¿Nos renta la IA?

La inteligencia artificial ha pisado el acelerador en los últimos meses abriendo la puerta a futuros tan asombrosos –traducir simultáneamente a personas con sus propias voces– como distópicos y aterradores –desnudos que jamás existieron o la imposibilidad de distinguir algo real de lo que no lo es–. ¿Cómo enfocarla para hacer que sea un atajo hacia los retos sociales y medioambientales que tenemos por delante y no una caja de Pandora?


Mientras se escriben estas líneas –no, no lo hace ChatGPT, sino una humana que, mal que bien, aún puede atender dos cosas a la vez– anuncian por la radio la publicación de la última canción de Los Beatles, medio siglo después de la separación del cuarteto. Now and Then cuenta con el mismísimo John Lennon gracias a la inteligencia artificial: su voz fue extraída a partir de una maqueta de los años 70 incompleta y a priori irrescatable. Así lo explican los dos únicos miembros vivos del grupo, Paul McCartney y Ringo Starr.

En otros casos han sido los fans o gente random en su tiempo libre quienes se han lanzado a jugar con la voz de sus ídolos o de distintos personajes públicos, muertos o vivos. ¿Qué sentiría Lady Gaga cuando se escuchó cantando Tea, un tema que nunca había producido? Sí sabemos cuál fue la reacción de Bad Bunny, al que le ha sucedido exactamente lo mismo: un enfado monumental.  

«Me dijeron que todavía estás acostado, que todavía no te levantas, que no te has lavado la carita. Recuerda que tienes que disfrutar de la vida. Somos los dos guapos, aunque no seas más guapo que el bicho, eh. Siuuu». Desde los vídeos virales de un Cristiano Ronaldo convertido en consejero emocional hasta aquel anuncio que nos devolvía a la eterna faraona Lola Flores, la capacidad de la inteligencia artificial para emular y reproducir voces es sin duda un inmenso campo de experimentación, con un innegable potencial para el humor: que levante la mano quien no se haya echado unas risas con Belén Esteban o el Fary disertando en inglés.

Acertaba el autor de 2001: Una odisea del espacio, el científico y escritor británico Arthur C. Clarke, cuando decía que cualquier tecnología suficientemente avanzada podría parecer magia. Magia es, en efecto, que en pocos años podamos ver películas realizadas íntegramente con inteligencia artificial y en tiempo real, desde los guiones hasta la imagen, los diálogos y la música, con resultados indistinguibles de cualquier otra producción concebida en la era pre-explosión de la IA generativa.

No sin razones, el actual grado de desarrollo del deep learning también es motivo de preocupaciones, debates éticos y dilemas existenciales en torno a la pérdida de empleos automatizables, la privacidad, la brecha digital, la proliferación de fake news o los límites del transhumanismo.

Tu novio el algoritmo

Se entiende que, en un arrebato de nostalgia, echemos de menos al Furby, aquel chatbot primigenio, más charlatán, más simple y más peludo, pero claramente menos invasivo. La inteligencia artificial hoy dista mucho, sin embargo, de ser un juguete, con todo lo que ello implica.

Desde el desbloqueo de nuestros móviles con Face ID, las interacciones en redes o las series que consumimos, la IA permea en casi cualquier ámbito de nuestra vida cotidiana. Aunque no siempre nos percatamos de ello, ahí está el omnipresente algoritmo, siempre fiel, sentado en el otro extremo del sofá, susurrándonos la receta de cocina que haremos el próximo finde, recomendándonos la marca de esos zapatos tan chulos que, por supuesto, necesitamos, o invitándonos a escuchar opiniones que nos reafirmen en nuestras ideas y creencias.

«Intentamos dar a la IA el valor de una mente extendida, un copiloto que te facilita la vida»

Gabriel Muñoz (Intelygenz)

Esa acumulación ingente de datos es el superalimento que la hace fuerte y cada vez más sofisticada, en ese ejercicio infinito de mejorarse a sí misma. Porque la inteligencia artificial aspira a ser perfecta, aunque todavía esté lejos de ello. Con sus luces y sus sombras, ya ha conquistado parcialmente terrenos hasta ahora propios y exclusivos de los humanos, como el análisis de imágenes, el reconocimiento del lenguaje, la identificación de patrones, la planificación y ahora también la relación de conceptos. Y ha llegado para quedarse.

«Debemos asumir que ya es y será imposible desligar lo humano y lo digital a la hora de vivir, relacionarse y tomar decisiones», apunta Gabriel Muñoz, Lead Data Scientist en Intelygenz. «Desde el sector se está intentando dar a la IA el valor de una mente extendida, un copiloto que te acompaña en ciertas tareas y te facilita la vida. Se trata de que esa capa de inteligencia extra sea capaz de aportar otros puntos de vista u otras capacidades que nosotros no tenemos tan desarrolladas», añade. Integrar la inteligencia neuronal humana con la inteligencia artificial y no verlas como competencia entre sí, en resumen.

Una visión que comparte la ingeniera Nuria Oliver, cofundadora y directora de la Fundación ELLIS Alicante y doctora por el Media Lab del Instituto Tecnológico de Massachusetts. La experta, una de las científicas más galardonadas en España en el ámbito del análisis computacional, sienta la premisa: «Defiendo un modelo de aumento de la inteligencia humana, no de sustitución. Se trata de cómo podemos hacer mejor nuestras tareas, no de cómo podemos eliminar a los humanos».

Esta «inteligencia aumentada» conecta con la realidad tranquilizadora de que la inteligencia artificial (aún) es bastante débil, que en argot tecnológico quiere decir específica. En otras palabras, la IA es la más lista de la clase solo en la tarea concreta para la que ha sido programada. Si sabe hacer raíces cuadradas en un microsegundo, no distingue sujeto y predicado. Un ejemplo: el mejor jugador del mundo de ajedrez hace tiempo que dejó de ser el hombre –recordemos esa icónica imagen de Kaspárov rindiéndose ante Deep Blue–, pero esa excelsa máquina no sabría ni cómo empezar una partida de damas.

Ni tan lista ni tan destructiva

La inteligencia artificial, en definitiva, es un martillo pilón que no se acerca ni de lejos al demandando multitasking. «Se ocupa de intentar mimetizar o imitar el desempeño humano en tareas muy automatizables y muy técnicas. Ver cómo una máquina es capaz de desarrollar esas tareas mucho más rápido y con mayor eficiencia es lo que ha generado este hype. Ahí está el verdadero impacto. En qué medida permee en diferentes industrias, procesos o estrategias dependerá también del avance desde punto de vista tecnológico y regulatorio», sostiene Muñoz.

En este sentido, hoy la IA podría sustituir –y en buena parte ya lo hace– cualquier empleo relacionado con la atención al cliente, las gestiones administrativas, la conducción o la traducción convencional. Un hecho que lleva implícito el nacimiento y consolidación de empleos que antes no existían, tanto en la fase de ideación y desarrollo de cada tecnología como en el seguimiento y supervisión de la misma.

El mejor jugador de ajedrez es una máquina que, sin embargo, no sabría cómo empezar una partida de damas

Y en este balanceo, ¿qué pesa más? Algunos estudios recientes apuntan a que se está creando más empleo del que se destruye. La OIT cifra en 75 millones los empleos que desaparecerán alrededor del mundo, un 2,3 % del trabajo global. Una cifra que puede parecer muy elevada, pero que se reduce drásticamente si se compara con el número de empleos potenciados gracias a la inteligencia artificial: 427 millones, el 13 % del trabajo total.

«No podemos perder de vista el inmenso potencial que nos brinda para el bien social», insiste Nuria Oliver. El goteo de innovaciones y descubrimientos es casi permanente: sistemas de reconocimiento facial que pueden diagnosticar la depresión de forma temprana, un robot con forma de lámpara de escritorio para mantener al día el calendario de las personas mayores, una startup que ayuda a salvar vidas civiles en conflictos armados.

Es más, la inteligencia artificial, dice Oliver, «tiene intersecciones con cada uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030 vinculados a la pobreza, al cambio climático, la salud o la educación. Puede contribuir a prever y gestionar movimientos migratorios, identificar el estado de los océanos, detectar incendios, prevenir plagas, optimizar los cultivos y la pesca, crear redes inteligentes, facilitar el despliegue de renovables… Las aplicaciones son innumerables, también en las empresas y en las instituciones, que tienen la oportunidad de desarrollar políticas públicas basadas en la evidencia».

El contorno de lo humano

Por ahora, los humanos seguimos siendo los únicos que sabemos responder correos mientras escuchamos música y nos olvidamos de tender la lavadora. También, y no es poca cosa, somos los únicos entes sintientes, creativos y conscientes. Aunque las máquinas aparenten –y aquí la distinción– sentir, crear y pensar. Es lo que se conoce como «competencia sin comprensión». La IA carece de sentido común y su capacidad de aprendizaje, por muy deep que sea, nunca será como la nuestra: no sabrá diferenciar entre causas y efectos. ¿Se deshielan los polos por el calentamiento global o se calienta el planeta por el deshielo de los polos? No tiene idea. Tampoco sabe sortear la incertidumbre ni adaptarse a lo sobrevenido.

 «En términos de regulación está todo por hacer»

Nuria Oliver (Fundación Ellis Alicante)

El desconocimiento, no obstante, sigue siendo enorme. «Todas las afirmaciones que podamos hacer en torno a la inteligencia artificial empiezan o acaban con un aún, todavía, por ahora», matiza Gabriel Muñoz. Por eso es tan importante seguir estudiándola con la meticulosidad con la que Dian Fossey estudiaba a los gorilas. Para entenderla y, de una vez por todas, crear marcos legales.

«Especialmente en sectores de alto riesgo, hay una serie de elementos clave que se tienen que cumplir para evitar potenciales impactos negativos: asegurar que los algoritmos no discriminen, que sean explicables, que no manipulen el comportamiento humano, que sean veraces, sostenibles y diversos y que no contribuyan a la polarización», enumera Oliver. «En términos de regulación está todo por hacer. En el próximo par de años vamos a ver grandes avances y cómo se traducen».

Mientras se escriben estas últimas líneas –tras una inversión de horas que nos deja a la altura del betún frente a ChatGPT–, una cumbre histórica se celebra en Bletchey Park, la instalación militar en el sur de Inglaterra donde el matemático Alan Turing descifró el código Enigma de la Alemania nazi. Por primera vez, líderes mundiales, empresas tecnológicas y sociedad civil se reúnen para abordar de manera conjunta los riesgos más extremos de la inteligencia artificial.

Por nuestra parte, los individuos también estamos llamados a establecer ciertas normas de convivencia con los algoritmos y a reflexionar en qué medida puede aportarnos bienestar personal, laboral, físico y emocional. Entretanto podemos seguir disfrutando de algo que tampoco podrán arrebatarnos nunca: la apreciación de la belleza. Como la de estas palabras de García Márquez: «Desde la aparición de vida visible en la Tierra debieron transcurrir 380 millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros 180 millones de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el de ser hermosa, y cuatro eras geológicas para que los seres humanos fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y morirse de amor». Toma esa, ChatGPT.

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