolables a toda la España vaciada. «El resumen es que hay mucha vivienda, pero mucha vivienda vacía y en mal estado», aclara Alcantarilla.
Muchas de estas casas, a mayores, solo tienen un uso pendular, casi siempre durante las vacaciones de verano, y rehabilitarlas es complejo porque, económicamente hablando, su arreglo resulta inasumible. A todo ello se suma que lo más habitual es que se trate de una propiedad compartida –hermanos, tíos, primos…– de familias no siempre bien avenidas o incluso desconocidas.
No es que no exista legislación que obligue a los dueños de esas edificaciones a conservarlas en buen estado —para ello están las inspecciones técnicas de edificaciones, las famosas ITE—, sino que la propia idiosincrasia rural hace la tarea más difícil todavía: o bien se trata de viviendas inmatriculadas, aunque todo el pueblo sepa a qué familia pertenecen, o bien están en municipios tan pequeños que los ayuntamientos no tienen recursos para hacer cumplir la ley.
Aunque el problema es complejo, se exploran vías para ponerle solución. «Nosotras hablamos de intentar quitarle esa presión al alcalde pequeñito y hacer una especie de ente, una oficina de rehabilitación que pueda aglutinar municipios y analizar el estado de la edificación. Una ITE rural», propone Paz Martín. De hecho, es algo que ya se está llevando a cabo en Navarra y País Vasco.
Nuevos usos y más letreros de Se alquila
Quien por placer o necesidad haya fantaseado de forma más tangible con irse al medio rural, mirando en portales inmobiliarios se habrá dado cuenta de otro de los grandes problemas en cuanto a acceso a la vivienda: en los pueblos españoles no existe una cultura del alquiler. Para intentar cambiar esa mentalidad, quizá ayudaría una mayor implicación de las Administraciones para poder rehabilitar esas viviendas envejecidas y abrirlas al mercado. Dicho de otra forma, en un momento como este habría que priorizar la rehabilitación rural frente a la urbana, que ahora gana en la práctica.
Para Paz Martín, gracias a las ayudas económicas que están viniendo de Europa, es un buen momento para hacerlo. «Nosotras pensamos que eso es un nicho de oportunidad, no es todo negativo», explica. En ese sentido, exhorta a las comunidades y gobiernos autonómicos a poner en marcha planes que incentiven la rehabilitación y el alquiler de viviendas vacías. Un ejemplo podrían ser los planes como los que se han puesto en marcha en lugares como La Rioja, que acuerdan la rehabilitación de viviendas desocupadas con sus propietarios a cambios de que estos se los cedan durante un periodo de tiempo determinado para poder alquilarlas. O lo que se está haciendo en algunas zonas rurales de Cataluña, donde el inquilino paga la renta de alquiler rehabilitando él mismo esa vivienda.
Además de todo ello, en su informe, las arquitectas hablan de buscar nuevas funciones y usos de la vivienda rural más allá de los turísticos, fomentando los espacios híbridos. «Que sea un edificio con versatilidad, que te permita tener espacios habitacionales y de trabajo, espacios en los que puedan entrar y salir personas con distintas necesidades dependiendo de su edad o del momento vital en el que estén o de cómo aterrizan en las zonas rurales», resume Rosario Alcantarilla.
Esto supone, en definitiva, crear nuevos entornos que puedan adaptarse a distintas maneras de concebir la vida, de trabajar —y más ahora con el impulso del teletrabajo o de los retiros para la creación— y de habitar aquellos lugares en los que solo se viviría unos meses al año, algo que ya se plantea en el movimiento de la New Bauhaus europea.
La revolución de las nuevas funcionalidades no se limita solo a la vivienda, sino a todas las construcciones rurales. Pensemos en viejas instalaciones ganaderas abandonadas, como los corrales de ovejas o vacas, en graneros, en viejas estaciones de ferrocarril que ya no se utilizan… Bastaría, dicen las arquitectas, con que la ley permitiese un cambio de uso mediante, por ejemplo, la declaración de utilidad pública para empezar a revertir la situación.
¿Cohousing en el mundo rural? ¿Y por qué no?
El cohousing es un modelo habitacional que tiene su origen en los países nórdicos y que se basa no tanto en la propiedad de una vivienda como en su uso. Esta tendencia, que está aterrizando en el mundo urbano pero suena aún rara en el mundo rural, en opinión de Paz Martín puede ser una herramienta perfecta para atraer población nueva y fijar la que ya hay.
En este tipo de proyectos, un grupo de personas con necesidades y filosofías de vida afines deciden renunciar a más metros cuadrados en sus viviendas a cambio de ganarlos en espacios comunes, véase huertos, cocinas, gimnasios o salas de juegos. «Es otra fórmula de convivencia, algo parecido a lo que se puede encontrar en las corralas. Es apostar por otro tipo de vida muy española, además», explica la arquitecta.
En nuestro país, los pioneros del cohousing han sido las personas mayores, los grupos de jubilados con buena salud que deciden irse a vivir a un pueblo todos juntos para cuidarse entre sí porque allí el suelo es más barato. «Normalmente buscan un solar o construyen nuevo, pero imagina un pueblo que fuese un cohousing al completo: cada uno con su vivienda, pero compartiendo edificios comunes dedicados a cubrir sus necesidades», plantea Martín.
Esta especie de cooperativa sin ánimo de lucro permitiría que toda la comunidad, no solo los inquilinos del cohousing, se aprovecharan de las sinergias creadas, sobre todo cuando hablamos de actividades culturales o deportivas que se pudieran desarrollar allí y que se abrieran para el resto de vecinos del pueblo. Eso sí, lo único que se necesitaría es una legislación específica para regularlo, y actualmente la única que la tiene es Asturias. «Es otra forma de vivir, de cómo quieres cuidar y ser cuidado. No es para todo el mundo, pero sí es una solución muy interesante que puede implementarse en el entorno rural», concluye Paz Martín.
El Passivhaus de nuestros antepasados
Además de buscar la sostenibilidad social, no se puede repensar los edificios y viviendas del mundo rural sin tener en cuenta el plano medioambiental. Cuando hablamos de rehabilitación y no de nueva construcción, tratar de reducir su huella de CO2 resulta complicado. Pero complicado no significa imposible.
Como opción, Rosario Alcantarilla apuesta por el modelo de construcción Passivhaus, que plantea edificios de alta eficiencia energética que utilizan los recursos de la arquitectura bioclimática para funcionar como un termo —es decir, conservan la temperatura interior sin añadir recursos extra y con muy poca tecnología—, y construidos con materiales sostenibles y tradicionales como la madera, la piedra o el adobe.
A priori, el problema es que es un modo de construcción más caro. Por un lado, porque todo lo que tenga el sello de verde lo es; y por otro, porque requiere de una cualificación técnica tanto en arquitectos como en constructores y obreros que no existe actualmente en España. Ahora bien, certificaciones a un lado, ¿acaso no cumplen buena parte de esos requisitos las construcciones rurales tradicionales? «En el fondo, es actuar con algo que ya era eficiente en su momento. Lo único que hay que hacer es revisarlo bien y dar una vuelta, sobre todo con la crisis de luz y gas que vivimos ahora mismo», subraya Martín.
En el contexto de emergencia climática que todos conocemos, repensar la vivienda tradicional añadiéndole un componente tecnológico ya disponible pone sobre la mesa soluciones energéticas que hace no tanto eran utópicas. «Ese tipo de vivienda, combinado con un sistema muy básico de fotovoltaica, ahora mismo sería una casa que no tiene dependencia energética del exterior casi ninguna, por no decir ninguna», concluye Alcantarilla.
Si tanto la economía circular como el principio de nuestros antepasados de que nada se tira apuntan a que es mejor usar algo que ya hay que construir uno nuevo, ese aprendizaje puede aplicarse a las viviendas para adecuarlas a las nuevas formas de vida y de trabajo. Ruralizar las leyes es fundamental para que la población vuelva a los pueblos, pero también lo es lograr un cambio de mentalidad en sus habitantes. Aunque en el fondo, todo cambio precisa de algo más básico: la voluntad de querer hacerlo.