Convertir la mala suerte en oportunidad es, a veces, cuestión de talento, y ellos lo tienen. Su anterior trabajo, Gran pantalla (2020) vio la luz apenas diez días antes de la declaración del Estado de alarma y de que el mundo se pusiera en pausa durante dos años. Era la primera vez que Biznaga, tras una década sobre los escenarios, iban a intentar vivir de la música. Tras la tristeza inicial que les hizo cancelar su gira en Europa y Latinoamérica, se enfrascaron en la creación de Bremen no existe (2022), un trabajo en el que ahondan en la reflexión intergeneracional, el papel de la tecnología o nuestro papel como humanos entre un pasado que no ha acabado y un futuro que está en juego. Hablamos con ellos del descontento, la vida urbana, la cultura del algoritmo y nuestro papel como humanos en un mundo en revolución.
La formación, desarrollo y madurez de la banda coincide justo con una época de gran descontento social que se ve plasmado en vuestras letras y sobre todo en este último disco. ¿De qué forma canalizáis ese descontento? ¿Os sentís parte de algún movimiento?
A nivel sociológico y político los fenómenos se fraguan en el pasado, no suceden por combustión espontánea. Si queremos hablar y entender el presente es imprescindible echar la vista atrás. Por eso, para explicar la crisis actual vimos necesario que Bremen no existe se retrotrajera tanto a épocas de bonanza, como a contextos de crisis. Queríamos establecer un diálogo intergeneracional que impactase tanto en las personas de los 80 como de los 90, de los 2000 o las generaciones que están por venir. Basculamos entre pasado y presente, con la vista puesta en un futuro que no llegó, o que podría llegar si trabajamos bien la realidad actual. Intentamos que nuestro discurso no le sea ajeno a nadie. Muchas de las cosas que cuenta este disco se han repetido, se van a repetir o incluso se van a acentuar más.
Contra mi generación o Una historia de fantasmas son una oda al descontento y resignación de gran parte de nuestra generación, valga la redundancia. ¿Cómo veis el futuro? ¿Creéis que estamos condenados a repetir siempre los errores del pasado?
La primera es una carta de amor y odio a nuestra propia generación en la que intentamos ser críticos con nosotros mismos. No obstante, durante el tema también arrojamos puntos de luz y esperanza para un futuro que todavía está por realizarse. El mensaje no es completamente cenizo (risas).
Por otro lado, Una historia de fantasmas es un tema que viene a resumir toda la temática de este nuevo disco, por eso la hemos puesto en el último lugar. Utilizamos una imagenería sombría y espectral para reflejar la pervivencia fantasmal del pasado en el presente. Todos somos espectadores de cómo, cada cierto tiempo, los traumas y fenómenos no concretados, las iniciativas políticas no realizadas o los futuros que no terminan de llegar, vuelven a manifestarse en el presente. Queríamos expresar el trauma que genera el sentimiento de un futuro que podría haber sido, pero no fue, y que vuelve a manifestarse en el presente de distintas generaciones.
Hay una serie de patrones que se repiten a lo largo de la historia, como puede ser este comienzo de siglo, que es muy parecido al anterior. Sin embargo, que nuestro presente tenga semejanzas con el pasado nos brinda la oportunidad de aprender de los errores cometidos y no actuar de la misma forma. Si vuelve lo malo, también puede volver lo bueno.
Vuestro anterior trabajo ahonda en la problemática del mundo digital y las redes sociales. ¿Hasta qué punto está influyendo internet en lo que estábamos comentando? ¿Son los algoritmos responsables del contexto actual?
Partiendo de la base de que internet tiene una importancia capital en la vida de todo el mundo, es aconsejable explorar qué significa la red en función del sentido que tiene a la hora crear realidades. Es decir, las grandes plataformas como Google, Facebook, Twitter, TikTok, Netflix o Amazon se han convertido en las únicas productoras de sentido para las realidades de muchas personas. El conocimiento del mundo y la relación con nuestros semejantes es a través de internet: somos una generación que está conociendo el mundo a través de lo que vemos por una pantalla.
Una vez dicho esto, ya podemos aproximarnos al significado y la carga sociopolítica que tienen los algoritmos. Se han convertido en el único sesgo que determina que información o contenido puede ser relevante para el usuario que utiliza determinada plataforma. Por lo tanto, las realidades de las personas se están construyendo en base a unos algoritmos que interaccionan con diferentes perfiles digitales.
«Que nuestro presente tenga semejanzas con el pasado nos brinda la oportunidad de aprender de los errores cometidos: si vuelve lo malo, también puede volver lo bueno»
Vosotros mismos lo cantáis en 2K20: «Dios, la pantalla es Dios, y yo su apóstol». Los chavales –y los no tan jóvenes– cada vez son más dependientes de los teléfonos móviles.
Es que todo esto ha supuesto un cambio radical para la sociedad, pues internet proporciona a cada persona lo que quiere oír. Los medios de comunicación tradicionales lanzaban el mismo mensaje a todo el mundo y a partir de ahí se creaba una opinión pública, pero actualmente el mensaje es 100% personalizado y eso es peligroso. Las redes sociales están marcando un timeline de acontecimientos relevantes según las indicaciones que les transmiten unos algoritmos. Tu red social es la que decide que está sucediendo en el mundo y lo que es importante tanto para ti, como a tus contactos. Se está creando un ‘filtro burbuja’ preocupante. El ejemplo lo tenemos cuando llega la época de elecciones y salen opciones que pensábamos que, en función de lo que veíamos en nuestra red, era imposible que alcanzasen ciertas cotas de poder.
¿De qué forma podemos educar a los algoritmos? ¿Es posible o es una batalla perdida?
Recomendamos mucho leer a la periodista Marta Peirano. Ella suele jugar con el símil de las tragaperras a la hora de explicar el comportamiento y funcionamiento de las redes sociales. Las redes sociales y plataformas de contenidos están desarrolladas por gente muy inteligente que buscan la máxima atención e interacción del consumidor con la plataforma. Por ejemplo, el CEO de Netflix dijo: «Nosotros no competimos contra HBO, competimos con el sueño».
Teniendo en cuanta las dimensiones de la batalla, lo tenemos bastante complicado para escaparnos de los algoritmos, sobre todo los nativos digitales. Desde nuestro de vista, la solución parte en primer lugar desde la educación familiar y escolar. También sería de gran ayuda que se articulasen iniciativas políticas a nivel nacional y europeo dirigidas a marcar ciertas líneas rojas a los algoritmos y que impulsen un uso responsable de internet.
La revolución tecnológica nos prometió libertad, sin embargo, la realidad parece ir al contrario. ¿En qué medida está favoreciendo la tecnología el mantenimiento del statu quo?
Internet nació como un espacio libertario, pero está siendo dominado por grandes empresas tecnológicas que luchan por imponer su discurso y actúan con la misma lógica que cualquier multinacional de otro sector: buscar la mayor rentabilidad económica posible sin tener en cuenta las consecuencias que tienen sus modelos de negocio. Lo hemos visto con el ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca, las pasadas elecciones francesas, el Brexit o la crisis climática. Es cierto que muchas plataformas ahora se están poniendo las pilas respecto a los discursos de odio o la sostenibilidad, pero creo que tan solo lo hacen por maquillaje y greenwashing. Hay muchos intereses económicos en el sector tecnológico.
En una época de grandes cambios y llena de desinformación, ¿cuál sería el secreto para encajar la ola y mantener una mente crítica?
Creemos que el secreto para lograr una mente crítica es mantener el contacto con otras realidades: de la variedad y de un análisis amplio de lo desconocido nace la capacidad crítica. Actualmente, por lo que hablábamos de la burbuja derivada de los algoritmos, esta tarea es muy complicada.
Canciones como No lugar o la mencionada 2K20, de vuestro anterior trabajo, hacen referencia a espacios donde las personas viven sin ser muy conscientes de la realidad. ¿Ocurre eso en las ciudades hoy?
Allí estamos viviendo la proliferación de esos No lugares. Estos espacios son lugares de tránsito en los que pasamos sin pena ni gloria y con los que no tenemos ningún tipo de implicación emocional o interés: simplemente son sitios de paso que te llevan de un lugar que no te gusta a otro que tampoco es de tu agrado y al que tan solo vas para conseguir dinero.
Un ejemplo sería el recorrido que hace una persona de su casa al trabajo, poniendo especial énfasis en el transporte público y los intercambiadores. Estos últimos nos llaman especialmente la atención por toda la arquitectura futurista que les rodea y la cantidad de estímulos publicitarios que hay alrededor. Durante el cambio de una línea a otra en el metro piensas en miles de cosas banales que producen cierta deshumanización en las personas. El ocio, el transporte y muchísimos espacios de la ciudad están a merced de los logos de grandes compañías que fomentan la despersonalización del entorno.
Para lograr ciudades más sostenibles deberíamos comenzar por cambiar el enfoque del urbanismo y la arquitectura. Las ciudades pueden ser verdes y humanistas, pero antes de construir nada, primero hay que tener una idea de cómo tiene que ser la ciudad. Conozco muchas escuelas de arquitectos que persiguen estas modelos urbanitas, pero no sabemos por qué nunca llegan a alcanzarse. Probablemente estemos subidos en una rueda que es muy difícil abandonar.
¿Sucede lo mismo con los festivales?
España vive una burbuja. Casi todos los pueblos, municipios y ciudades quieren contar con su propio festival para obtener el pin de la modernidad. Sin embargo, están fomentando una tendencia perjudicial para el entorno al tener criterios de selección idénticos a la hora de confeccionar las propuestas culturales y los espacios donde se desarrollan las mismas.
La gran mayoría de los espacios culturales están empezando también a convertirse en No lugares, un modelo de cultura basado en el entretenimiento y que tan solo ofrece consumo intrascendente. Las instituciones están encantadas de respaldar estos nuevos modelos culturales pues traen a la región turismo y dinero. Sin embargo, dejan de lado cualquier movimiento que se escape a estos parámetros.
«Somos una generación que está conociendo el mundo a través de lo que vemos por una pantalla. Tenemos un timeline de acontecimientos relevantes según las indicaciones que les transmiten unos algoritmos»
También habláis de la crisis climática y de cómo, aunque es una realidad, parece que no tenemos interiorizada la urgencia de actuar. ¿A qué se debe esta dinámica?
No sirve de nada que a nivel individual los ciudadanos tengan una conducta ejemplar con el entorno si las instituciones y grandes empresas no predican con el ejemplo. Hay muchísimos protocolos climáticos que son poco ambiciosos y que nunca llegan a cumplirse. De nuevo nos topamos con iniciativas políticas ineficientes y con cuestionables intereses económicos. Tampoco privamos de responsabilidad a las personas. La política no solo se hace en el parlamento: somos seres políticos y sociales en cada acción que realizamos en nuestra vida cotidiana. La crisis climática es una realidad compleja con muchas capas de responsabilidad y no sería justo señalar a un único culpable.
Como músicos, ¿qué papel creéis que juega la cultura en todo esto?
Los músicos y los artistas tenemos una gran responsabilidad a la hora defender un discurso que luche contra la crisis climática o cualquier otro tipo de injusticia. No obstante, detrás del artista hay una persona y dicho individuo no puede defender algo en lo que no cree. Géneros como el hardcore o el punk siempre han sido más sensibles a los problemas sociales, políticos y medioambientales. Tenemos el caso de la banda Fugazi, que siendo una banda alternativa y sin un gran altavoz consiguió generar un movimiento cultural con una fuerte carga ética en todo lo relacionado con el vegetarianismo, el entorno u otras prácticas de consumo. Sin embargo, su repercusión no fue ni la mitad de potente de lo que podría ser ahora, ya que en su época no existía internet.
Las redes sociales permiten al arte amplificar su mensaje, pero no puede caer en la tentación de diluirse en discursos oportunistas o de greenwashing. Siendo honestos, los grandes referentes culturales están a merced del mercado y hoy por hoy, salvo honrosas excepciones, el artista que se pone la etiqueta de ecologista lo hace por mero postureo porque todo es susceptible de convertirse en un producto.