La tecnología digital se presenta a menudo en las antípodas de la naturaleza. Pero, ¿y si no lo estuviera? La ecología se filtra en internet y anima a imaginar posibilidades de un futuro con motivos para el optimismo.
En el relato Mi padre el druida, mi madre el árbol, del escritor experto en internet y ex trabajador de Twitter Robin Sloan, la humanidad consigue salvar al planeta escuchando, literalmente, a los árboles. Todo gracias a un gingko cyborg que, con un puerto USB, consigue cifrar la conversación del bosque y contarle al primer ser humano dispuesto a escuchar que los árboles del mundo, enfurecidos por la codicia capitalista que destruye los ecosistemas, planean la primera Gran Huelga de Oxígeno.
Lo más interesante que encapsula esta brevísima narración es la manera en la que la tecnología digital coopera con el territorio para convertirse en puente entre el ecosistema y sus habitantes humanos. Pero incluso para que esta imposible conversación tenga lugar ha de darse una condición previa: al menos una persona tiene que dirigir su interés y su atención a lo que un árbol tiene que decir.
La historia es un buen ejemplo del género literario solarpunk, una ramificación de la ciencia-ficción más orientada hacia el optimismo, en la que la tecnología suele funcionar como herramienta al servicio de una sociedad con una visión de la naturaleza menos extractiva y destructora que aquella que caracteriza a la nuestra. Un subgénero literario inspirador en el que las plantas que se comunican entre ellas son, muy probablemente, lo menos fantasioso.
Árboles parlantes
La artista María Castellanos explora en su investigación Otras inteligencias: Diálogos interespecie planta-humana el lenguaje posible que tiene lugar en una red de plantas conectadas a Internet. «Una red análoga al entramado de raíces y micelios de hongos que tienen lugar en el bosque que la ecóloga forestal Suzanne Simard comenzaba a estudiar hace casi ya tres décadas, y que permite a árboles y plantas comunicarse unos con otros, compartiendo información y nutrientes», reza la presentación del proyecto en su página web. «En Otras Inteligencias, nuestra red, formada por datos, algoritmos y actuadores, nos permite investigar relaciones alternativas con la naturaleza y la tecnología a través del uso de metodologías artísticas», añade. En distintos países del mundo, los dispositivos diseñados durante la investigación de María Castellanos monitorizan señales vitales en el aire y en la tierra de costillas de Adán, espatifilos y plantas del dinero, todas especies muy reactivas a las condiciones del entorno.
Paralelamente al trabajo y la investigación artística, la conversación de la ciencia botánica también se preocupa por la comunicación entre plantas, algo que se había descartado largamente en la tradición de la disciplina. Es algo que explica la autora, botánica y docente Robin Wall Kimmerer en su libro Una trenza de hierba sagrada, tomando como ejemplo las arboledas de pacanos. En el capítulo titulado La asamblea de los pacanos, Kimmerer entrelaza la historia del borrado de la identidad y la memoria indígena a partir de su historia familiar como ciudadana Potawatomi, con los descubrimientos sobre la información que las plantas liberan tanto por el aire como a través de la red fúngica y la micorriza que se desarrolla bajo el suelo.
Pero lo más importante de todos estos avances es aquello que inspiran en otras redes con su propio ecosistema: las redes de intercomunicación digital por las que los seres humanos tenemos cierta querencia.
Personas que escuchan
En su best seller sugerentemente titulado Cómo no hacer nada, la artista e investigadora Jenny Odell hace un alegato de concienciación sobre lo que ella llama economía de la atención. El término hace referencia a los esfuerzos de las redes sociales mainstream para conquistar cada vez más tiempo de nuestras vidas, ya sea alimentando sus algoritmos con contenido o interactuando con las herramientas de engagement de las que nos proveen, en dinámicas que facilitan la adicción a estas plataformas. Pero también lanza una invitación a tomar agencia sobre el control de nuestro tiempo y desplazar la atención, del uso indiscriminado de estas aplicaciones, a nuestra ecorregión directa.
Observar y escuchar a nuestros vecinos inmediatos, desde seres humanos a árboles y aves urbanas, puede suponer una puerta abierta a percibir elementos extraordinarios de nuestro entorno. Pero no significa que esta capacidad de atender y maravillarse no pueda contagiarse y compartirse en la esfera digital.
A lo ancho de internet y de las redes sociales también afloran ejemplos de cómo otros abordajes tecnológicos pueden darse sobre la naturaleza. Redes por el clima es un tejido de laboratorios sociales que pretende dar una respuesta coordinada a la emergencia climática en España. Destacan sus acciones en el barrio madrileño de San Cristóbal de los Ángeles, en Villaverde. Su página web despliega un mapa que señala las sedes de las distintas asociaciones ecologistas del territorio. «De esta forma, queremos fortalecer las redes y potenciar alianzas entre los distintos colectivos», explica Carmen Haro, miembro del equipo, investigadora y trabajadora cultural.
Para ella, esa implicación ciudadana sobre la región solo perdura en el tiempo cuando no es exclusivamente líquida. «Tras más de diez años como investigadora de movimientos sociales en red y desarrollando laboratorios sociales he comprobado que el trabajo local solo se sostiene con una presencia física y constante en el territorio. Así, generamos vínculos con las distintas comunidades con las que trabajamos, muy diferentes entre sí. Esto nos permite crear un tejido afectivo y colaborativo que nos ayuda a comprender dinámicas locales y sus desafíos, así como a buscar soluciones concretas», cuenta.
La creación de espacios virtuales puede ser a veces la antesala a ese tejido y a esa presencialidad. Aplicaciones para identificar fauna y flora (útiles incluso en el espacio urbano), divulgadores y medios digitales, videojuegos que llaman a la reflexión climática y, por qué no, también redes sociales.
Redes conectadas a los árboles
La red social Mastodon se popularizó desde el momento en el que se supo que Elon Musk se haría con el control de Twitter como una plataforma alternativa. Poco tardaron los recién llegados en darse cuenta de que no tenía mucho que ver con lo que habían conocido allí. Muchos eran aves de paso que redirigieron el vuelo hacia Bluesky o Threads, pero los que se quedaron adoptaron con ello casi una posición política sobre la tecnología de la conectividad. Mastodon pertenece al Fediverso, una red de redes de código abierto en la que cualquiera puede montar su propio servidor, su algoritmo no está condicionado por la publicidad y no presenta dinámicas que creen adicción en torno a su usabilidad.
Lo que también puede haber advertido quienes se quedaron es la popularidad de la etiqueta #Mosstodon, en la que los usuarios publican las fotografías de los musgos que se van encontrando. En esta peculiar red social existe un interés extendido por compartir los avistamientos de musgo, hongos, líquenes y aves con la comunidad. Por hacer de lo ordinario algo extraordinario con el simple gesto de la atención. Y la tecnología no es en absoluto enemiga de esto.
En su imprescindible ensayo Internet for the People, el investigador Ben Tarnoff teoriza no solo sobre un internet de propiedad y responsabilidad colectiva, sino también con cómo sería un paisaje digital que se pareciese menos a un centro comercial en el que todo clama nuestra atención y adoptase la fluidez y el verdor de un bosque. «¿Qué viene después del centro comercial online? Cuando los centros comerciales reales mueren, los pájaros construyen nidos en el área de comedor. Arbustos y árboles reclaman el suelo y las paredes. El espacio cerrado deja de estarlo: los tragaluces del techo se hacen añicos, las puertas se quedan abiertas, la frontera entre el interior y el exterior queda destruida. Algunas décadas o siglos más tarde, un bosque aparece».