Hay una máxima popular que dice que la ignorancia es atrevida, pero, además, a veces en ella –al menos en cierto grado– está el secreto de la felicidad. Después de años leyendo explicaciones sobre el FOMO (fear of missing out por sus siglas en inglés, o miedo a perderse algo), ahora está en auge el término que habla precisamente de lo contrario: el FOFO, fear of finding out o miedo a averiguar la verdad.
Aunque no es un sentimiento nuevo –quién no se ha acogido alguna vez al autoengaño de que, si no sabes algo, es como si no existiera–, el término se ha popularizado entre la comunidad médica para referirse al sentimiento que paraliza a la hora de acudir a una consulta por miedo al diagnóstico, pero también entre las páginas salmón y los economistas. De hecho, es en términos financieros donde más nos gusta mirar para otro lado de vez en cuando: según una investigación de Barclays, casi cuatro de cada diez millennials tenían FOFO a propósito de sus finanzas y preferían no comprobar el estado de sus cuentas bancarias.
De entrada, escoger el camino de la ignorancia no es bueno pues, cuanto más sabemos, tenemos más poder para tomar mejores decisiones. Sin embargo, diversos estudios indican que cierto grado de omisión nos hace más felices y operativos, y empuja a tener mejor convivencia social. Un ejemplo: si le preguntas a Google Maps por la vía más rápida, te mostrará la menos atascada… O no, porque el sistema miente y algunas veces envía a unos usuarios por el camino menos transitado y a otros por el que más lo está para que ambas vías se equilibren –si enviara a todos por el más despejado, se atascaría, y viceversa–.
De Homero a Steven Pinker, pasando por Bismarck, Ralph Waldo Emerson, Richart Thaler o los ideólogos del llamado paternalismo libertario –esa filosofía política por la que el Estado ‘empuja’ a los individuos para tomar ‘mejores decisiones’ ocultándoles parte de información–, muchos autores han teorizado acerca de las bondades y maldades de cierto grado de ignorancia, aunque no se refirieran a ello como FOFO. Lo analiza Sergio Parra en este artículo de Yorokobu.