«Todo lo que soy se lo debo al verano. Porque antes, los veranos servían también para aburrirse. Años atrás, en ese territorio mítico que es la infancia, no se hablaba de expectativas ni de agenda ni de productividad», escribe Laura Ferrero.
Uno. Anne Sexton y el verano
Entiendo a Anne Sexton cuando escribe: «Es junio. Estoy cansada de ser valiente». Entendería incluso que se hubiera querido ahorrar el adjetivo final y que el verso terminara con un escueto: «Es junio. Estoy cansada». Porque la antesala del verano no es otra que ese agotamiento, no solo mental, apaciguado únicamente gracias a la proyección, a las expectativas y brillos que colman a esta palabra mágica que suena a abracadabra, el verano.
Dos. El síndrome del árbol de navidad
Años atrás, en una entrevista que le hacían a Isabel Allende, la escritora chilena abordaba un concepto del que yo hasta el momento no había oído hablar. Se trata de un fenómeno llamado Síndrome del árbol de Navidad. Consiste, explicaba, en ir colgando tantos chirimbolos al árbol –bolas, guirnaldas, espumillón– que llega un momento en que, del propio peso, el tronco termina deformándose. Quizás incluso rompiéndose. El problema es que se aplica a muchas otras cosas que no son un árbol. A ellas les vamos colgando tantas expectativas, proyecciones, deseos no cumplidos y arrastrados a lo largo del tiempo que luego el tronco se agrieta. Pero el árbol no tiene la culpa. El verano tampoco.
Tres. Todo lo que soy se lo debo al verano
Puedo decir, aun a riesgo de que suene grandilocuente, que todo lo que soy se lo debo al verano. Porque antes, los veranos servían también para aburrirse. Años atrás, en ese territorio mítico que es la infancia, no se hablaba de expectativas ni de agenda ni de productividad. A esos casi tres meses de paréntesis los niños les pedíamos, a lo sumo, el agua de las piscinas, el cloro que pica en los ojos, el sol inclemente, las siestas. Incluso el aburrimiento. Ocurrió entonces, en un lánguido mes de agosto, en un pueblito anónimo de la comarca de Girona. De fondo, el tour de Francia y mi abuelo abandonándose a una plácida siesta. Me encaramé sobre el taburete y alcancé de la estantería un grueso volumen que recopilaba las obras de una autora galardonada con el Premio Nobel de Literatura. Ahí empezó todo, con aquel primer título: Viento del este, viento del oeste, de Pearl S. Buck. Tenía once años y me fui a China sin moverme del sofá, porque era verano y porque no había nada que hacer. Solo estar, leer, mirar, esperar, volver a mirar, pensar. Estar. Es decir, vivir.
Cuatro. Resumiendo
Los veranos sirven para dejar de estar cansados, para pensarlos y desearlos, aun a riesgo de que le colguemos chirimbolos a un abeto imaginario. También sirven para imaginar que podríamos ser otros, que otra vida es posible. Claro que, conforme lo escribo, se me escapa una risita porque se me viene a la cabeza el título de ese libro autobiográfico de David Lipsky: Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo.
Laura Ferrero es periodista y escritora. Sus libros Piscinas vacías, La gente no existe,
Qué vas a hacer con el resto de tu vida y Los astronautas son perfectos para el descanso
estival. Puedes leer más de sus historias en Instagram.