Aunque las ciudades fueron concebidas como herramientas de bienestar, actualmente muchas de ellas no lo son: sus diseños, densidad e idiosincrasia influyen negativamente en el estado de ánimo y en el comportamiento de sus habitantes. En Ciudad feliz. Transformar la vida a través del diseño urbano (Capitán Swing), Charles Montgomery recorre algunos de los lugares más dinámicos del mundo para abordar cómo construir un entorno urbano habitable: si actualizamos las ciudades en pro de la felicidad, podemos afrontar los retos más urgentes de nuestra época.
A veces, las fuerzas que configuran nuestras ciudades pueden parecer abrumadoras. Es fácil sentirse pequeño frente al poder monumental de la industria inmobiliaria, la tiranía de las regulaciones urbanas, la inercia de la burocracia y la simple durabilidad de todo cuanto se ha construido. Es tentador creer que la tarea de arreglar ciudades es competencia intocable de las lejanas autoridades a las que el Estado ha otorgado dicha responsabilidad. Caer en esa tentación es un terrible error.
¿Quién tiene derecho a configurar la ciudad? Hace mucho tiempo, el filósofo francés Henri Lefebvre lanzó una respuesta muy clara a esta pregunta. Ese derecho no es algo que el Estado pueda transmitir. Tampoco es un accidente marcado por la etnia, la nacionalidad o el lugar de origen, sino que se gana con el asentamiento. Si vivimos en un paisaje urbano común, tenemos derecho a participar en la configuración de su futuro. Lefebvre inventó un nuevo nombre para los modeladores urbanos a quienes había concedido ese derecho natural: citadins.
Lefebvre iba más allá del diseño y proponía una completa restructuración de las relaciones sociales, políticas y económicas para que los citadins pudieran arrebatar el poder sobre el futuro urbano común al Estado. Apoyemos o no su revolución, es imposible negar la verdad del mensaje: todos somos citadins. Gracias a la geografía de nuestras vidas, todos somos representantes naturales y dueños de la ciudad, y quienes lo saben ostentan un poder inmenso.
He aprendido todo eso de las personas que han dejado de esperar a que los alcaldes, urbanistas o ingenieros de turno les arreglen las calles y los barrios. Algunos, como los vecinos que echaron abajo las vallas de N Street en Davis, simplemente querían construir una comunidad que tuviera más sentido para ellos que lo ofrecido por los urbanistas. A otros los mueve encontrar un sentido casi intangible de pertenencia.
Otros quieren espacios más seguros para sus hijos, o salvar el planeta, o libertad para vivir y moverse como les plazca. Ninguno de ellos suele usar el lenguaje de la neurociencia o la economía conductual, pero todos demuestran que la revolución de las ciudades felices puede empezar en la puerta de casa, y cada uno de nosotros ostenta el poder de alterar nuestra ciudad. Algunos acaban descubriendo en el proceso que al cambiar sus ciudades también cambian ellos. […]
El principio
[…] No ha habido época en la historia de las ciudades más floreciente que esta. Nuestras ciudades nunca habían usado tanto terreno, energía y recursos. Nunca antes el acto de habitar una ciudad había exigido convertir tanto lodo primario en gas capaz de calentar la atmósfera. Nunca antes tanta gente había disfrutado de los lujos de la intimidad doméstica y la movilidad. Pese a todo cuanto hemos invertido en la ciudad dispersa, esta ha fracasado a la hora de maximizar la salud y la felicidad. Es un sistema repleto de peligros inherentes: nos vuelve más gordos, más enfermos y más proclives a morir jóvenes. Hace la vida más cara de lo que es. Nos roba tiempo. Nos pone trabas para mantener el contacto con los amigos, la familia, los vecinos. Nos vuelve vulnerables a las crisis económicas y la inevitable subida de precios energéticos que conlleva el futuro. Como sistema, ha empezado a poner en peligro la salud del planeta y el bienestar de las generaciones futuras.
Nuestro reto se encuentra en el modo de construir, pero también en la forma de repensar el entorno. Es un problema de diseño, así como un problema psicológico, que surge de las tensiones existentes en cada uno de nosotros: ese tira y afloja entre el miedo y la confianza, las aspiraciones de clase y el impulso cooperativo, la urgencia de retiro y la necesidad de compromiso con los demás.
Las ciudades, en tanto en cuanto encarnan una filosofía de vida, también reflejan nuestra fragilidad cognitiva y los errores sistemáticos que todos tendemos a cometer al decidir qué nos hará felices a largo plazo. Nos hemos equivocado.
Nos sedujeron las tecnologías equivocadas. Renunciamos a la verdadera libertad por una promesa ilusoria de velocidad. Preferimos el estatus a las relaciones. Intentamos aniquilar la complejidad en lugar de aprovecharla. Dejamos que los poderosos organizaran las dinámicas de construcción, trabajo, vivienda y transporte alrededor de un enfoque demasiado simplista de la geografía y la vida.
Sobre todo, dejamos que el proyecto urbano estuviera guiado por lo que el sociólogo Richard Sennett tildó de «miedo a la exposición enorme y no calibrado», pues tradujimos las incertezas de la vida urbana en refugio y retiro, no en compromiso y curiosidad. Dejamos que el miedo a la incomodidad, la inconveniencia o el dolor nos llevara a construir ciudades que no solo nos aíslan, sino que, además, nos roban el placer, la facilidad y la riqueza de que podríamos disfrutar si la ciudad tuviera más capas, más complejidad, más caos.
No es demasiado tarde para reconstruir el equilibrio vital en nuestros barrios y ciudades y, con ello, reconstruir un futuro más resiliente. La tarea exige escuchar a esas partes de nosotros mismos más inclinadas a la curiosidad, la confianza y la cooperación. Exige reconocer verdades que siempre nos hemos contado, pero que olvidamos al levantar nuestras ciudades: quizá estemos programados para la insatisfacción y la ansiedad de estatus, pero también estamos hechos para sentir placer en la confianza ajena y la cooperación. Todos necesitamos intimidad, pero estamos especialmente preparados para llevarnos bien en lugares donde, con un escenario adecuado, logramos convertir a completos extraños en personas valiosas y respetables. Sacamos lo mejor de nosotros mismos no en la soledad de la sabana o la carretera, sino en el grupo, el equipo, el pueblo. La verdad está entretejida en la historia humana, la arquitectura de nuestro cerebro y las espirales de nuestro ADN. Todos llevamos dentro al individuo que Henri Lefebvre llamó citadin y Mark Lakeman concibió, simplemente, como lugareño.
La ciudad que responde a esas verdades y respeta al cooperador, al caminante, al lugareño que anida en cada uno de nosotros es un sitio saludable para vivir, que nutre nuestras relaciones, nos protege de las vicisitudes económicas y ofrece una nueva y apasionante libertad a la hora de elegir cómo movernos y cómo vivir. Esa ciudad manifiesta, de manera inefable pero innegable, los buenos sentimientos que nos embargan al saber que estamos vivos de verdad.
La lucha por la ciudad feliz será larga y difícil. La ciudad rota vive en los rituales y las prácticas de los proyectistas, ingenieros y promotores inmobiliarios; en las regulaciones y los códigos, en el asfalto y el hormigón. También vive en nuestros hábitos. Quienes aspiren a tener una ciudad viva deben luchar por ella en las calles, las puertas de las instituciones gubernamentales, las normas sociales y legales que nos guían y las formas de movernos, vivir y pensar.
Sigue leyendo en el libro Ciudad feliz: Transformar la vida a través del diseño urbano, de Charles Montgomery (Capitán Swing).