Remedios Zafra (Córdoba, 1973) se ha convertido, ensayo tras ensayo, en una pensadora referencial de nuestro tiempo. Nunca ha sido obediente ante sus imperativos, haciendo de la creación filosófica un lugar de resistencia desde el que reflexionar sobre los diversos malestares que padecen la humanidad del ahora para plantear desobediencias amables como las que describe en su última obra, El informe (Anagrama, 2024).
Empecemos hablando de la gratitud. Desde hace unas semanas, en tu Zuheros natal, y gracias a la iniciativa ciudadana, la Casa de la Cultura ha pasado a llamarse Casa de la Cultura Remedios Zafra. Un espacio público que da vida y calor a la práctica artística y al pensamiento. La dimensión de este hecho cobra un especial sentido en un tiempo como el nuestro tan atravesado por el desafecto, la falta de perdurabilidad y la inmediatez que busca convertir todo en acontecimiento.
Es interesante esta relación entre la gratitud y lo que perdura. Y creo que ambas pueden aplicarse a este hecho. Tanto por parte de mi pueblo como por la mía hay un valor que ha requerido tiempo. Mi gratitud va más allá del reconocimiento, es una gratitud cocida con la lentitud de mis 50 años en la que puedo reconocer y valorar todo lo que un pueblo me ha dado a través de su escuela, su biblioteca, su sanidad pública, y a través de los vínculos comunitarios que me han permitido jugar y crecer también en la calle porque esa comunidad nos cuidaba. Pero, además, un nombramiento puede venir de quien teniendo poder y unipersonalmente te señala o del grupo que democráticamente te propone. En este último caso es algo también lento, porque todo lo comunitario suele requerir un tempo diferente. En ambos sentidos sí que percibo un contraste con esta época de inmediatez y pantalla, una suerte de alteridad que pone el foco no solo en el valor del trabajo lento sino la celebración del logro colectivo.
En cierta forma, más allá del simbolismo y del valor afectivo y personal, que para mí es mucho, creo que hay aquí una oportunidad para agradecer, compartir cariño y recordar a una comunidad y a sus pilares públicos que es importante cumplir su propósito de cuidarnos y dar oportunidades a todas las personas con independencia de en qué familia, pueblo o barrio crecen.
En tus agradecimientos, mencionaste el horizonte. Ese horizonte que observaba la niña que fuiste, que conquistó la adulta, pero, lo que es todavía más importante, el horizonte del que se ocupa la pensadora ampliándolo y cuidando de lo común. ¿Debe ser este el principal valor de un pensador en el ahora, ampliar los márgenes de la realidad, o la cosa debe ir más de profundizar en la idea sembrada?
Creo que de los pensadores se espera que hagamos el mundo pensativo, que ayudemos a ejercer ese pensamiento allí donde el contexto no anima ni lo pone fácil. Atreverse a pensar implica identificar horizontes y hacerse preguntas sobre ellos, ampliarlos, profundizar. Pienso que deben ir juntos y que en el pensar no podemos ser restrictivos.
En otros tiempos, los horizontes marcaban los tipos de preguntas que nos hacíamos. Todavía cuando somos pequeños solemos acudir a ese horizonte que es un marco de significado o un contexto para responder a una pregunta que no sabemos. Recuerdo preguntar a mi sobrino cuando era pequeño qué opinaba sobre asuntos en los que él no tenía referentes y cómo habitualmente me contestaba con un «no sé, aquí no». Es decir, en este lugar eso no pasa o eso no se hace, pero quizá en otros sí. Aprender que un marco delimita un «más allá» con otros mundos, culturas, opiniones y formas de vida es una forma de dar cabida a la duda, de cambiar el «sí» por el «yo creo» o por el «aquí no». La conciencia de que nuestros mundos vienen dados por marcos de significado es importante para evitar las simplificaciones que hoy se prodigan en las redes.
«Atreverse a pensar implica identificar horizontes y hacerse preguntas sobre ellos. En eso no podemos ser restrictivos»
El tecnocapitalismo marca el pulso de lo contemporáneo y genera individuos flotantes y sujetos productivos marcados por la exhibición de lo íntimo, tendentes a habitar lugares comunes, nada proclives a la reflexión. Ante esta situación en la que se encuentra el ser humano, a menudo parece que nos encaminamos a seres en los que la verdad y la bondad no tienen cabida. ¿Qué hacer entonces con aquello en lo que nos reconocemos?
Me parece estimulante que unas verdad y bondad, especialmente, porque siendo importantes, ambas parecen estar en crisis en este tiempo. La verdad porque suele requerir tiempos y conocimientos que hoy se pisotean bajo el poder de las voces altas y la «apariencia de verdad», retroalimentando desinformación en las redes normalizadas como espacios de socialidad.
La bondad porque tiende a infantilizarse allí donde se rinde culto al «uno mismo». La bondad está vinculada a lo moral, pero también a un sentir que el otro «me importa», que alguien «me importa» más allá de mí mismo. Ser buenos con otros implica compartir o dar algo que valoramos a otros. Este es un hilo de la socialidad esencial en la historia del ser humano para crear alianzas y tejido social.
Desde que la pantalla se convirtió en espejo vanidoso del uno mismo y las redes naturalizaron la mercantilización de todo, la bondad también suele instrumentalizarse como lema, bajo esas dinámicas que agotan rápido y animan a buscar nuevos juguetes, nuevos temas, como si solo se tratara de proponer novedades y aumentar audiencias, no de conocer lo que tenemos, no de crear lazo para cambiar lo que tenemos. Ese predominio del parecer que tanto maltrata el ser.
En el arranque de El informe, hablas de vigilancia administrativa y su traducción en una culpa creciente y en un desafecto sobre el objeto de nuestros trabajos intelectuales y artísticos. Esos mecanismos de la perversión burocrática no sólo se ocupan de lo físico –cansancio, agotamiento, ansiedad–, sino que actúan, y de manera eficaz, sobre nuestras emociones.
El contexto laboral intelectual se ha hecho más dependiente del requerimiento y del trámite, de la evaluación de otros y del ser evaluados por otros. Esto ocurre de manera especial en el mundo académico y de investigación y en el cultural, ámbitos muy sostenidos en el sistema público. Radica aquí otro nodo más de un mundo donde el capital busca sobreponerse al poder democrático. Se materializa en la devaluación de lo público desde la desconfianza en sus trabajadores y en el aumento burocrático. Pero también desde la mercantilización de estos ámbitos insertándolos en lógicas de control basadas en: operacionalización, cuantificación y homogeneización, contrarias a la complejidad y diversidad que estos trabajos intelectuales y creativos representan y suponen. Lógicas mediadas por tecnología que no está siendo usada para ayudarnos, sino que está aumentando dolorosamente la autogestión orientando los tiempos a gestionar, evaluar, ser evaluados, competir, cumplimentar, generar impresos, informes y datos, justificar lo que se va a hacer o lo que se debiera estar haciendo en lugar de poder hacerlo.
Que los contextos académicos y culturales se vean atrapados por el infierno burocrático es pésima noticia para esos trabajadores que se desvinculan afectivamente de lo que hacen, pero es también terrible noticia para la sociedad, pues se neutraliza a aquellos de los que se espera que investiguen «de verdad», que movilicen conciencias, que ayuden a las personas a hacerse preguntas, que eduquen con pasión y sentido, que hagan de resorte crítico a la hegemonía de los números y el capital.
Hace unas semanas, reflexionabas: «Qué es vivir si la prisa y el ruido lo invaden todo. Si la vida es lo que nos resta y lo que aplazamos. Aquello que haré cuando tenga tiempo». ¿Qué somos si aplazamos la vida?
La vida es el tiempo en que vivimos. Si en ese tiempo solo trabajamos o descansamos para «cargar pilas» porque el centro y sentido se pone solo en trabajar, terminamos posponiendo lo que íntimamente llamamos vida a cuando nos jubilemos o tengamos más tiempo. Es confuso «lo que somos», pero está más claro «lo que no somos» y no estamos siendo libres ni estamos conformes, si nos sentimos obligados a «hacer» y con la cabeza siempre en el trabajo. Es una forma de esclavitud donde el dilema trabajo y vida solo puede romperse si lo que hacemos nos motiva, si sentimos que al menos ese tiempo es un tiempo bueno para nosotros, para lo que hacemos, para la sociedad.
«La conciencia de que nuestros mundos vienen dados por marcos de significado es importante para evitar las simplificaciones que hoy se prodigan en las redes»
Este ensayo está altamente vinculado, casi abraza, a trabajos anteriores, ‘El entusiasmo’, ‘Frágiles’ y ‘El bucle invisible’. En él nos coges de la mano para hacernos pensar sobre cómo trabajamos cuando trabajamos, lo que está en juego cuando el trabajo intelectual no se rebela y se vuelve obediente y mediocre. «El escritor debe perturbar a la sociedad. Desafiarla». Qué hacer entonces cuando buena parte de la mesa de novedades de una librería está relacionada con el número de seguidores en Instagram y con escritores y escritoras que, antes, debían ocuparse de pensar su presente y, ahora, hacen reels.
Creo que no sucumbir a esa presión es un primer paso. Reivindicar y practicar la libertad y el disentimiento sin la expectativa de los grandes números. Estos suelen ser complacientes y casan bien con lo que ya gusta, con lo que reconforta. Pero tiene que haber lugar para la diversidad, especialmente tiene que haber lugar para que las personas puedan cuestionar y hacer reflexivo su mundo. Y si los educadores están entretenidos en sus fichas y autoevaluaciones, los investigadores publicando indexados despojados de espíritu, los creadores concursando por defecto o haciendo reels en Instagram, ¿quién se ocupa de lo que importa?
El problema, o uno de ellos, es que no vemos cómo se vincula nuestra vida y lo que hacemos porque todos lo hacen con lo que está pasando en el mundo, no pensamos de qué manera nuestro engranaje con lo que vemos y leemos, hace rodar a una máquina de socialidad mediada por pantallas, retroalimentación, complacencia y superficialidad que también contribuye a alentar partidismo y guerras.
«Es en la cultura donde habita el extrañamiento. Es el lugar de las no guerras. Es ese espacio que debe crear las condiciones para que cada uno piense de manera libre. La cultura es integradora. Toda cultura que no defienda o promueva esto es homogeneizadora.» Ante la amenaza de los franquiciados culturales que, lejos de vincular programaciones a lo plural de cada territorio, imponen discursos simplistas para hacer que todo sea homogéneo y predecible, ¿qué labor ha de asumir la cultura pública?
La cultura no es pasiva ni estática. No puede entenderse desde arriba hacia abajo, ni venir en un único sentido, desde quien tiene el poder o el dinero para programar. Es uno de los riesgos que siempre se ha advertido de la globalización cultural que borra la diversidad y propone un modelo homogéneo para todos bajo el discurso de una falsa igualdad. Tener oportunidades no significa acceder a un mundo unificado culturalmente. En la complejidad de este asunto está el valor de la diversidad de lo local, de lo humano, de lo planetario, como riquísima y necesaria fuente de cultura. Hay quien malintencionadamente confunde igualdad de oportunidades con homogeneización, pero son cosas muy diferentes. La diversidad cultural es riqueza y hoy también resistencia necesaria.
De la cultura pública esperamos sensibilidad y responsabilidad para evitar la tentación de llevar a su práctica el modelo productivo que concentra riqueza en unos pocos que «producen» y comercializan un tipo de cultura que llegará «a todos», olvidando que la cultura también se genera, no es solo algo que recibimos de otros.
«Que los contextos académicos y culturales se vean atrapados por el infierno burocrático es pésima noticia para los trabajadores y para la sociedad»
En la segunda parte de El informe hablas sobre los cuerpos y los trabajos intelectuales. ¿Qué olvidamos con mayor arraigo, que somos personas con cuerpo o la fragilidad de estos?
Va unido, pues la conciencia del cuerpo es la conciencia de la contingencia y la fragilidad. Normalmente cuando el cuerpo se hace más presente es cuando duele o enferma. Es una forma de hablar, la del cuerpo, en la que hay un código de fragilidades. Si está conforme porque está bien el cuerpo suele callar. Ese estar bien implica moverse, tener actividad, buena alimentación, tiempos de sosiego… Sin embargo, en los extremos del no parar o en los que paralizamos el cuerpo frente a la máquina durante horas o días, más inconforme se muestra, más antinatural. Y nos habla, ese hombro, esa espalda, esos ojos, ese estómago…
En esta misma parte, nos hablas sobre la infravaloración de los trabajos intelectuales y del ámbito humanístico, por cierto, altamente feminizados. ¿La cultura del mercado y el patriarcado se piensan y se arman con una velocidad (in)esperada?
La sintonía no es casual. Capitalismo y patriarcado son hijos de la misma fuerza, de un poder que subordina a una parte de la sociedad haciéndola cómplice de su propia subordinación, alentando la rivalidad entre iguales y restando valor a su trabajo, o acomplejando su trabajo. No hay sorpresa inesperada en este vínculo. Como no debiera haberlo en la inspiración feminista para reivindicar cambios desde la autoconciencia, la alianza y la puesta en valor de trabajo intelectual y humanístico como fundamental cuidado a lo colectivo.
Hay un asunto, muy interesante, que atraviesa el ensayo que es la pasión intelectual. Su necesario latir para seguir creando conciencia política, generar espacios plurales desde lo común y por lo común. El principal desafío de esta pasión, ¿es el dominio de la expectativa?
No tengo claro cuál sería el principal. Cuando se boicotean las condiciones de trabajo (precariedad y burocracia son dos agentes de este daño), la pasión que nos llevó a ellos se frustra, la expectativa se ve dolida, el sujeto se va desapegando de su práctica, pues se ha distorsionado y ya no puede dedicarse a ella, solo a su simulacro. Como efecto los trabajos creativos e intelectuales se docilizan o se hacen de cualquier manera, de forma que la expectativa muta a un «quiero terminar por fin», entregar, sobrevivir a la presión sin doparme demasiado.
No creo que se trate solo de controlar nuestras expectativas sino de cambiar las condiciones y formas de trabajo. De hecho, controlar nuestras expectativas es algo muy característico de la cultura de mercado, cuando busca saciarlas a golpe de botón e instantaneidad y creando deseos de corto alcance. Ser capaces de recordar y actualizar nuestras expectativas venciendo estas presiones es importante, pues puede ayudar a recordar eso que nos trajo hasta aquí y a valorar la necesidad de un cambio. Esa pasión a la que me refiero en mi trabajo sería una motivación hacia un hacer con valor y sentido.
«La diversidad cultural es riqueza y hoy también resistencia necesaria»
Si no tenemos tiempo para la nada, ¿de dónde brotará la dimensión crítica de la vida?
Me parece que esa nada puede ser un interruptor del juego, la curiosidad, la lectura libre, el pensamiento también rebelde… Si esto no lo activamos es probable que vivamos en un bucle constante, que, aunque la apariencia cambie, un día nos descubramos con la sensación de encontrarnos como el primer día de nuestro trabajo.
La ociosidad y los tiempos «vacíos» son cosas que suelen perseguirse en las sociedades más controladoras, también en los contextos más militarizados. Cuando hay abuso o injusticia mejor no tener tiempo para preguntarse, ¿por qué así…?, ¿por qué las cosas son de esta manera?
Esos tiempos para la dimensión crítica han sido cruciales para los humanos y brotan como un desvío. Y si no vienen de la oportunidad de ese tiempo vacío, creo que pueden activarse de otras maneras desde el sufrimiento o el hartazgo, desde la sensación del «hasta aquí».
Debemos alentarnos a seguir creyendo en ese invento tan hermoso que es el ser humano. ¿Por qué sigues amando la vida?
Más allá de haber vivido y amar instintivamente la vida, creo que cuanto más conocemos y más leemos, más amamos la vida, en tanto más y mejor comprendemos de dónde venimos y cómo la vida se ha abierto camino creando increíble diversidad. La humanidad es absolutamente fascinante, tan valiosa que no concibo que podamos ponerla en riesgo. Para mí esta conciencia de humanidad y vida a la que me refiero va en plural, de forma que necesito sentirme implicada en cuidar esa vida y ese plural. E, intentando responder a tu pregunta, se cuida mejor lo que se ama.