Hijas del alquiler imposible: pisos compartidos, vidas paralelas

En las grandes ciudades, el precio del alquiler y la soledad se han incrementado exponencialmente en los últimos años. Compartir piso con personas desconocidas es una necesidad para miles de personas y es un reto para la convivencia, pero puede ser también una vía para construir lazos que trasciendan lo individual.


¿Con quién vives? Las respuestas más comunes suelen pasar por decir que solo –aunque, sobre todo en el caso de las grandes ciudades, comienza a ser algo cada vez más raro debido al elevado coste de la vivienda–, con tu familia, pareja o amigos. Quizá sonaría raro decir que vives con personas absolutamente desconocidas. Pero, al fin y al cabo, lo que llamamos compañeros de piso lo son en muchos casos. Y hay miles de personas que comparten sus hogares con ellos.

El panorama inmobiliario en España ha cambiado drásticamente en las últimas décadas. Mientras que en los años 60 y 70 se promovía la propiedad como la principal forma de acceder a una vivienda, hoy, tras la crisis financiera de 2008 y el aumento imparable de los precios, el alquiler ha ganado terreno: tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, el porcentaje de personas que eran propietarias de su vivienda principal se redujo en casi diez puntos porcentuales, pasando del 82% en 2008 a 74% en 2020, estima la Encuesta Financiera de las Familias.

Aunque aún hoy el 74% de la población española tiene en su haber una vivienda, el Instituto Nacional de Estadística apunta a que el número de personas que la alquilan llega ya hasta el 18,7%. En las grandes ciudades el porcentaje es aún mayor: en 2020, la Encuesta Sociodemográfica de Barcelona realizada por el ayuntamiento de la ciudad estimaba que el 40% de la población de la ciudad condal vivía en régimen de alquiler.

En los últimos años, quienes alquilan han tenido que hacer frente a un espectacular incremento de los precios.  Según los datos del Observatorio de Vivienda Asequible de Provivienda, entre 2015 y 2021, mientras la inflación general subió un 7%, el precio medio del alquiler en ciudades como Barcelona y Madrid aumentó un 23% y un 17% respectivamente.

Vivir en habitaciones, una alternativa (y un vacío legal)

Para evitar que la mitad –o más– del sueldo se vaya en alquiler de una vivienda completa, muchas personas han optado por compartir piso, ya sea con familiares o amigos, cada vez más, con personas desconocidas. ¿El objetivo? Compartir los gastos comunes de renta, luz, energía o internet.

Los pisos compartidos tienen muchas formas, como el subarriendo de habitaciones o las llamadas dinámicas de coliving. Pero, mayoritariamente, se articulan a través de aplicaciones populares como Badi, Idealista o Fotocasa. En principio, cualquier persona puede acceder a una vivienda a través de estas aplicaciones con unos requisitos casi mínimos. No se solicita empadronamiento y, a diferencia de lo que ocurre al alquilar una vivienda completa, con frecuencia no es necesario aportar nóminas, contratos o documentación legal.

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Con un coste mensual más asumible, menos requisitos para acceder a la habitación o la facilidad de ver y pedir cita desde el móvil, buscar piso compartido a través de estas aplicaciones se ha convertido en una alternativa atractiva principalmente para tres grupos de población –que, en muchos casos, se combinan entre sí–:  personas migrantes, estudiantes y jóvenes profesionales que se emancipan del hogar familiar. Para este último colectivo, suele verse como una nueva experiencia vital o etapa a cumplir; para los primeros, a menudo es la única opción disponible, impuesta por su situación económica o administrativa. De hecho, como señala la investigadora de la Facultad de Geografía e Historia de la Universitat de Barcelona, Carolina Orozco-Martínez, autora de varios ensayos académicos sobre este tema, las modalidades de alquiler de habitaciones y subarriendo conforman un mercado secundario que absorbe a la población más vulnerable y residencialmente excluida, como es el caso de las personas migrantes.

¿Cuánta gente alquila habitaciones? Es complicado saberlo. A pesar de ser una práctica extendida en todo el país, el subarriendo de habitaciones se encuentra en un limbo legal. La Ley de Arrendamientos Urbanos permite esta modalidad, pero no garantiza la estabilidad en el alojamiento, lo que da pie a situaciones irregulares, de abuso, precios excesivos y riesgos de desahucio. Con frecuencia, estos acuerdos se establecen de forma verbal, sin contratos y, en consecuencia, sin seguridad para los inquilinos. Actualmente no hay registros a nivel nacional, pero en algunas ciudades empezaron a medirlo recientemente: en Barcelona, que comenzó a recopilar datos en 2020, las cifras oficiales de la Encuesta Sociodemográfica de Barcelona indican que solo un 0,88% elige esta modalidad de vivienda, una realidad que dista mucho de lo que puede verse en los bloques de edificios barceloneses.

Una nueva dinámica social

Las situaciones generadas en esta nueva realidad son variadas y variopintas: personas que alquilan un piso completo para vivir y subarriendan una de las habitaciones para ayudarles a pagarlo, propietarios (en general personas mayores), cuyos hijos o hijas han dejado el nido y ocupan sus habitaciones para conseguir un ingreso extra… O inversores y empresas que buscan lucrarse con esta modalidad dentro de un nuevo paradigma inmobiliario: alquilar por separado sus habitaciones es una práctica cada vez más habitual en las grandes urbes pues, normalmente, suele generar más ingresos que alquilar un piso completo.

Mientras que en los dos primeros casos la persona subarrendada convive con quien le alquila la habitación, en el último no es así, pero en todas las modalidades se generan dinámicas peculiares. Porque, tradicionalmente, cuando un grupo de amigos decide irse a vivir juntos, no existen jerarquías: los gastos se dividen, todos pueden figurar en el contrato aunque no exista vínculo familiar y las normas de convivencia –roce arriba, roce abajo–, son acordadas en conjunto. Sin embargo, en el caso del alquiler de habitaciones, no siempre es así.

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En estos tipos de subarriendo, las normas y costumbres para vivir suelen ser impuestas por la persona dueña del piso, el inquilino titular del contrato o la empresa. Con frecuencia, se limita o condiciona el acceso al uso de espacios comunes como el salón o la terraza, se definen horarios más o menos estrictos o se pautan normas y condiciones de lo más diversas. Todo ello se une a que, en un mismo piso, a menudo conviven personas de contextos sociales, culturales y económicos muy diferentes y que van generando distintos grados de cercanía, confianza y cotidianeidad. Existen tantas experiencias como hogares.

En primera persona: mi propia experiencia

Soy argentina y llegué hace cinco años a España. He pasado por tres pisos compartidos y ocho pisos distintos en diversas modalidades de alquiler de larga estancia o temporal. Quizás puede parecerte mucho, pero es la historia de cualquier persona migrante. Sí, a esta altura las mudanzas para mí son pan comido. Mi vida cabe en una maleta.

Vivo en un edificio de 16 pisos, con piscina y cancha de pádel, en una de las zonas más caras de la ciudad, según analizan los diferentes portales inmobiliarios. Es un piso espacioso y moderno, que seguramente pertenecía a una familia pudiente, como lo son la mayoría de mis vecinos. La mía es una «familia especial», porque está formada por personas que, hace unos meses, no nos conocíamos de nada. Ahora, todos convivimos bajo un mismo techo: personas migrantes y españolas, de distintas edades y generaciones, con historias de vida muy diferentes que nos han traído hasta aquí.

El piso se ha subdividido en siete habitaciones, todas amuebladas en serie y algunas sin ventana. Yo soy afortunada: además de ventana, tengo una cama doble y un escritorio. Sin embargo, en mi casa no hay salón, pues la empresa que adquirió el piso decidió destinarlo a construir más dormitorios para alquilar. No hay espacios comunes para que convivan las personas que habitan el piso y solo la cocina resiste como espacio de encuentro. Es allí donde nos cruzamos, pocas veces, cuando uno entra a cocinar mientras la otra se calienta la comida. Solo en ese puñado de metros cuadrados podemos cruzar conversaciones superficiales, préstamos de algún utensilio o ingrediente para cocinar. Los estantes de la nevera ejemplifican la diversidad del piso, del cocinillas que la llena de tuppers a quien apenas tiene un par de piezas de fruta: solo esas baldas y las habitaciones son espacios de intimidad para nosotros.

Estas modalidades habitacionales nos hacen compartir techo y cocina, pero nos quitan la posibilidad de compartir una vida en común: somos personas desconocidas, de orígenes totalmente distintos y vidas independientes, que tuvieron la casualidad de coincidir en este momento en este espacio. Más que en un piso compartido, vivo en un híbrido entre un hotel y un coworking. Un hogar hecho de habitaciones en el que se combina la cotidianidad de cruzarnos en pijama con la formalidad de las conversaciones de ascensor. Un vínculo íntimo y distante.

En un momento en el que la soledad alcanza cotas de epidemia –sobre todo en las grandes ciudades y sobre todo entre la población joven– estas nuevas formas de convivencia, la única opción para un número creciente de personas, agravan aún más la situación: el aislamiento en habitaciones dificulta la cercanía y el cuidado mutuo del otro. No tenemos espacios para cruzarnos y preguntarnos cómo ha ido el día o hablar de lo que nos sucede. Vivimos juntos, pero de una forma tremendamente individual.

Si los precios de la vivienda continúan subiendo sin que exista regulación, alquilar habitaciones será algo cada vez más habitual para quienes no pueden permitirse vivir solos. Además de revisar el marco legal del subarriendo para garantizar que todas las personas tengan acceso a una vivienda digna y segura, esta forma de vivir también puede ser una manera de mejorar la vida en común, combatir la soledad y mejorar la convivencia social en general: vivir con desconocidos significa cultivar la paciencia y aceptar la diversidad que también nos acompaña fuera. Aprender a habitar el mismo espacio que otras personas con las que nunca hubieras elegido vivir –aunque, ¿no es un poco así cualquier familia?–, requiere superar algunas tensiones y conversaciones incómodas. Pero también a pedir y dar ayuda, y a cuidar del otro, condiciones más necesarias que nunca.

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