Tras cuatro años sin hablarse con él, el escritor Javier Peña recibió una llamada en la que le decían que a su padre le quedaban pocos meses. En ese momento, cayó en lo absurdo que era haberse distanciado –ni siquiera recuerda el motivo– e intentó reconciliarse con él. En sus sucesivos encuentros en el hospital no hablaron de ello, sino de libros, escritores, cine. Con el tiempo, esos diálogos que al principio le perturbaban le hicieron ver que era lo normal: sus charlas siempre habían sido así. Lo cuenta en Tinta invisible (Blackie Books), un libro a caballo entre el ensayo y la autobiografía que aborda la pérdida, el amor y el poder de las historias.
¿Qué se te pasó por la cabeza cuando sonó el teléfono?
Me llamaron para decirme que tenía una enfermedad incurable y que le quedaban ocho meses de vida. En ese momento pensé en qué era lo que me había separado de mi padre y realmente no lo recordaba: era absurdo no reconciliarnos antes del fin, me habría quedado toda la vida con ese dolor. Llamé a una librería para que me invitaran a La Feria del Libro de A Coruña y que mi padre se acercara a verme. Quedamos a comer y lo vi con el respirador. Me impresionó mucho. No tenía ni fuerzas para quedarse en la Feria.
Ese primer acercamiento lo haces en la Feria, pero también la primera vez que os quedáis a solas en el hospital. La literatura sirve para romper el hielo.
Más que para romper el hielo, me di cuenta de que era la única forma que teníamos de relacionarnos. No sé si tiene que ver con que los hombres de otra generación no saben comunicar sus emociones directamente o porque mi padre era un enamorado de las historias, los libros y el cine. En ese momento me perturbó que mi padre no me hablara de qué nos pasó o que reflexionara sobre ello, sino que me preguntara qué libro me estaba leyendo. Aunque me sorprendió, con el tiempo lo veo como algo muy coherente: si nuestra relación fue así siempre, ¿por qué en la despedida iba a ser distinta? Él simplemente habló de lo que nos unía.
Más que homo sapiens, ¿somos homo narrans?
Creo que realmente estamos unidos a las historias y que estas nos conforman como seres humanos. Es lo que dice Yuval Noah Harari en Sapiens: la capacidad de contar historias y de organizarse fue lo que hizo al ser humano ser el animal más preponderante. No éramos los más rápidos, ni los más fuertes, ni los que tenían mayor tamaño de cerebro, pero sí que éramos un animal capaz de comunicarse de una forma mucho más compleja y eso nos hizo dominantes. Es algo que está ahí desde nuestros ancestros y lo seguimos teniendo. Mucha gente piensa en novelas y películas, pero pasa en todos los ámbitos: cuando estamos seduciendo a otra persona o intentamos conseguir un trabajo, lo que hacemos en realidad es contar historias.

Somos contadores de historias, pero también las historias nos han inventado a nosotros. ¿Seríamos los mismos sin Shakespeare?
De hecho, Harold Bloom dijo que Shakespeare inventó a los seres humanos. Esto tiene un punto de hipérbole pero, detrás de esa reflexión, pienso que cuando nosotros pensamos en los celos, nos basamos en los celos de Otelo. Es decir, la complejidad de los personajes que creó el escritor acabó complejizando a los seres humanos. Cuando lo leí por primera vez, creía que era una boutade, pero ahora creo que es una gran verdad: si nos paramos a pensar en las relaciones amorosas, lo que realmente estamos buscando son las que vemos en las películas o leído en las novelas. Tratamos de imitarlos. Eso es algo que ha ido pasando desde hace siglos: inventamos las historias y luego intentamos que la vida encaje en ellas. Eso demuestra que somos homo narrans.
¿Pueden salvarnos las historias?
Nos salvan porque nos conectan con nuestra esencia y nos desconectan de las tragedias cuando lo necesitamos. A mí me pasó con mi padre y cuando perdí a una amiga que murió a los 31 años. En esos momentos, tener ese mundo de fantasía nos ayuda a olvidar el dolor. Por eso es muy importante el personaje de Sherezade, quien contaba todos los días un cuento al sultán para que no la matase al final de la noche. Cada vez que yo iba a verle, mi padre y yo nos contábamos historias para olvidar que se iba morir.
¿Y destruirnos?
También. Pero más que las historias, los escritores. Creo que un artista tiene que tener una sensibilidad especial, algo que le hace más vulnerable, que le hace ser un gran infeliz, pero también le hace más capaz de hacer sufrir al resto. En el fondo, todos los seres humanos tenemos esos defectos. Algo que tenemos que admitir.
El libro es también un compendio de anécdotas sobre esas personas que nos han contado las historias, algo que también abordas en tu podcast Grandes infelices. ¿Cuál es la que más te llamó la atención?
Creo que me quedaría con la de Kafka. Me impacta mucho pensar en alguien tan fracasado en su vida y tan exitoso en su muerte. Fue el típico oficinista fracasado que quiere ser escritor pero que no consigue ningún tipo de repercusión: en una librería de Praga habían vendido 11 libros suyos y estaba sorprendido porque 10 los había comprado él, pero no sabía quién se había llevado el otro. Después de su muerte acabaría siendo una de las figuras más importantes del siglo XX, un autor que cambió el pensamiento de su momento. Al final de su vida, la tuberculosis le causa tanto dolor de garganta que no puede tragar y, cuando está muriendo de inanición, está corrigiendo las galeradas de Un artista del hambre, que narra la vida de un ayunador del circo. Es la última gran burla que le hace la literatura. Estaba con esta idea en la cabeza durante los últimos días de mi padre, ya que apenas podía comer. Esta conexión entre Kafka y su obra, mi padre, esa tinta invisible… me sobrecoge pensar en ello.

En un momento dices que, cuando te dejas hablar con alguien, los motivos te parecen imperdonables pero llega un día que ni los recuerdas. Como te pasó con tu padre.
Cuando me he dejado de hablar con personas por temas de orgullo, no sé por qué lo he hecho. Con un padre o un hermano es más complicado, porque te das más oportunidades y eso es lo que salva a las familias. Es un libro sobre la reconciliación, pero también sobre el agradecimiento a mi padre por darme el amor por las historias. Probablemente mi orgullo me había hecho creer que yo era escritor por mí mismo y no por el efecto de mi padre. No tenía en cuenta todos los libros que había en casa, que él siempre leía, todo lo que me habló sobre escritores y no reflexioné sobre ello hasta que mi padre murió. También es una forma de perdonarme a mí mismo y pensar que todos cometemos ese tipo de errores, que somos soberbios. Sobre todo los hijos con los padres: damos todo por sentado y tendemos a verlos como padres y no como seres humanos que han estado en nuestra misma situación muchas veces. Esto es algo que a veces olvidamos. Aunque hable de la muerte de mi padre, para mí es un libro positivo. Fíjate si soy infeliz que creo que es mi libro más optimista.