taylor swift
Ilustración: Carlota Bravo

El amor (y el CO2) está en el aire: dilemas de una ecologista swiftie

Hola. Me llamo Cristina, tengo 29 años, soy periodista y soy fan de Taylor Swift. Desde que era adolescente, sus canciones han sido la banda sonora de los momentos más oscuros y felices de mi vida. Hasta sonó una canción suya en mi boda, imaginaos. Conseguir una entrada para el Eras Tour fue un regalo que escondía una gran pregunta: ¿puede una ecoansiosa como yo admirar a una de las cantantes más contaminantes del mundo?


Disfrutar de la soledad rodeada de gente sucede pocas veces. Principalmente, porque todavía existe cierto prejuicio hacia el ocio solitario y deseado. Sin embargo, es en esos momentos donde puedes sentirte más acompañada que nunca. A mí me ocurrió viendo a Taylor Swift en el Santiago Bernabéu

Sí, soy una swiftie de manual y fui sola al primer concierto del Eras Tour en Madrid. Sí, también viví esa guerra virtual para conseguir una entrada. No, no llevé pañales –me choca tener que aclarar esto–. Y no, tampoco sufro un trastorno que me haga estar obsesionada con Taylor –¿por qué banalizar la salud mental así?–. 

En estos tiempos que corren, ¿hay algo más emocionante que compartir la euforia de ver a la cantante que ha puesto banda sonora a tu vida con una legión de personas que sienten lo mismo que tú? Tuve la respuesta nada más salir del metro. El estadio estaba rodeado de decenas de miles de fans de todas las edades que habían invertido sus últimos meses en fabricar de cero (y, muchas de ellas, a mano) sus looks inspirados en su disco favorito. Sin conocernos de nada, nos contábamos unas a otras las horas que habíamos dedicado a las famosas friendship bracelets, las pulseras de cuentas con los títulos de las canciones de la artista. Nos las intercambiábamos con gente que jamás volveremos a ver en una forma preciosa de socializar que nació, cómo no, a raíz de una canción: You’re on Your Own Kid.

Iba sola, pero no me sentí sola. Aquella adolescente que en los 2000 tenía pavor al juicio ajeno se sintió fuera de peligro: tenía a 60.000 amigas que le acompañaban. Las lágrimas y los gritos de euforia que compartimos cuando apareció nuestra cantante favorita superaron todos los límites de ruido esa noche.

Taylor, ¿podrías componer algo sobre nuestras contradicciones?

Mi euforia y la de mis compañeras no es precisamente intangible: se calcula que los dos conciertos celebrados el 29 y el 30 de mayo han dejado más de 20 millones de euros en Madrid entre hostelería, alojamientos y transporte. Es parte de las Swiftonomics, el término acuñado por varios economistas para referirse al impacto económico que genera la cantante en sus giras.

Por supuesto –y esto no es novedad– a Taylor también le viene asociada una elevada huella de carbono. En los días previos al concierto, los vecinos se mostraron indignados por los más de 70 camiones que transportaban el inmenso escenario y por el despliegue policial y de seguridad. Y a eso hay que sumarle la presencia de su avión privado –con el que luego voló a Madrid– en Ibiza dos días antes del espectáculo.

Estaría mintiendo si dijera que todo esto no me genera bastante incomodidad. Soy periodista, trabajo en sostenibilidad y mi conciencia climática es elevada. Ahí uno de los grandes dilemas: sé que sus canciones me han cuidado y han sido fundamentales para mi salud mental, pero también siento que formo parte del problema asistiendo a sus conciertos. Los datos están ahí.

Taylor Swift se posicionó como la celebridad más contaminante de 2022:  las emisiones totales de sus vuelos ascendieron a 8.293,54 toneladas, es decir, 1.184 veces más que el promedio de las emisiones anuales de una persona. Como respuesta a estas acusaciones, que fueron muy sonadas, a principios de año afirmó que compró el doble de los créditos de carbono necesarios para compensar lo generado por el Eras Tour. ¿Es un paso? Sí. ¿Es suficiente? No. Taylor, no emitir es mejor que mitigar. 

Siendo realistas, es complicado pedirle que use aerolíneas comerciales por cuestiones de seguridad. Pero sí podría tomar el ejemplo de compañeros como Coldplay, el primer grupo musical en publicar un reporte de sostenibilidad. Los cambios que hicieron en su gira Music of the Spheres consiguieron reducir en un 47% sus emisiones.

Los conciertos de Taylor Swift son impresionantes… y nada sostenibles. Enormes pantallas y plataformas motorizadas que consumen ingentes cantidades de electricidad durante las tres horas y media de show. Más de una decena de cambios de vestuario. Y, aunque la cantante reutiliza gran parte de sus looks, tiene todo un armario de las mismas prendas en distintos colores que estrena en distintas ciudades. A eso habría que sumarle los complementos fabricados en exclusiva por marcas de alta costura –por ejemplo, ya ha llevado más de 250 botas Louboutin–.

Las swifties también tenemos lo nuestro. El tamaño de la huella de carbono del Eras Tour crece con la compra indiscriminada de prendas para construir nuestros outfits –a menudo de gigantes contaminantes como Shein o Aliexpress–, las cuentas para hacer las pulseras, el maquillaje y la microplástica purpurina. Si asociamos ese consumo a la media total de asistentes por los más de 60 conciertos que lleva de momento –50.000 personas por estadio aproximadamente–, la cifra es abrumadora. ¿Qué haremos con todo eso cuando terminen los conciertos?

Don’t blame me for what you made me do (un poco sí)

Ser consciente de todo eso no impide que, sentada en el sector 631, uno de los más altos del estadio, viviera una de las mejores noches de mi vida. A mi lado, una madre coreaba cada canción con sus dos hijos de diez años. Algo más abajo, otra madre, con los ojos vidriosos, miraba cómo disfrutaba su hija adolescente. A mi alrededor, otras, como yo, sollozaban al cantar sobre cómo no pasa nada por sentir que no encajas o al recordar a los seres queridos que ya no están.

Porque sí, Taylor Swift se ha desahogado sobre sus exnovios en sus letras, pero, con una carrera musical de veinte años a la espalda, también ha tenido tiempo para explorar la pérdida, la soledad, el dolor de ver a un familiar enfermo o la frustración ante la desigualdad de género. Fue un impulso de esperanza escuchar a cientos de niñas cantar «estoy cansada de correr todo lo que puedo preguntándome si llegaría antes si fuese un hombre» (The Man). Irónicamente, muchas de las crónicas publicadas en las horas posteriores demostraron la razón que tiene esa canción.

Claro que Taylor Swift podría hacer las cosas mejor. Muchísimo mejor. Pero, al fin y al cabo, ella es una pieza más de una industria musical que produce ingentes cantidades de dinero y emisiones. Un sistema que, por nuestra propia supervivencia, debe cambiar. Pero también creo que hay que preguntarse por qué el foco está en ella y en su jet privado y no se fiscaliza de la misma forma a multimillonarios como Elon Musk, Jeff Bezos o Bill Gates, situados todos ellos entre los doce millonarios que contaminan tanto como dos millones de hogares en el mundo según el Instituto Ambiental de Estocolmo. O por qué no mantenemos la lupa sobre las acciones que la UEFA ha prometido tomar en torno a la sostenibilidad –según una investigación de la BBC, su temporada 2024-2025 generará medio millón de toneladas de gases efecto invernadero–. 

Dilemas como estos quizá no tengan solución y yo no soy quién para aleccionar a nadie. Al terminar el concierto, no tiré la pulsera de luces que me dieron en la entrada. Por supuesto, me sentí un poco más culpable. Pero, junto a los vídeos de aquella noche, mis nuevas botas de cowboy –que estoy deseando reutilizar– y los friendship bracelets, es el único recuerdo físico que me queda de aquella noche. También conservo una sensación entre la nostalgia y la paz de saber que hay alguien que canta sobre emociones a las que a veces ni siquiera sabemos poner nombre. Una felicidad que también sintieron el resto de swifties que me acompañaron esa noche.

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