Antes de empezar, la fotógrafa pregunta cuánto tiempo tenemos. «¿Cómo que tiempo?», recibe por respuesta. Le da la vuelta al móvil y no lo mira hasta que, largo rato después, termina la conversación y la quietud vuelve al invernadero del Hotel Urso, un impresionante remanso de paz en el corazón de Madrid. Jesús Terrés (Valencia, 1977) es un alma que reivindica la felicidad, la vida buena y el placer: la conquista del hedonismo propio. Miles de personas reciben sus cartas, le piden consejo y comparten su sensibilidad porque saben que de vuelta encontrarán, sobre todo, verdad. Tras años de artículos y crónicas, se estrena en la novela con Buscaba la belleza (Destino), una historia de aquello que se balancea entre el dolor y la gloria. El viaje del héroe. La vida misma.
Acostumbrado a las crónicas y textos breves, ¿cómo ha sido dar el paso al formato largo?
Más difícil de lo que pensaba. Llevo veinte años escribiendo y creía que iba a ser una aventura más… pero me ha costado mucho. Las reglas son otras y me di cuenta de que no tenía las herramientas para construir la novela que yo quería. Hubo momentos en los que no sabía avanzar: necesitaba que los personajes tuvieran una maduración emocional, que hubiese conexiones entre sus historias… Ha sido un proceso duro, pero, cuando encontré las vías, lo he disfrutado.
Sin spoilers, pero el propio tema de la novela también es complejo: la pérdida. ¿Qué hay de ti y de tus propias ideas sobre ello en el protagonista?
Una de las motivaciones que tenía cuando empecé a escribir la novela era precisamente plasmar que la belleza cobija también dolor, que es una obviedad no tan obvia. Mi autobiografía solo ha sido arcilla para construir el relato. Hay una parte de pérdida real, los sentimientos son de verdad, pero mucho de lo escrito es ficcionado, porque era necesaria cierta distancia para la historia.
Para abordar todo ello, él va a terapia, algo que tú también compartes.
Hablo como usuario convencido y reconozco que a mí me ha hecho bien: me gusta ir a terapia, igual que me gusta mucho el boxeo. Dicho esto, no me considero un abanderado ni creo en eso de que todo el mundo deba hacerla. Ir no te hace ser mejor persona, como tampoco lo hace salir a correr. Hay gente que me pregunta si la novela me ha servido de terapia… Y rotundamente no. Escribir es escribir; la terapia es la terapia. Pero ha sido muy importante en mi vida, y tengo claro que sin ella este libro no existiría.
Hablar de esos momentos de especial sensibilidad, de la muerte o la soledad, y de cómo afrontarlos es también una forma de reivindicar indirectamente el cuidado.
Es buenísimo que temas delicados como estos formen parte de la conversación de forma natural, pero esta novela no es para alguien que esté buscando soluciones, sino para quien quiera pasar un buen rato, como cuando te pones una serie. Una de las cosas que quiero transmitir con ella –y de lo que te das cuenta cuando te haces mayor– es que todo tiene su lado bueno y su lado malo. El reverso tenebroso de que todos estemos hablando ahora de salud mental es que hay gente sumándose a ello porque es lo que toca, igual que algunas marcas hacen greenwashing por querer subirse a la ola de la sostenibilidad. Hay mucho ruido en torno al crecimiento personal, al coaching, a los consejos para ser feliz… Esa visión del «si quieres, puedes» es una influencia muy yanqui, muy poco nuestra, que deja fuera las redes de cuidado. Que sueñes algo no significa que puedas hacerlo, y es muy peligroso dar ese mensaje porque la vida no funciona así. Ojo con la persona que tiene una depresión o un conflicto grave y que confía profesionalmente en personas que lanzan ese tipo de mensajes.
No es muy habitual ver a un hombre mostrándose tan abiertamente vulnerable.
El otro día una lectora me decía precisamente eso, que una de las cosas que más apreciaba era la vulnerabilidad masculina. No soy muy amigo de hablar de géneros, pero creo que a veces es necesario hacerlo. Mi camino personal con la depresión y la terapia ha sido tan jodido que la vulnerabilidad es casi lo de menos. No estaba en ello, no era mi objetivo ser vulnerable, ha sido una consecuencia de la bajada a los infiernos. Pero creo que siempre pasa: si estás dispuesto a abrir cajones, a enfrentarte a conflictos… o te muestras vulnerable o no vas a poder. Igual que no puedes hacer apnea si no estás tranquilo. Es algo físico.
Como alguien que ha estado al otro lado, ¿a qué le tienes miedo?
Antes, como se cuenta en Nada importa, le tenía mucho miedo a pasar de puntillas por la vida. A que fueran pasando las semanas, los meses… a ir haciendo check. Los miedos van cambiando y ahora mi gran miedo es la desconexión. Hay personas que tendemos a la melancolía y, cuando nos acercamos a ella, nos desconectamos. Como cuando el wifi se va: estás, pero no estás. A uno le da miedo lo que tiene dentro, y eso me aterra. Porque ya he estado ahí.
«El hedonismo es cualquier lugar en el que encuentras placer. Nada más. No es patrimonio del lujo»
En el pantano de la tristeza, como lo defines en la novela.
Me traga y me da pánico porque, como lo conozco, sé que me cuesta salir porque estoy a gusto dentro. Hay gente a la que no le pasa. Laura [su mujer], por ejemplo, no lo soporta. En seguida busca el sol, la alegría para salir de él. Yo no, yo encuentro cierta comodidad.
Otra de las frases que más se repiten en ella: «la prisa mata».
Todos tenemos peleas: unos con su madre, otros con su ambición, con su trabajo… Mi gran combate es contra la prisa. Soy consciente de que soy parte del problema y de la solución. Es un combate que libro todos los días, desde que me levanto, porque el mundo siempre me lleva a ella. O peleo, o no puedo, porque la prisa se come el mundo que estoy construyendo. Y sé que no estoy solo en esto.
¿Qué hay que hacer para unirse a ese ejército de combatientes de la prisa?
Sumar pequeñas conquistas diarias. Por ejemplo, disfrutar el desayuno: darte tiempo para tomarte un café es ya una victoria. No necesitas una semana en un retiro en Asturias, que eso ya sería tener el cinturón negro.
Algo que siempre se utiliza para definirte es que escribes sobre cosas que amas. ¿Qué es el hedonismo para su máximo abanderado?
Es cualquier lugar en el que encuentras placer. Nada más. Puede ser en un hotel fabuloso como este –es normal: son lugares que están pensados para que disfrutes–, puede ser en casa con tu mamá haciendo unas chuletas. No es patrimonio del lujo. Arriba en la habitación tengo el nuevo Zelda y estoy deseando jugar. Eso es hedonismo al mil por ciento para mí. Lo que pasa cuando hablamos de hedonismo es que se malinterpreta el término, y es muy habitual confundirlo con el esnobismo, cuando para mí no tienen nada que ver. Laura tiene una definición que me encanta: hedonismo es lo que haces para ti y esnobismo es lo que haces por los demás. Por eso me gusta que me hagáis esta pregunta vosotros, que tenéis una visión del hedonismo que va más allá de la cultura o del estilo de vida como tal.
Sí, para nosotros el disfrute y el placer también va ligado a cuidar lo que tenemos para que quienes nos sucedan también puedan amar las cosas que nosotros hoy amamos.
Con eso me toca ser un poco pesimista. Ese es un viaje tremendamente personal que tiene que ver cómo te relacionas tú con el mundo, cómo decides cuidarlo. Yo quiero una Menorca llena de Posidonia porque me da placer y me encanta verla así, por eso me sumo a campañas para protegerla… pero hay gente a la que le da igual. Y no van a cambiar por mucho que yo se lo diga. Tampoco soy su padre. Viendo cómo está el mundo, es difícil no ser pesimista.
«La palabra amistad en mi género tiene unas cadenas y unos códigos que huelen a pachuli»
Sin ser naíf, hay que asumir que hay dinámicas que tardan en cambiarse, pero como decía Leonard Cohen, siempre hay una grieta por la que se cuela la luz.
Claro, y vamos convencidos a buscar la grieta. Pero hay que asumir que hay personas que directamente no quieren cambiarlas o que no quieren escucharte. Y no pasa nada: no tienen por qué hacerlo. Es genial conectar con personas que piensan como tú, pero sabiendo que habrá muchas otras que no. Todos estamos intentando sobrevivir y lo hacemos lo mejor que podemos con las herramientas que tenemos. Es un tema muy complejo, pero si hay una oportunidad está aquí [se señala el pecho]. Una persona se hace responsable de su lugar en el mundo cuando mira hacia dentro. Y creo que cada vez somos más.
Otros que también son cada día más: la comunidad que has formado alrededor de tus newsletters en Nada importa.
Ha sido algo muy natural, pero fruto de una búsqueda. Me aporta muchísimo la sensibilidad ajena y tengo la suerte de que se ha ido generando un grupo de personas con gustos e ideas muy diferentes, pero con sensibilidades afines. Egoístamente, me gusta mucho. Ver que personas que están en Galicia o en México se emocionan, te cuentan sus cosas, te ayudan… Ahí veo esa grieta, por volver a Cohen. He intentado crear un lugar donde las personas con sensibilidad –y me incluyo– podamos estar cómodos. Me da igual que no votemos lo mismo, pero necesito que sea un espacio seguro. Por ejemplo, si alguien dice algo en contra de los animales, me lo cargo. Mi comunidad no es una democracia: es algo cerrado y, si te atreves a hacer eso, ocho mil ejércitos irán contra ti. Es precisamente esa sensación de seguridad lo que nos hace estar a gusto. Parte de mi comunidad es de pago y mi trabajo es ser un podador que vela para que todo el mundo pueda comentar con tranquilidad y sabiendo que no será juzgado. Eso para mí es cuidar, al igual que a mí me cuidan en otros espacios.
También con la propia interacción entre miembros al final se generan relaciones, no sé si personales, porque evidentemente no se conoce a todo el mundo, pero relaciones, al fin y al cabo.
Tengo 46 años y en mi generación somos mucho de pensar que las relaciones de verdad son cara a cara, en el bar… Y yo no lo tengo tan claro. La palabra amistad en mi género tiene unas cadenas y unos códigos que huelen a pachuli. Estoy aprendiendo mucho de Laura en este sentido. Ella tiene amigas a las que físicamente no conoce… ¿Y por qué no puede ser así? El otro día di una charla en la feria del libro de Alicante y vino Ralph del Valle, alguien con quien llevaba veinte años en contacto habitualmente, pero nunca nos habíamos visto, porque vivía fuera. Llegó y nos pusimos los dos a llorar. Ponle la etiqueta que quieras, pero hay una relación y unos sentimientos entre nosotros. Al final, estas comunidades de personas afines abren la puerta de tu mundo para que tus vida no sea solo quedar con amigos de toda la vida. Y yo disfruto mucho de ello.
Como capitán del barco, también contestas preguntas comprometidas en Instagram los últimos domingos del mes. Asumiendo que muchos de esos seguidores son también quienes reciben tus cartas, ¿notas más sinceridad cuando la gente sabe que sus dudas se compartirán sin nombre?
Las preguntas son flipantes [ríe]. Son muy emocionales y tienen verdaderas historias detrás. Hay un montón del tipo «llevo dos meses poniéndole los cuernos a mi marido y no sé qué hacer», y a menudo ves que te lo dice gente a la que conozco, que sé quién es, que pertenece a mi mundo. Eso da mucho vértigo.
«Los pequeños gestos que son el verdadero cambio. No quiero ser Gandhi, solo quiero ser una versión de mí un poquito mejor»
Al final es una cuestión de confianza.
Mi vínculo con las lectoras –que son mayoría– es tan fuerte que tienen la tranquilidad de que no las voy a traicionar. No tienen que pedirme anonimato, porque se da por hecho. Soy tremendamente radical con mi credibilidad. Lo digo con cariño porque Laura viene de ese mundo, porque las adoro y porque entiendo su trabajo, pero asumo que en las agencias de PR tienen una foto de mi cara en una diana: mi vínculo con la verdad es sagrado y jamás voy a comprometer una pieza, me lleves a donde me lleves. Mi jefe es mi lector, no una agencia ni un hotel. Eso lleva tiempo ganárselo, pero es muy guay haber construido un lugar donde alguien puede decir que lleva dos meses enamorada de su compañero de trabajo. Esas cosas que te callas y que cuando las cuentas inmediatamente te sientes mejor.
Ese es un poco el espíritu de Decir las cosas, esas charlas entre Alberto Moreno y tú en la que habláis del desamor, la soledad, el peso de las expectativas… Dos hombres adultos hablando a pecho descubierto de esas cosas tan íntimas. ¿Habéis sentido presión por saber que en ese bar hay mucha gente escuchando?
Hay un trabajo de guion, de temas y de estructura, pero es algo muy espontáneo. Por nuestro trabajo teníamos muy poco tiempo para quedar y decidimos montar algo que nos obligara a vernos. Hay anunciantes y hay temas que no vamos a tratar, pero es tan libre como parece: si no hablamos de algo es porque probablemente pensemos que es un rollo. Somos personas diferentes y nos gusta tener conversaciones relajadas y sinceras, cada uno en nuestro papel, porque nos prima más pasar un buen rato juntos que todo lo demás. Por ejemplo, mañana vamos a grabar un episodio sobre pedir perdón.
Casi nada. Un tema poco profundo.
Queremos hacer honor al nombre del podcast y hablar de las cosas que no se suelen comentar, que nos permiten rascar algo. Vamos a por los tabúes. El que sea un formato conversacional no es lo importante: no son dos amigos charlando, sino una conversación que orbita sobre un tema.
En Igluu nos gusta decir que somos –o queremos ser– un refugio para esa gente que sabe que no puede hacerlo perfecto, pero quiere hacerlo mejor. ¿Qué significa eso para ti?
Llevo cuatro años trabajando con Cruz Roja, y una de las primeras cosas que hicimos juntos fue cambiar el propósito. El antiguo era «cada vez más cerca de las personas» que, inevitablemente, te llevaba a un territorio en el que tú –el bien– ayudabas a otras pobres personas que lo necesitaban. Tras mucho trabajo, el nuevo propósito que definimos fue precisamente ese, «ser mejores». Es algo que busca el compromiso emocional contigo mismo. Se trata de ser tu mejor versión como individuo, como padre, como vecino de un barrio, como ciudadano, como habitante del mundo, como empresa. Conecto mucho con esa idea y creo que verdaderamente está funcionando. Es un cambio de chip radical: no va de salvarlos a ellos, va de ti. No va de dar dinero a los pobres, sino de que seas mejor porque puedes serlo. La pregunta es si verdaderamente quieres. Y creo que el despertar pasa por trasladar la conversación a ti como persona.
Siempre se puede ir un poquito más allá.
A veces, cuando nadie mira, después de una semana separando la basura en cubos en casa, lo meto todo en la misma bolsa simplemente porque no me apetece andar cincuenta metros. Claro, Laura me echa la bronca. Sé que está mal, soy consciente de ello y de que soy muy egoísta, y creo que todos lo somos, pero hay pequeños gestos que son el cambio verdadero. Aunque me perdone hacerlo mal… qué bien me siento cuando lo hago bien. No quiero ser Gandhi, no me interesa, solo quiero ser una versión de mí un poquito mejor. Hace unos años adoptamos una segunda gatita, que venía de un refugio de Sevilla que se llama Salvemos Abandonados y que tenía siete años ya. Nadie quiere adoptar a gatos adultos, y yo tampoco quería. Le decía a Laura que era muy mayor, que prefería uno más pequeño, y ella me preguntaba que qué iba a pasar con ella si todo el mundo decidía así. Ahora la miro y si lo pienso me dan ganas de llorar, me muero sin ella… El otro día decidí dar un 10% del dinero de Claves para el refugio. Es puro egoísmo: es algo que me hace muy feliz y que me acerca a un Jesús 2.1. Aceptando siempre que mañana a lo mejor tiro todo en la misma bolsa. No pasa nada. Cada día haré cinco cosas mal, tres bien y cuatro regular. Nunca será un diez a cero, porque eso no existe en mi vida. Solo puedo agarrarme a esos pequeños gestos.