Durante milenios, la comida ha dado forma a nuestros cuerpos y hogares, nuestra política y nuestro comercio, nuestros paisajes y nuestro clima. Al olvidar nuestra herencia culinaria y depender de alimentos baratos y producidos de forma intensiva, hemos derivado hacia un modo de vida que amenaza a nuestro planeta y a nosotros mismos. En Sitopía (Capitán Swing), Carolyn Steel continúa la investigación que empezó en su bestseller Ciudades hambrientas y analiza cómo lo que comemos anima nuestros cuerpos, hogares y sociedades.
Para el filósofo griego Epicuro, saciar el apetito era esencial para vivir bien. En su jardín con vistas a Atenas, Epicuro invitaba a hombres y mujeres de toda condición social, incluyendo esclavos, a compartir una sencilla comida a base de verduras de cosecha propia, pan y agua, tal vez con un poco de queso y vino, que consumirían mientras hablaban de la vida, el universo y todo lo imaginable. Epicuro creía que aprender a saborear esos sencillos placeres era la clave de la felicidad. Raras veces una idea ha sido más tergiversada: en la actualidad, un epicúreo es sinónimo de sibarita, una persona cuyos gustos refinados, conocimientos y posición económica le permiten apreciar lo mejor de la alta cocina. Pero para Epicuro esa sofisticación era un camino directo a la ruina: «Cuando digo que el placer es el objetivo de la vida, no me refiero a los placeres de los libertinos o a los placeres inherentes al disfrute positivo, sino al que consiste en ser libre del dolor y la agitación mental. La vida placentera no es producto de una borrachera tras otra, o de relaciones sexuales con mujeres y chicos o de marisco y otras exquisiteces que ofrece la mesa lujosa».
Si, como hice yo, lees esas líneas con una punzada de decepción, es posible que te cueste vivir según los principios epicúreos más estrictos. No obstante, en el ascetismo de Epicuro hay más metodología –y felicidad– de lo que parece. Igual que los animales, decía, hallamos placer en actos sencillos como saciar el hambre y la sed. Por ejemplo, cuando disfrutamos de una bebida fresca tras una larga caminata, sentimos una oleada de placer al apagar la sed. Experimentamos esos placeres como un bien natural, motivo por el cual los humanos, como los demás animales, son hedonistas por naturaleza. Puesto que interpretamos instintivamente esos placeres como algo bueno y sufrimientos como el hambre y la sed como algo malo, esas sensaciones poseen un valor inherente para nosotros.
Hasta ahora, es probable que la mayoría coincidamos con Epicuro. Al fin y al cabo, pocos necesitamos que nos insistan mucho a la hora de buscar el placer. Pero ahí está el problema: para Epicuro, el placer obtenido al saciar el apetito con una comida sencilla a base de pan y agua era lo mejor del mundo. Según él, cualquier intento por intensificar el hedonómetro añadiendo un queso de cabra fuerte o un vino aromático no aumentaba el placer de comer, sino que tan solo alteraba su naturaleza. Asimismo, el dolor futuro que podían causar esas indulgencias, por ejemplo, trastornos biliares o una resaca terrible, reducía aún más sus beneficios. Aún eran más graves los peligros del sibaritismo habitual, que nos hacía buscar exquisiteces constantemente y atenuaba nuestra capacidad para disfrutar de alimentos más sencillos. Según Epicuro, era mucho mejor aprender a saborear placeres cotidianos que anhelar delicadezas que raras veces podemos obtener.
Alimento para la reflexión
[…] Pocos tenemos la fortaleza de vivir sin temor, y menos aún de subsistir con pan y agua. Pero, al identificar los placeres que podemos obtener de las cosas sencillas –encontrar felicidad en lo cotidiano–, Epicuro hizo una reflexión que entronca sorprendentemente con la psicología contemporánea. El principio del placer que identificó cada vez se considera más crucial para la motivación personal. De igual modo, la idea de que debemos anteponer la búsqueda de la felicidad al materialismo parece un manual de mindfulness. «Nada es suficiente para la persona que considera la suficiencia demasiado poco», declaró. Pero, ciertamente, nunca había visto un iPad.
¿Qué pensaría Epicuro de nuestro mundo actual si pudiera viajar en el tiempo? Sin duda, nuestro consumismo y nuestro hábito de atiborrarnos a comida rápida lo horrorizarían. Pero su máxima preocupación seguramente sería descubrir el poco tiempo que dedicamos a reflexionar. Un Epicuro moderno sin duda hallaría su lugar en la blogosfera, pero quizá le costaría gestionar las complejidades de la vida moderna. Incluso en su época, Epicuro no quería saber nada de política. A diferencia de Sócrates, al que le encantaba el ajetreo del ágora y vivió y murió por las leyes de Atenas, Epicuro se retiraba al santuario de su jardín. Algunos detractores han calificado esa retirada de ingenua o egoísta, pero el interés de Epicuro en la virtud individual podría explicar por qué hoy nos habla de manera tan directa, en una época en la que la realización personal es primordial y dominan las políticas identitarias. Sin embargo, tal como señalaba Aristóteles, la distinción entre prosperidad privada y pública en última instancia es falsa: con independencia de si uno afronta los dilemas de la vida en un nivel social o individual, las únicas respuestas verdaderas deben compaginar ambas cosas.
El pensador que recontextualizó de manera más directa el concepto griego de virtud para la era moderna probablemente fue el psicólogo estadounidense Abraham Maslow. En su libro El hombre autorrealizado. Hacia una psicología del ser, de 1962, Maslow argumentaba que todos los seres humanos tienen una jerarquía de necesidades, desde fisiológicas (comida, agua y sueño) hasta seguridad (cobijo y paz), amor (familia y pertenencia), estima (es. tatus y reconocimiento) y, por último, autorrealización (expresar la naturaleza interior). La jerarquía de necesidades de Maslow presenta un orden de prioridades claro: si uno se está muriendo de hambre, tiende a buscar comida en lugar de escribir poesía. Pero eso no significa que nuestras necesidades «más elevadas» sean menos importantes que las básicas, como deja claro Maslow: «A nadie se le ocurriría cuestionar la afirmación de que “necesitamos” yodo o vitamina C. Yo os recordaría que la prueba de que “necesitamos” amor es exactamente del mismo tipo».
Para Maslow, la autorrealización era el objetivo de una buena vida, y se hacía eco del concepto aristotélico del alma perfeccionada. Pero, antes de poder practicarlo, había que satisfacer nuestras necesidades básicas, unas necesidades que Maslow denominaba «necesidades de deficiencia», en oposición a la «necesidad de crecimiento» de la autorrealización. Inspirándose también en Aristóteles, Maslow reconocía el papel crucial de la sociedad a la hora de satisfacer tales necesidades: «Las necesidades de seguridad, pertenencia, relaciones amorosas y respeto solo pueden ser satisfechas por otras personas, es decir, solo desde fuera de la persona. Eso supone una dependencia considerable del entorno».
De niños, decía Maslow, esa dependencia es natural, ya que debemos recurrir a nuestros padres para que cubran esas necesidades. Pero si no se cumplen, corremos el riesgo de convertirnos en adultos necesitados que busquen siempre consuelo, aprobación y afecto en los demás. Pero, incluso en ese caso, no todo está perdido. Con el apoyo adecuado aún podemos autorrealizarnos, un proceso que es sanador por naturaleza. Lo único que debemos hacer es sustituir los actos motivados por deficiencias por actos motivados por el crecimiento, buscando los placeres «más elevados» de las artes, la creatividad y la reflexión. Para Maslow, esa transformación interior lo cambiaba todo, ya que introduce un compromiso autogenerador. «Con las personas motivadas por el crecimiento, la gratificación genera una mayor motivación y un entusiasmo más elevado. Los apetitos se intensifican y agudizan. Crecen en sí mismos y, en lugar de querer cada vez menos, esas personas quieren más y más, por ejemplo, educación. El hambre de crecimiento se acrecienta con la gratificación. El crecimiento es un proceso gratificante y emocionante en sí mismo».
La mayoría probablemente conocemos experiencias como las que describe Maslow: aprender a tocar un instrumento musical, cocinar platos deliciosos o tocar el balón como Messi en el campo de fútbol. Participar en actividades especializadas como esas ha sido descrito por el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi como una experiencia o «flujo» óptimo. Esa práctica concienzuda es siempre ganadora, dice, ya que cuanto más la llevamos a cabo, más placer obtenemos. A diferencia de las tareas que realizamos por dinero, aspirar a un logro se convierte en un fin en sí mismo. Lo anhelamos como una adicción, pero, a diferencia de las drogas, que merman nuestras facultades, las agudiza. Los griegos de la Antigüedad, para quienes la gimnasia era un complemento natural para el pensamiento, practicar esas aptitudes habría sido interpretado como una manera de cultivar la virtud.
Puesto que depende de nuestro desarrollo interior, la búsqueda de autorrealización y flujo contrarresta el crecimiento basado en el consumo que teóricamente aporta felicidad en el mundo moderno. Un gran violinista no tira su violín cada año para comprarse uno nuevo, sino que perfecciona sus habilidades con un instrumento en el que confía y que conservará toda su vida. De igual modo, un buen agricultor no destruye la tierra, sino que mejora su fertilidad con el paso del tiempo. Si quisiéramos distanciarnos del consumismo para acercarnos al cultivo, ir de lo que podríamos denominar crecimiento externo hacia el crecimiento interno, ello tendría consecuencias trascendentales para nuestra forma de vida y los valores que sustentan nuestra economía.
Por ese motivo, en nuestra búsqueda moderna de virtud, la comida ocupa un lugar singular. Como lo único que debemos consumir a diario, nuestra fuente de placer más fiable y la causa de nuestras mayores exigencias al mundo natural, personifica de manera más directa que cualquier otra cosa la batalla entre nuestras necesidades internas y externas. Aprender a valorarla y comprenderla es nuestra mejor opción para equilibrar ambas cosas.
Sigue leyendo en el libro Sitopía: Cómo pueden salvar el mundo los alimentos, de Carolyn Steel.