Hace veinte años, ser de Pokémon o de Digimon era la versión anime de ser del Madrid o del Barça. Dos filosofías que respondían a dos mundos diferentes: hacerte con todos o luchar juntos contra el mal. Las nuevas películas de Digimon son un caballo de Troya en la industria de la nostalgia e invitan a los millenials a crecer.
Puede que no haya un concepto más reaccionario que la nostalgia. Idealizar el pasado para entender cada incertidumbre que te frunce el ceño es un intento –hasta cierto punto estúpido– de escapar del presente. De sus narrativas propias, de su realidad palpable. La nostalgia es una renuncia a imaginar que, en todo caso, es hoy tendencia. Al menos en lo que respecta a la producción cultural: el millenial treintañero se ha acostumbrado a que los productos que consume tengan más que ver con su infancia que con una nueva etapa vital.
Es el llamado fan service. Las chiribitas del cerebro burbujean en ese lugar placentero donde es posible olvidar un futuro prácticamente apocalíptico, donde puedes quedarte cómodo sin tener que mover una ceja. De la enésima serie de Star Wars a otra nueva de Harry Potter, pasando por actualizaciones acríticas de casi cada éxito ochentero, noventero y hasta dosmilero que se precie, lo suyo es mirar hacia atrás. Hasta de Digimon –que nunca tuvo un éxito tan rotundo, al menos en España–, se han vuelto a hacer películas. La narrativa, sin embargo, resulta casi contracultural con los discursos que maneja la industria de la nostalgia.
Por poner en contexto, Digimon era el secundario de Pokémon en cualquier patio de colegio a principios de los 2000 donde los ‘Tazos’ de Matutano y las Game Boy eran la norma. La pokemanía obsesionaba a través de videojuegos, serie y bolsas de patatas, mientras Digimon resultaba una suerte de rareza que compartía época en la programación televisiva de monstruitos que se peleaban. Y si bien los dos nacen casi a la vez y a los padres y madres les parecían prácticamente lo mismo, había diferencias. Diferencias de base que explican por qué Digimon ha terminado por elaborar un discurso prácticamente antinostálgico en los últimos años.
Digimon no era Pokémon y Pikachu era un esquirol
Los esquemas de las dos series tenían unas bases meridianamente claras. Los Pokémon eran monstruos pocket-monsters (monstruos de bolsillo) y los otros digi-monsters (monstruos digitales). En Pokémon, el protagonista era Ash Ketchum, un adolescente con la ambición de ser el mejor entrenador, esto es, derrotar a los bichos más fuertes que se encontrase y a otros entrenadores como él. El lema de la serie era «Hazte con todos» y el objetivo «llegar a ser el mejor, el mejor que habrá jamás» entre todos los entrenadores pokémon. Su acompañante era Pikachu, su pokémon inicial, el único que no estaba en una pokeball y con el que entablaba una amistad real. Los demás, los que iba capturando permanecían en la bola hasta que tuvieran que pelear y evolucionaban en función de su experiencia en la batalla.
La narrativa de Digimon era diametralmente opuesta. El lema y los principios de su filosofía, al menos en su opening en español: «Luchar juntos contra el mal», «descubrir la verdad» y «el poder del corazón». Era un protagonismo compartido por seis niños a los que se le unían seis digimon después de que los niños aparecieran, sin motivo aparente, en el mundo digital. Todos están unidos por un vínculo, cristalizado por un aparato ‘digivice’ y una profecía, la de los niños elegidos. Los digimon evolucionan no por pelear mejor o peor, sino porque su compañero esté en peligro, y así hasta salvar todas las amenazas que suponen otros monstruos malignos para el mundo real. La narración no estaba construida en base a una aspiración o ambición personal, sino a una mitología desconocida que, a medida que avanza la narración, explica el porqué de esos vínculos entre niños y digimon y profundiza introspectivamente en los miedos y conflictos de cada personaje.
En resumen, Ash veía un pokémon tan tranquilo y, sin pensarlo mucho, lo capturaba y apartaba de su hábitat, mientras que los niños elegidos eran bastante más comedidos en el respeto de la fauna y flora. Pikachu era una excepción entre decenas, un esquirol, un vendido que justificaba por su posición que miles de Pokémon dejaran de vivir a su aire. Que Agumon estuviera suelto era lo normal.
Pero bromas –o no tan bromas– aparte, el caso es que, como todo, el éxito de una y otra ha ido marcando su producción, moldeando su discurso y dando una naturaleza propia a cada franquicia en la industria cultural. Mientras Pokémon daba pie a fomentar coleccionables y combates para acumular experiencia y llegar a «el mejor», narrativamente ha acabado por resultar más plano, con menos potencial para contar cosas. No es el caso de Digimon, que ha quedado más enfocada a las películas. A las películas. Y esa naturaleza primigenia, con los vínculos en el centro de su debate existencial y la introspección y el mito como motores, es la que ha permitido profundizar en un tono cada vez más adulto en lo primero y derribar casi por completo lo segundo.
Saber decir adiós a Agumon
En el pleno auge de series y películas recicladas, la idea de una nueva película de los monstruitos digitales podría despertar la mayor de las perezas. Una vez te sientas a ver Digimon adventure: last evolution Kizuna, sin embargo, el concepto es disruptivo. Ya el propio nombre lo indica: los digimon, una vez crecen los niños elegidos, desaparecen. Los vínculos caducan llegado el momento. No hay posibilidad aquí para la nostalgia. Es más bien una despedida: aceptar que crecemos, que no se puede estar siempre en el espacio de seguridad que te la vida antigua y lo interesante que es el tiempo, por mucho que duela y atemorice.
Sin spoilers, de eso va la película. Este 2023, sacaron una segunda película en el mismo tono adulto, Digimon 02: The beginning. En ambas películas es evidente que los directores le están hablando no a los niños de hoy aficionados al anime de monstruos, sino a ese mismo público de alguna manera rezagado y que va a buscar su dosis de nostalgia, aunque luego se encuentren con lo contrario.
Sería casi naif entender que la producción de estas películas no quiere aprovecharse del relanzamiento de series de éxito de hace veinte años, pero sí, al menos, se le evidencia una valentía en el discurso. En esta secuela de esta nueva saga rompen con la idea del aparato, el digivice, que se pone en duda como punto de unión mítico entre niños –ahora ya adultos– y digimon. Lo importante, y lo que se trasluce en el argumento, es que el sedimento de las relaciones, la experiencia, el paso del tiempo, la madurez para acompasar la dureza, lo trivial y lo feliz, lo que termina de construir un verdadero vínculo.
Los dos conceptos, el saber decir adiós o la incertidumbre de nuestras relaciones, dan, de hecho, de lleno en dos claves generacionales de quienes hoy son jóvenes adultos. Dos falacias –la de la permanencia de las cosas porque sí y la incapacidad de mirar al presente con todas sus consecuencias y la de entender una relación de forma idealizada sin atender al cuidado del otro– que se han convertido en tótems difíciles de derribar por una cultura aprendida, precisamente, en los relatos de las series, películas y libros que consumían los ahora treintañeros en su infancia.
No es, de ninguna de las maneras, acotable siquiera al supuesto wokismo, ese discurso que señala como politizada y antinatural cualquier revisión de esos relatos en favor de otros más igualitarios o conscientes medioambientalmente. Es lo lógico: la gente crece, los vínculos no son eternos.
Despedirse de Gabumon y Agumon es más bien una metáfora de cómo es necesario dejar atrás una idealización del mundo y atreverse a vivirlo. También cuando sales del cine. Cabe la posibilidad de que alguien no pille la referencia y quiera, todavía, no atreverse a imaginar otra cosa. Allá cada uno. Siempre será mejor, en todo caso, que vivir en una pokeball después de ser raptado por Ash Ketchum.