Hace un par de milenios, los romanos encontraron en las montañas leonesas un oro con el que sufragar los gastos del imperio. Siglos después, fue el carbón extraído de su interior el que sustentó la revolución industrial de un país entero. Aunque hoy la civilización parece haber tomado otros caminos, la zona aún guarda un enorme tesoro para quienes ponen en ella sus pies: una naturaleza imponente que parece incluso capaz de detener el tiempo.
A los pies de la montaña, cuando solo tienes ante ti una inmensidad inabarcable de rocas y árboles fundiéndose con las nubes, es inevitable imaginarte cómo sería la primera persona que llegó al valle. Cómo logró hacerlo en un tiempo en el que apenas habría caminos, cuántos días tardaría en salir y cuántos en encontrarse con otro ser humano. Qué podría oírse entonces si ahora, en la era de las siete notificaciones por minuto, el silencio allí resulta atronador y ni siquiera se escucha el río que —supones— tiene que fluir por allí cerca. Meras dudas de qués, cómos y cuántos, pues por qué decidió quedarse ahí se responde fácilmente con solo mirar esas montañas.
Eso debieron pensar los primeros ermitaños cristianos que llegaron al valle del Silencio, situado a los pies del pico Aquiana, buscando un lugar de recogimiento y oración allá por el siglo IV. Muchos años después, la quietud sigue siendo el máximo atractivo para quienes recalan en la zona: aun con GPS, carreteras y conexiones mediante llegar hasta él no es tarea fácil hoy, quien lo consigue tiene el premio de coquetear con la desconexión de un asceta sin renunciar a los avances de la moderna civilización.
Aunque sobre el mapa apenas lo separan veinte kilómetros de Ponferrada —cuyo ayuntamiento aglutina los casi cuarenta pueblos diseminados a lo largo de estos valles—, la distancia en tiempo se alarga más de media hora. Las carreteras, estrechas y serpenteantes, apenas tienen hueco para dos coches, y las curvas de su trazado horadado en la montaña no permiten conducir a gran velocidad. El trayecto, eso sí, permite saborear despacio la majestuosidad natural de la comarca de Valdueza, también conocida como el valle del Oza, el río que le da nombre.
El tiempo huele a leña
En pleno corazón del valle se encuentra la localidad de Valdefrancos que, a apenas ocho kilómetros de Ponferrada, es una de las primeras paradas de la ruta. Un puñado de casas que se apilan en la falda de la montaña en torno a la carretera que atraviesa el pueblo, levantada en paralelo al curso del Oza, que desemboca un poco más adelante. Un característico puente de piedra con arco de medio punto da acceso a la zona de la iglesia, del siglo XVIII, y a las ruinas de un viejo templo que hoy alberga el cementerio.
Si León es una de las provincias más afectadas por la despoblación —ha perdido casi 50.000 personas solo en la última década—, en la comarca del Bierzo la situación es aún más grave, sobre todo tras el cierre de las minas de carbón, la mayor riqueza de la zona. Hoy, a las localidades sin ningún vecino —una decena— se suman las más de 80 que no superan los 20. Por aquí, ninguna de ellas se acerca remotamente a los 50.
En el caso de Valdefrancos, los vecinos son apenas 30 y el silencio en sus calles es total. En una mañana de diciembre, al atravesarlo saludas, con suerte, a cuatro de ellos, afanados en los recados cotidianos o en la limpieza de las huertas particulares. La leña se apila a la entrada de las viviendas, testigo mudo de la dureza de los inviernos por aquí, y su olor es un perfume que flota omnipresente en todo el valle.
La quietud sigue siendo el máximo atractivo para quienes recalan en la zona
Unos pocos kilómetros más adelante, subiendo el curso del río, hallamos San Clemente de Valdueza. Situado a los pies de la montaña, se encuentra en el corazón de los montes Aquilianos, un paraíso para los amantes del senderismo y la naturaleza, principal reclamo turístico de la zona, sobre todo los fines de semana en otoño y primavera. A ellos, cuando el tiempo mejora, se unen los peregrinos que se dirigen a Santiago atravesando los montes bercianos, sus castaños, robles y nogales.
Recorrer sus caminos y sus calles empedradas es un auténtico viaje en el tiempo que permite volver a conectar con la tierra, ver el bosque con los ojos de un niño que mira el mar por primera vez, lejos del ruido y la ansiedad perenne del ritmo de vida urbano.
La joya que esconde la montaña
Avanzando hacia el valle del Silencio, se encuentra la conocida como tebaida berciana, bautizada así debido a la cantidad de pequeños templos que se levantaban en la zona, que remitían hiperbólicamente a la Tebas egipcia. Hoy cuenta con el reconocimiento de Bien de Interés Cultural por la belleza de su paisaje, apabullante desde cualquier punto en el que se contemple, y también por el valor histórico de las construcciones que se levantan en las dos localidades que la forman, San Pedro de Montes —también llamado Montes de Valdueza— y Peñalba de Santiago.
La primera de ellas está compuesta por un puñado de casas erigidas al lado del monasterio de San Pedro de Montes (siglo VII), hoy rehabilitado tras siglos de idas, venidas y expolios que permiten ver una amalgama de estilos desde el prerrománico al barroco, una parada obligatoria para aquellos amantes de la arquitectura, el arte y la historia.
La única cantina que anuncia «tapas y compangos» está hoy cerrada, y las calles solo las recorren un par de perros sorprendidos de recibir visita entre semana. El silbido de un albañil solitario que trabaja en la rehabilitación de una de las viviendas en la parte alta del pueblo —quizá de algún afortunado que halló y encontró un refugio con vistas al valle— puede oírse desde el pie de la iglesia. Si no fuera por él, por los ladridos y por algún pájaro, parecería un pueblo fantasma.
La siguiente, Peñalba de Santiago, pocos kilómetros más adelante, es el último pueblo y uno de los grandes tesoros del valle. Al bajar del coche, de un lado puedes contemplar cómo las nubes chocan inclementes contra la montaña, un festival de colores donde en esta época del año el verde y el ocre se confunden; del otro, los tejados de pizarra del pueblo, donde solo el humo tapa unas tejas que más bien parecen las escamas de un pez oscurísimo. Un cartel enorme te advierte de que vas a entrar a uno de los pueblos más bonitos de España. Ahí clavado, ya sabes que va a tener razón.
Aunque apenas hay 14 vecinos censados, hay más actividad que en las localidades vecinas, aunque esta dista de ser frenética. El turismo es el principal reclamo, pero su situación aislada —está situado a 1.100 metros de altitud y, especialmente durante el invierno, las carreteras de acceso a él son pistas complicadas— lo mantienen a salvo de la masificación que sí ha llegado a otras partes de España.
Se trata de un ejemplo perfecto de las aldeas bercianas, de calles serpenteantes, de robustas y humildes casas levantadas en piedra, madera y pizarra. Su enorme valor arquitectónico le valió la declaración de Bien de Interés Cultural en el año 2008. Hoy, el pueblo está totalmente rehabilitado, incluidas la mayoría de las viviendas —la iglesia, una joya mozárabe que aún conserva restos de pintura mural, se encuentra en restauración—, entre las que se anuncian diversos alojamientos rurales, lugares perfectos para quienes buscan reconectar con la vida tranquila, la naturaleza y la cocina tradicional.
La leña se apila a la entrada de las viviendas, testigo mudo de la dureza de los inviernos por aquí
La buena mesa es, de hecho, otro de sus grandes tesoros: sopa de la montaña, legumbres, embutidos, quesos, botillo, cervezas artesanas, dulce de castañas… Sus olores se confunden con el de la leña y con la humedad que reina fuera, que hacen que —si eso es posible— todo sepa aún mejor. Coger la cuchara es el gran premio que espera a los que se acercan a contemplar la belleza natural de los montes Aquilianos.
Una de las sendas parte del pueblo y recorre la tebaida berciana durante casi 15 kilómetros, unas seis horas en las que cruzar arroyos, montes y ruinas en la quietud más absoluta. Aunque no hace falta ser un experto senderista para disfrutarlo: a apenas dos kilómetros de las casas, en una ruta más asequible, se encuentra la cueva de San Genadio —quien restauró el monasterio vecino y levantó la iglesia del pueblo allá por los albores del siglo X—, excavada en la montaña, que sigue resguardando visitantes más de diez siglos después.
Su refugio pétreo no fue el único regalo que el ermitaño dejó en la zona. Según la leyenda, un día, mientras oraba, sintió el rumor del río le distraía en su rezo, así que golpeó el suelo con su cayado pidiendo a las aguas silencio. Dócilmente, estas dejaron de hacer ruido. Hoy, el silencio sigue dando nombre al valle y acogiendo, sepulcral, a los modernos eremitas que quieren huir —al menos, un rato— de sus mundanales ruidos.