La obra del pensador Jorge Carrión destaca por abordar la realidad desde cualquier ámbito, prestando especial atención a la relación que nuestro presente está estableciendo con la vanguardia tecnológica y sus efectos en el ahora colectivo. Cultiva todo tipo de soporte que esté a su alcance –libros, podcast, redes sociales, programaciones– para invitarnos al pensar sosegado, ambicioso. Analizamos con él la situación del debate público en torno a lo social, cultural y político: debemos incorporarnos a él si queremos modificar el rumbo de este siglo.
Hemos asumido como natural pasar más tiempo con las pantallas que con otras personas. ¿Qué consecuencias puede tener para nosotros esa desafección?
Pienso el concepto de segunda pantalla. En los últimos años la pantalla del móvil se ha convertido en nuestra lupa, telescopio y retrovisor. Nos hemos acostumbrado a mirar el móvil al mismo tiempo que miramos una peli o una serie en la tele, pero el vaivén entre el móvil como primera y como segunda pantalla va más allá. A veces el móvil es nuestra primera realidad, y lo analógico y físico que nos rodea se convierte en nuestra segunda realidad, una especie de espacio borroso, de pantalla mal sintonizada. Eso tiene consecuencias, sin duda, en clave de empatía y de atención. Yo paso mucho tiempo con mi mujer y con mis hijos, nos gusta conversar y compartir lecturas, pero ahora solo hay dos móviles en una familia de cuatro miembros y me da pavor pensar en el momento en que haya cuatro. Espero que la educación nos ayude a enfrentarnos a los desafíos que todo ello conlleva. Ya no se pueden aplicar automáticamente ciertos valores que creíamos indiscutibles, como por ejemplo la música en el espacio público: cada vez hay más gente que está convencida de que ver vídeos o reels con volumen en el autobús o el metro no es de mala educación.
Lo precario se ha instalado en la identidad contemporánea. Nos hemos vuelto precarios en el amar, el pensar y el cuidar, en las dinámicas laborales. Incluso a la hora de ser humanos.
Vengo de la precariedad absoluta. Mi abuela paterna era analfabeta. En la memoria familiar todos los antepasados son campesinos andaluces y vivieron mucha pobreza que no puedo documentar, porque no hay fotos ni cartas ni nada a lo que recurrir para estudiarla. La historia de mi vida tal vez sea la de construir una biblioteca: durante años lo hice compulsivamente, privilegiando a menudo la cantidad sobre la calidad, para poder decirme a mí mismo que tenía los libros que necesitaba para ser escritor, porque en mi casa no había. Supongo que todo eso tiene que ver con que empezara escribiendo sobre mis parientes migrantes– en Australia, un viaje y Crónica de viaje– y haya seguido interesándome por las biografías de la precariedad. Aunque cuando escribí el manifiesto Contra Amazon no hice énfasis en los abusos que sufren sus trabajadores, pero después me encantó ver esa denuncia en Sorry, we missed you, la película de Ken Loach, y me horrorizó cómo Nomadland romantiza la economía que han creado Amazon y otros gigantes del comercio electrónico. Mis hermanos, mis primos hemos conseguido tener un buen nivel de vida, pero todavía nos acordamos de que venimos de un sistema de explotación que esas corporaciones han reiniciado.
«Los espacios culturales no pueden desaparecer: son lugares donde los cuerpos se encuentran»
Si levantamos la mirada de la pantalla, encontramos personas que ya no se implican con los demás, un modelo muy influido por la cultura del algoritmo que determina la lógica relacional y hasta las prácticas sexuales. Y como mar de fondo: el siglo de la soledad.
Las relaciones atravesadas por las nuevas tecnologías pueden ser maravillosas. Yo seguramente no sabría de la vida de algunas de mis mejores amigas, que viven en Buenos Aires, Caracas o Nueva York, si no fuera por WhatsApp. Pero muy pronto ese canal también ha sido vampirizado por el trabajo. De la carta personal pasamos al email y, cuando éste se volvió laboral, huimos a los chats, pero también ellos fueron conquistados por la productividad. Pareciera que vivimos en una huida constante, y lo mismo ocurre con los fines de semana y las vacaciones. Todas las fronteras se vuelven porosas en términos laborales. En cualquier caso, se trata de encontrar un equilibrio entre lo digital y lo analógico, ser razonable con tus tiempos y con los de los demás, y no olvidar que la soledad es una pandemia de la que nadie está a salvo, ni siquiera tú. Por eso las librerías o los clubes de lectura o los museos no pueden desaparecer, porque son espacios donde los cuerpos se encuentran. Por eso, la danza, la música en directo, el teatro, son tan importantes: promueven la comunión y la catarsis. Y el sentido común global está de acuerdo en su importancia: Spotify convive con los festivales y Amazon no ha destruido a las librerías, y Tinder ha cambiado las relaciones personales, pero mucha gente se sigue conociendo en la universidad, el trabajo o el transporte público. Ojalá encontremos siempre formas de balancearnos.
La cultura democrática está especialmente dañada y maltratada en el presente. La responsabilidad de las corporaciones tecnológicas en esta deformación de los valores democráticos es indiscutible.
La avaricia de Facebook o YouTube ha sido nefasta para la democracia. Los documentos internos demuestran que privilegiaron siempre la viralidad y el dinero sobre cualquier otro criterio, de modo que los algoritmos siempre fueron dirigidos hacia los contenidos más polémicos, más polarizadores, más violentos. Además, Cambridge Analytica, las granjas de trolls, el estudio de los sistemas para pervertirlos… Un auténtico desastre que explica el ascenso de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Rodrigo Duterte, Vania Meloni o VOX. Ni los Estados Unidos ni la Unión Europea ni la ONU ni la UNESCO ni la izquierda global estuvieron a la altura del desafío. Por suerte las cosas están cambiando, como hemos visto en las últimas elecciones en España. O como se observa en la supuesta voluntad de los líderes de la IA de ser regulados. Ya se verá qué pasa.
Una de tus principales obsesiones está vinculada a intentar explicar lo que nos está sucediendo. Esa obsesión hace que pongas en valor la ya denostada sociedad del conocimiento, fuertemente ligada al periodismo contemporáneo.
Tengo que entregar un nuevo artículo cada semana o cada quince días y siento una responsabilidad fuerte con mis lectores y conmigo mismo, pero no me he identificado nunca con ninguna línea editorial. Tuve la suerte de estudiar humanidades, de viajar por todo el mundo, de doctorarme, de poder dedicarme al periodismo desde muy joven. He publicado en El País, La Vanguardia, El Mundo, ABC, Clarín, Letras Libres, el New York Times, el Washington Post… Y, como dicen en Spiderman, todo gran poder conlleva una gran responsabilidad. En mi ámbito, el de la crítica cultural, siempre he intentado defender una mirada transversal, que en los últimos años he ampliado a la ciencia y la tecnología. Es mi trabajo. Estoy comprometido con él. Y lo más interesante es que es también el semillero de muchos de mis proyectos creativos. Escribí Lo viral, de hecho, en el mismo archivo de Word en el que escribí todos los artículos que publiqué durante los peores meses de la pandemia. Es una buena metáfora: son en el fondo un mismo laboratorio.
«Se trata de ser razonable con tus tiempos y con los de los demás, y no olvidar que la soledad es una pandemia, y que nadie está a salvo, ni siquiera tú»
Estamos hablando sobre conocimiento y es inevitable no conversar sobre el sentido real de la IA cuando la comparamos con la humana, la nuestra, muy relacionada con el cuerpo. ¿Es algo más que materia replicante?
Yo creo que la inteligencia artificial es creativa: no solo copia, también propone a través de la combinatoria, de la generación en clave estadística, de palabras, imágenes, músicas o código. Lo que ocurre es que no es sintiente ni consciente, no tiene conciencia ni cuerpo. Es pura matemática. Pero la matemática es profundamente humana. Las tecnoutopías apuntan ahora hacia el Internet de las Cosas, hacia un mundo saturado de sensores, para que las máquinas accedan a datos que tienen que ver con los sentidos, con la percepción, para que puedan conocer contextos y tomar decisiones. El gran problema es que toda esa macrooperación es insostenible ecológicamente. Tiene mucho más sentido apostar por los seres humanos o por los árboles, por las redes que ya existen. Al menos desde Frankenstein la humanidad se ha propuesto llegar a la singularidad de la IA. Y lo va a conseguir. Vaya que si lo va a conseguir. ¿Pero a qué precio?
«Al principio es la idea y la idea nunca es idea, son ideas siempre». Arrancas Membrana (Galaxia, 2021) hablando sobre lo que nos ha traído hasta aquí, sobre la necesidad de lo común. Ante la presencia disruptiva del algoritmo, ¿la idea seguirá necesitando a la persona para ser idea?
Es una novela narrada por una voz plural, múltiple, la de un enjambre o familia de algoritmos del futuro que tiene muy claro que no hay genio individual. Las ideas son siempre colectivas, están en el ambiente de la época. Pero en la novela hay dos protagonistas humanos, o dos antagonistas de las máquinas, que son Karla Spinoza y Ben Grossman. Quizá porque necesitamos la ilusión de que existen seres individuales que nos impulsan con sus ideas. Pero en realidad los grandes agentes de cambio y transformación intelectual de estos momentos son laboratorios, grupos de investigación, colectivos artísticos, redes humanas, inteligencias colectivas. Pienso por ejemplo en Forensic Architecture, esa agencia en la que dialogan periodistas, ingenieros, antropólogos, forenses, expertos en IA, artistas…
Por otro lado, en Todos los museos son novelas de ciencia ficción reflexionas sobre cómo miramos a la máquina sin perder de vista el lema «lo personal es político».
Llevamos ya unos 5000 años de aceleración tecnológica, si tenemos en cuenta que el control del fuego o la pintura rupestre no fueron revolucionarios en ese sentido, pero sí lo fue el uso del lenguaje escrito, que impulsó la creación de estructuras políticas y económicas, al tiempo que hacía lo mismo con la literatura. Lo que ha ocurrido en los últimos treinta años es que la velocidad se incrementa a un ritmo muy loco, y todos los procesos se han vuelto abstractos, irreales, de ciencia ficción. Cuando yo tenía 20 años publicaba artículos sobre juegos de rol y fantasía en la revista Líder. Buscaba la información en ciertos libros, escribía mi artículo en mi PC, lo enviaba impreso y con un disquete. Al cabo de un tiempo me llegaba la revista en papel a casa. Ahora no sé cómo encuentra la información Google, ni dónde están mis fotos personales, la nube es una estructura deslocalizada, puedo chatear con amigos de todo el mundo, y cada año hay un nuevo dispositivo, una nueva app, una nueva red social, un nuevo imperativo que antes no estaba. Ante esa locura –o esa magia–, supongo que hay que actuar con sentido común. Cultivando tu biblioteca, ordenando y mimando tu ordenador portátil, informándote en la medida de lo posible, encontrando un equilibrio entre las tecnologías clásicas y las de última generación. Entre el bolígrafo y el móvil.
«Desde Frankenstein, la humanidad se ha propuesto llegar a la singularidad de la IA. Y lo va a conseguir»
Parte de tu trabajo se ha deslizado a las series de televisión.
Mi relación con la TV ha pasado por dos grandes etapas. Entre 1980 y 2004, digamos, la televisión no era para mí tanto un lenguaje como un horizonte emocional. Los viernes por la noche en familia viendo el Un, dos, tres. Las tardes después del colegio, Bola de Drac (Dragon Ball) en TV3, y los fines de semana series como Profesor Poopsnagle, que me permitían imaginar grandes viajes motivados por el conocimiento. Etcétera. Pero en Chicago, en 2005, vi algunos capítulos de 24 y aluciné. Ahí empezó una segunda fase, de deslumbramiento de la nueva ficción norteamericana, que después se convirtió en un hábito de lectura. Vi todas las grandes series de HBO y otras productoras, en DVD o en Seriesyonkis.com o en canales españoles. En 2008 empecé a escribir sobre ellas en prensa. Todo ese material me llevó a Teleshakespeare, que publiqué a principios de la década pasada. Ese libro me abrió las puertas de la edición en español del New York Times, en la que cubrí durante años los premios Emmy y escribí muchísimo sobre Juego de Tronos. En los últimos años el fenómeno se ha vuelto global y he disfrutado viendo también series españolas, israelíes, italianas o coreanas y escribiendo sobre ellas. No puedo desvincular el placer del trabajo. Soy muy afortunado por poder cobrar por escribir sobre mis pasiones. ¿O en verdad es una forma de hiperproducción y autoexplotación?
Has sido pionero en muchas categorías de la cultura contemporánea, en tu pensamiento. Ante tanto territorio intelectual, ¿dónde queda el instinto, la paternidad?
No sé hasta qué punto he sido pionero. Tal vez en el contexto español e hispanoamericano sí que he aportado temas o miradas que no existían sobre las series de televisión hace quince años, o en clave de ensayo sonoro y de coescritura con algoritmos hace cuatro o cinco, pero eso ya se estaba haciendo en el mundo anglosajón. Y, sobre todo, no se trata de ser el primero, sino de hacerlo bien. La paternidad, en ese sentido, es una bendición.
¿Qué te han concedido tus dos hijos?
Me ayudaron muchísimo a calmar mi ego y a darme cuenta de que la literatura no es lo más importante, a inventarme una nueva forma de trabajar, con horarios compatibles con los de mis hijos. Escribí Membrana de nueve de la mañana a cuatro de la tarde, durante meses, entre que dejaba a mi hijo menor en la guardería y lo iba a recoger. Tenemos la suerte de vivir en un barrio de Barcelona, el Poblenou, donde hay muchos parques, playa, dos bibliotecas públicas, una librería infantil maravillosa, La Petita… Todo aquello que necesitas para educar a tus hijos en el juego, la lectura, la ciudadanía. Este verano hemos ido a dos nuevos parques, el de la Ballena y el del Pulpo, en otros barrios, y cada vez me interesa más el diseño urbano orientado hacia la infancia y la pedagogía. Es clave. Los niños y niñas no solo se educan en los colegios y en casa, también lo hacen en las plazas y las calles, donde deben entender desde muy pronto que ellos son los protagonistas, no los coches o las terrazas de los bares o los turistas.