En el corazón del Ártico hay un lugar que no es como el resto del planeta. Allí los humanos no pueden nacer ni morir, y los osos polares, los renos y las morsas viven con la espada de Damocles climática sobre sus cabezas. Bienvenidos a Svalbard, un archipiélago inmortal e imponente en medio de la vastedad helada del océano.
Cerca del final del mundo hay un archipiélago en el que se hace realidad aquello que decía Camus de que en medio del invierno hay un verano invencible. Allí, la luz siempre acaba ganando la partida a la oscuridad, literal y –ojalá– metafóricamente: en ese recóndito reino del hielo se juega el cálido futuro de la humanidad.
Svalbard desafía las convenciones de la vida moderna. No es una exageración decir que no hay un lugar como ese en toda la Tierra, y no solo por las condiciones naturales que hacen de él un remanso de naturaleza indómita. En este rincón del Ártico, donde el sol nunca se pone en verano y la oscuridad lo cubre todo desde finales de octubre a mediados de febrero, la vida florece en formas inesperadas.
El archipiélago, descubierto a finales del siglo XVI, pertenece oficialmente a Noruega desde el año 1920, cuando tomó su nombre oficial –que en noruego significa «costa fría»–. Las siluetas de las montañas rasgan los cielos árticos en un paisaje de nieves eternas y mares helados donde la belleza y la fragilidad se encuentran en inmensos glaciares que se extienden hasta donde alcanza la vista.
Aunque está formado por decenas de islas que abarcan algo más de 60.000 kilómetros cuadrados, la mayor parte de la superficie se concentra en nueve de ellas y solo tres están habitadas: Spitsbergen, Bjørnøya y Hopen. En ellas viven, respectivamente, 2.600, nueve y cuatro personas que cuentan con el honor de ser los habitantes más septentrionales del planeta. Con unos 3.000 osos polares poblando estas tierras, oficialmente puede decirse que en Svalbard hay más de estos animales que humanos.
El archipiélago de los inmortales
Precisamente los osos polares son, además de uno de los grandes símbolos del archipiélago, su principal atractivo turístico. La forma más fácil de llegar allí es en avión desde la Noruega continental: casi todo el año hay vuelos diarios desde Oslo –unas tres horas de avión– y desde Tromsø –hora y media– hasta Longyearbyen, el mayor núcleo de población de las islas. Allí hay menos de 50 kilómetros de carreteras construidas y no se permite circular en coche fuera de los asentamientos, por lo que lo más frecuente es ir en moto de nieve. También está prohibido salir de ellos sin un arma de fuego para poder defenderse ante el ataque de los osos.
Longyearbyen es la población de mayor tamaño, y allí se encuentran los hoteles, restaurantes, colegios, guarderías y demás servicios de las islas. Casi todos sus habitantes están relacionados con la investigación, el turismo o la minería. Eugenia Fierros, que lleva más de veinte años trabajando en la comunicación y el turismo de Noruega, destaca la extrema hospitalidad de los habitantes. «Es un lugar con una gran rotación, porque la gente vive ahí solo determinados periodos de su vida y vinculados casi siempre al trabajo, con jóvenes de muchas nacionalidades diferentes conviviendo. Además, que las condiciones meteorológicas sean tan extremas hace que las redes vecinales sean muy potentes, y que todo el mundo se ayude y se acompañe», explica.
Ningún punto del planeta se calienta tan rápido: las temperaturas han subido cuatro grados desde 1970
Es un lugar de paso hasta tal punto que puede decirse que, técnicamente, no existen svalbarenses. Aunque suene un poco estrambótico, allí no se puede nacer ni morir. Lo primero es debido a que solo hay un hospital y es bastante pequeño por lo que, en el último tramo del embarazo, las mujeres y sus familias se van a Noruega continental para dar a luz y regresan con el bebé en brazos. Lo segundo ha hecho que a Svalbard se lo conozca también como el archipiélago de los inmortales y tiene que ver, más que con las infraestructuras médicas, con el clima: desde mediados del siglo pasado la ley obliga a mudarse a las personas gravemente enfermas antes de morir y prohíbe terminantemente ser enterrado, pues las bajas temperaturas hacen que los cuerpos nunca se lleguen a descomponer. Ese es, de hecho, uno de los grandes problemas del calentamiento global en la zona, ya que la desaparición del permafrost abre la posibilidad de que despierten los virus que han permanecido latentes durante siglos bajo el hielo.
Un laboratorio climático en tiempo real
El clima por allí es bastante más suave de lo que se puede esperar de un punto tan cercano al polo norte. Las corrientes atlánticas hacen que solo durante tres meses las temperaturas medias bajen de los 15 grados bajo cero y que la mayor parte de sus aguas puedan navegarse casi todo el año. Eso, como en el resto del planeta, también está cambiando. Aunque aquí mucho más deprisa.
Ningún lugar del mundo se calienta tan rápido como Svalbard. Desde 1970, la temperatura media del archipiélago ha aumentado en cuatro grados, cerca de siete si se analiza solo los meses de invierno. A finales de julio de 2020, las estaciones meteorológicas registraron el máximo histórico en la zona: 21,7 grados. Una estampa inaudita, pero cada vez más frecuente: ya no se congelan los fiordos que hace décadas sí lo hacían, las lluvias han ido sustituyendo a las nevadas, los glaciares van mermando y los osos polares se quedan a menudo aislados a la deriva. El paisaje muta y el blanco azulado del hielo deja paso al imponente negro de la tierra y del mar. El deshielo funde las grandes superficies glaciares que antes reflejaban la luz solar y pasan a convertirse en aguas abiertas cuya tonalidad negra absorbe la radiación, haciendo que el calentamiento se acelere aún más. Es lo que se conoce como amplificación ártica.
Esta peculiaridad ha hecho que científicos de todo el mundo hayan recalado en las islas para estudiar el impacto del cambio climático sobre el terreno, pues de lo que allí pase pueden extraerse lecciones de lo que podría suceder en el resto del globo. La investigación es hoy un pilar fundamental de las islas, y Noruega, incluso, da permiso a cualquier institución que quiera establecerse allí.
Alberga la Cámara Global de Semillas y la sede del Artic World Archive para preservar la biodiversidad y la cultura ante posibles catástrofes
Además de un lugar para anticiparnos a lo que puede pasar, Svalbard es también, en cierto modo, un símbolo de esperanza que muestra cómo trabajar juntos puede cambiar las cosas. En febrero de 2008 se inauguraba allí la Cámara Global de Semillas, también conocida como la Cámara del Fin del Mundo, un Arca de Noé vegetal con más de mil metros cuadrados enfocados en proteger la biodiversidad de un planeta en alerta. Un búnker a prueba de bombas y catástrofes donde se guardan las semillas de más de un millón de especies de cultivo para que, en caso de que fuera necesario, seamos capaces de regenerar la vida. Cualquier país o institución puede enviar allí sus muestras. De momento, solo se ha tenido que recurrir a él después de que los bombardeos sobre Alepo en 2015 destruyeran el centro de investigación agrícola más importante de Siria.
Ese simbolismo de resistencia ante un posible Apocalipsis se amplió en 2017 con la construcción del Artic World Archive (AWA), un lugar creado a iniciativa de una compañía tecnológica noruega para preservar «la memoria mundial». Este archivo, de carácter internacional, alberga en formato digital algunas copias de las obras más importantes del arte, la literatura o la cultura ante potenciales catástrofes naturales o guerras –al ser un territorio neutral, las islas deben quedar fuera de cualquier conflicto bélico–.
Un destino natural, sostenible… y muy curioso
Aunque el turismo es allí un fenómeno relativamente reciente, este recóndito lugar atrae cada año a miles de personas que buscan conectar con una naturaleza salvaje sin dañarla. Svalbard es un Destino Sostenible certificado, un sello que reconoce no solo el trabajo por preservar el medio natural, sino también las tradiciones y culturas locales y paliar las posibles consecuencias negativas de la actividad turística.
Más de dos tercios del territorio de Svalbard están protegidos, y en él se pueden observar cientos de especies de aves, morsas, ballenas, orcas, zorros árticos, renos y, por supuesto, osos polares. «Durante más de una semana, el fiordo ha estado lleno de hielo a la deriva y ha sido una de las vistas más hermosas que he visto en mi vida. Hemos visto focas jugar entre bloques de hielo de color azul brillante, bandadas de patos eider que usan los bloques como lugares para pasar la noche, hemos visto morsas dormir largas siestas bajo el sol que nunca se pone. Nuestro propio asiento en primera fila en el zoológico ártico de Svalbard», escribía en su Instagram Cecilia Blomdahl (@sejsejlija), influencer que vive en el archipiélago.
Sobrecogerse con las auroras boreales (dependiendo de la época del año), pasear por los glaciares, contemplar el paisaje casi desértico de la tundra o surcar las aguas polares a bordo de un barco eléctrico –silencioso, para que el ruido no perturbe a la fauna– son algunos de los checks imprescindibles para un viaje. También lo son las excursiones para avistar animales, buscar fósiles, darse un gélido baño (y una sauna) o visitar Pyramiden, que en su día fue una explotación minera soviética y hoy es un pueblo deshabitado y congelado en el tiempo.
En cada rincón, este lugar nos recuerda que el planeta, incluso allí donde las condiciones son más crudas, alberga una vida que siempre se abre camino. Una zona cero donde aprender que la naturaleza, tan bella como frágil, es un tesoro colectivo: un archivo de biodiversidad de miles de kilómetros que debemos proteger con la fuerza de la mejor de las cámaras acorazadas.
Agradecimiento especial a Innovation Norway por el material gráfico para realizar este reportaje.