Los seres vivos nacen, crecen y envejecen. ¿A la economía y las estructuras sociales le sucede lo mismo? Tras siglos de crecimiento imparable, la curva sigue hacia arriba, con los consecuentes cambios en el planeta y en la sociedad, sin que eso implique siempre un mayor bienestar de las personas. La gran pregunta es si es posible que este ritmo siga hasta el infinito.
Si nuestro tamaño aumentase cada día, seríamos seres gigantes e inmensos incapaces de comer, vestirnos o vivir. Y, si pensamos que vivimos en un sistema con similitudes orgánicas, es fácil comprender que pueda suceder lo mismo con una economía que no para de crecer. Una tendencia que ha favorecido, sobre todo, a los países occidentales, pero que puede terminar colapsando como ese gigante. ¿Cuál es la solución?
Esta cuestión ya lleva décadas estudiándose. Las teorías decrecentistas comenzaron a postularse durante los años setenta coincidiendo con el movimiento hippie y la publicación del informe Los límites del crecimiento, escrito por el matrimonio Meadows y su equipo para el Club de Roma. Más tarde, fue el francés Georgescu-Roegen, reconocido como el padre de la bioeconomía, quien acuñó el término. Serge Latouche, Jason Hickel, Naomi Klein, Thomas Piketty, Carlos Taibo.. Todos ellos coinciden en que es necesario frenar y reflexionar sobre el error de centrar el modelo económico y el esfuerzo político en el crecimiento indefinido del Producto Interior Bruto (PIB).
Además, también defienden la necesidad de establecer ciertas medidas como la reducción de las formas de producción ecológicamente destructivas y socialmente menos necesarias, los impuestos en función de la renta, la prohibición de la obsolescencia programada, el fomento del empleo verde y local, la movilidad sostenible… Medidas, fundamentalmente, destinadas a un mayor bienestar y a diseñar un sistema que tenga en cuenta los límites del planeta..
«Una de dos: o crecemos económicamente, o preservamos el lugar donde habitamos», explica Luis González Reyes, doctor en ciencias químicas y miembro de Ecologistas en Acción. «Cuando hacemos una comparativa del PIB con el aumento de la energía o los gases de efecto invernadero en la atmósfera descubrimos que la correlación es lineal. Es decir, el crecimiento económico va unido al incremento de la materia, el consumo de energía y la contaminación del planeta», añade.
«Hicimos un estudio con base en las directrices que marca Naciones Unidas para esta década y los resultados muestran que las políticas que se tienen que llevar a cabo en occidente son de corte decrecentista. Hay que fomentar economías locales, agrícolas y sociales. La ciudadanía tiene que impulsar este cambio, mientras exigen a sus gobernantes que lo respalden», comenta el doctor. Pone una cifra para demostrar esa insostenibilidad: la sociedad española consume recursos equivalentes a 3,3 planetas.
Crecer, decrecer, repartir, vivir mejor
Sin embargo –y ahí quizá esté una de las claves– un mayor consumo no significa un mayor bienestar: en muchas sociedades occidentales, el crecimiento rápido y descontrolado ha ido de la mano a un aumento de las brechas sociales y la desigualdad, del deterioro del entorno, de los problemas de salud física y mental…
Mientras, en los países en vías de desarrollo, la situación no es esa: necesitan aumentar su consumo porque están por debajo de los umbrales mínimos aceptables, la calidad de vida se reduce. Tanto con estas zonas como entre las estructuras de los propios países, la clave es el reparto. «Hay zonas del planeta que no necesitan crecer y otras que sí lo necesitan. Hablo de países en vías de desarrollo frente a países desarrollado, pero también dentro de estos últimos hay grupos sociales con necesidades sin cubrir y que deben mejorar sus condiciones de vida», resume Txaro Goñi, delegada de Economistas Sin Fronteras en Euskadi.
En su opinión, la palabra decrecimiento se está entendiendo de forma incorrecta. «Cuando hablamos de decrecimiento nos referimos a que algunas personas tienen que disminuir su consumo para que otros puedan crecer. Lo fundamental es hacer un buen reparto de los recursos que nos proporciona la naturaleza», explica. Sin embargo, en las zonas que sí tengan que bajar los niveles de consumo, si el proceso no se hace de una forma justa y ordenada, las tensiones se producen y se producirán, con consecuencias más o menos conocidas.
«En la sociedad actual es imposible que germine la idea de decrecimiento porque los ciudadanos no estamos preparados. Hay que hacer mucha pedagogía para que la sociedad entienda que no se trata de perder calidad de vida, sino de replantearnos qué significa tener una vida de calidad», dice Goñi. «¿Tener un teléfono móvil nuevo cada año, es tener mayor calidad? ¿O simplemente es ser esclavo del sistema? ¿Esa supuesta calidad de vida actual es tal o es una vida que nos resta libertad porque dependemos de los mercados para poder vivirla?», se pregunta. Para Economistas Sin Fronteras, es necesario educar y formar a la ciudadanía en la comprensión de los límites de nuestro planeta y lo que significa el desarrollo humano sostenible. Dicho de otra forma, insistir en que la felicidad no está ligada al consumo.
Lo que no se comunica no se conoce
En un momento en el que los combustibles fósiles van camino de alcanzar su pico, la redefinición y los cambios no son ya una opción sino una obligación. «Poco a poco están apareciendo tendencias económico-sociales que buscan redefinir el modelo actual para lograr un desarrollo sostenible. La Agenda 2030, los ODS y el Green New Deal son soluciones que van en la buena dirección, pero tenemos un problema de tiempo y escala», cuenta Carlos García Paret, economista y coordinador de incidencia política en Greenpeace España, que lleva años intentando transmitir a la ciudadanía otros esquemas que se alejan de la espiral de consumo.
El experto alerta de las consecuencias del modelo para los ecosistemas –como cuenta, en un siglo se van a producir las mismas transformaciones en ellos que las que se han dado lugar durante 10.000 años– y para la biodiversidad. «Estamos generando la sexta extinción global de especies y deteriorando los hábitats. Un gran problema que se agudiza si tenemos en cuenta que no conocemos las capacidades regenerativas de los mismos una vez llegado al punto de no retorno: como sigamos manteniendo una economía basada en el crecimiento no saldremos de la crisis climática», concluye.
Al igual que la comunicación y el marketing contribuyen a crear necesidades y a acelerar la rueda del consumo, las narrativas también pueden ayudar a redefinir conceptos como el del crecimiento y el bienestar.
«El decrecimiento tiene mala fama porque la población piensa que desacelerar significa volver a las cavernas. Para nada es así: el ser humano y la tecnología seguirán desarrollándose, pero es una barbaridad que el 1% de la población global acumule casi dos terceras partes de la riqueza que se genera», opina Yago Álvarez, que divulga desde @EconomistaCabreado y dirige el departamento de economía de El Salto.
«La comunicación tiene que mostrar las desigualdades del sistema y combatir los discursos demagógicos. Actualmente hay una batalla discursiva sobre el recorte de libertades y la legislación ecológica que los defensores de ideologías reaccionarias o de extrema derecha promulgan para negar la crisis climática y defender los privilegios de los más ricos», explica el periodista. Para él, desde los medios se debe ejercer una labor pedagógica de la desigualdad, de las brechas sociales y de la destrucción del planeta, sus causas y sus consecuencias sin infantilizar a la sociedad. «Primero hablemos de la redistribución de la riqueza; más tarde, veremos cuánto hay que decrecer», concluye.