En mayo de 2016, Fort McMurray, corazón de la industria petrolera canadiense, fue testigo de un devastador incendio forestal. Este evento no fue solo una tragedia, sino un aviso del mundo que estamos construyendo: a lo largo de la historia, el fuego ha sido un gran aliado pero, en un mundo en el que el cambio climático se intensifica, su poder es cada vez más impredecible. En El tiempo del fuego (Capitán Swing), el periodista John Valliant reflexiona sobre cómo aprender, adaptarnos y prepararnos para un futuro donde la naturaleza, en su majestuosidad, nos desafía a encontrar un equilibrio.
En agosto de 2018, poco después de que el tornado de fuego de Redding destrozara el vecindario de Willie y Larry Hartman, me di cuenta de que, en el desgarro de la catástrofe, se podían pasar por alto algunas cosas. La amabilidad, el optimismo y la determinación con que los Hartman trataban de retomar su vida en ese mismo lugar resultaban sorprendentes. Pero había algo más. Pese a que la hierba y la capa superior del suelo habían desaparecido y a que la mayoría de los árboles que sobrevivieron carecían de hojas, empezaban a aparecer señales de recuperación de la vida.
Solo había pasado un mes desde uno de los incendios más violentos de la historia del continente y ya surgían nuevos brotes en el alio del suelo calcinado, gracias a las raíces aún vivas de los árboles desollados y ennegrecidos. Estos tiernos vástagos parecían tan fuera de lugar en la tierra yerma que podrían haberse confundido con plantas de plástico. Sin embargo, eran reales, estaban vivos, emergían con decisión. A cien metros de allí, cerca de los cimientos de la vivienda de los Hartman, donde toda la materia orgánica había ardido y solo quedaban piedras y trozos de metal retorcido, observé tres flores amarilis abriéndose paso entre las cenizas.
Eso es la reviviscencia. La naturaleza de la naturaleza, que aprovecha la menor oportunidad para resurgir. Sonará gracioso, o trillado, pero lo cierto es que la capacidad de la Tierra para revivir no tiene parangón en el universo conocido. Lo ha hecho una y otra vez durante los últimos 3.000 millones de años, sin excepción, por violenta o extensa que fuera la perturbación.

Sin embargo, cada vez es más difícil ignorar que nos hemos convertido en una de esas perturbaciones. Las consecuencias de la quema en unas pocas décadas de millones de años de energía fósil acumulada serán constantes y dramáticas. En el futuro que podemos prever y, probablemente, más allá, todo lo importante sufrirá unos efectos que aún nos resultan inimaginables. Es casi insoportable pensar que empezamos solo ahora a lidiar con el impacto del CO2 industrial, que las generaciones futuras soportarán una carga mucho mayor que la nuestra. La inacción voluntaria a partir de los estudios climáticos parece imperdonable (y no ha terminado); todas las recriminaciones están justificadas. Sin embargo, eso no será suficiente. La situación alcanza escala planetaria y la justicia no sirve: todos sufriremos el castigo, sobre todo los jóvenes, los inocentes y los que están por nacer.
Mientras tanto, la vida persistirá. Y nosotros con ella.
Tres años después, los árboles carbonizados y rotos que rodean la propiedad de los Hartman han recuperado su vitalidad. La reviviscencia tras una ofensiva tan brutal se asemeja a una especie de perdón, o incluso de rescate, no muy distinto de la milagrosa evacuación de Fort McMurray el 3 de mayo. Pese a la fuerza devastadora y apenas concebible de los incendios, a los árboles y a la gente se les ha concedido otra oportunidad. Los bosques que rodean Fort Mac vuelven lentamente a la vida, y los barrios arrasados se llenan de casas nuevas, de árboles, de flores. Los Hartman han reconstruido su vivienda, destrozada por el tornado, igual que sus vecinos.
Hildegarda de Bingen tuvo un gran interés por este tipo de procesos milagrosos, por la renovación y la continuidad. Hildegarda fue una monja benedictina del siglo XII, entre otras muchas cosas. Además de abadesa, fue una erudita, compositora y visionaria (aún conservamos vívidos cuadros de sus visiones) y escribió numerosos textos sobre medicina, teología y el mundo natural. Seiscientos años antes de que hubiera filósofos naturales como Joseph Priestley, Ferdinand de Saussure o Benjamin Franklin, estaba Hildegarda y su fascinación por la vida misma y por el impulso que hace que las cosas crezcan, en particular. Hildegarda no lo llamó «la fuerza de la vida». En vez de eso, utilizó un término más específico, adaptado a lo que veía en su valle del Rin natal: viriditas. En latín, el idioma en que escribía Hildegarda, viriditas significa «verdor», pero en sus textos toma un sentido más cercano al de «energía reverdecente», el impulso innato por el que todos los seres vivos tienden a la salud, la plenitud y la regeneración. Desconocía el oxígeno, el dióxido de carbono y la fotosíntesis, pero tenía una poderosa capacidad intuitiva. Hildegarda comprendía que, en lo que respecta a los seres humanos, la «energía reverdecente» es lo que hace que la vida sea posible, pero también maravillosa, sagrada y renovable.
La viriditas, tal y como la entendía Hildegarda, es el procedimiento operativo estándar de la Tierra. Es también la respuesta de nuestro planeta a la catástrofe. La viriditas es la amarilis que emerge entre las cenizas tras el fuego y la ruina; el tulipán que florece en Abasand cuando no parece haber ya esperanza alguna.
Los seres humanos plantaron esas flores sin saber cuál sería su destino. Esto –dedicar nuestra energía y creatividad a la regeneración y la renovación en vez de a la combustión y el consumo– es lo que la naturaleza nos enseña y nos invita a hacer. El Homo sapiens nos ha traído a la edad del Petroceno. Nos hemos convertido en el Homo flagrans. El Homo viriditas puede guiarnos en nuestro camino hacia delante, un camino que nos devuelva, también, a un tiempo anterior.
Este es el epílogo de El tiempo del fuego: historia de un incendio en un mundo más cálido, de John Vaillant (Capitán Swing). Puedes conseguir el libro y seguir leyendo aquí.