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Los buenos propósitos, mejor de uno en uno

Con la llegada de septiembre y del nuevo curso, al igual que sucede con el Año Nuevo, nos cargamos «buenos propósitos». Que seamos capaces de ponerlos en práctica o no depende de muchas cosas, entre ellas la resistencia del cerebro a deshacerse de hábitos y la gestión de la espera.


Se dice que cada mes de marzo, cuando con la llegada de la primavera se producía una explosión de vida en la naturaleza, las buenas gentes de la antigua Babilonia se comprometían en un rito festivo con proyectos que programaban su cerebro en busca del éxito. El equivalente a nuestros «buenos propósitos» de Año Nuevo.

Es de suponer que también el pueblo babilónico lucharía, como hoy hacemos, contra esa tendencia innata a posponer o enlentecer las acciones necesarias para triunfar. Dicho de otro modo, se esforzaban para permanecer firmes ante nuestro cerebro procastinador, ese que nos engatusa y desvía de nuestros objetivos intentando convencernos de dejarlo todo «para luego».

Nuestra tendencia a procrastinar es uno de los sabotajes cerebrales más evidentes a los que nos enfrentamos a la hora de cumplir los buenos propósitos. Pero no es el único: la fortaleza de nuestros hábitos supone otro escollo importante a tener en cuenta.

Resulta que mejorar el nivel de inglés, dejar de fumar o hacer más deporte son excelentes propósitos que se oponen a hábitos bien establecidos y difíciles de erradicar. A pesar de que el cerebro humano es plástico y ha sido seleccionado para poseer una gran capacidad de aprendizaje, le cuesta menos mantener un comportamiento habitual que abandonarlo para adquirir uno nuevo. Por más que el cambio mejore sustancialmente nuestra vida.

Ahora bien, que el cerebro se resista al cambio no significa que resulte imposible hacer realidad nuestros buenos propósitos. Y perseverar en el intento será más sencillo si previamente entendemos cómo funciona nuestro cerebro.

Con cabeza y gritándolo a los cuatro vientos

El proceso de crear nuevos hábitos funcionará si logra poner en marcha toda la maquinaria neural de aprendizaje necesaria para modificar nuestra conducta hasta entonces. Desoyendo, de camino, todo aquello que refuerza nuestras costumbres.

Por ejemplo, al decidir dejar de fumar, gracias a la certeza de que este propósito nos permitirá respirar mejor –y, si apuramos, hasta evitar un cáncer– el cerebro aplicará funciones cognitivas que tendrán que imponerse a las emociones que se produzcan, en este caso, al desprenderse todo el entramado social que se construye alrededor de encender un pitillo.

Y ojo, porque esto del grupo no es un tema menor. Muy al contrario, el cerebro humano es social y, como consecuencia, necesita de la aprobación de sus semejantes. Por eso, al formular un propósito, es muy conveniente publicitarlo. Aunque parezca una frivolidad, al cerebro «le gusta» mantener su credibilidad y hará «lo que sea» para evitar que en el futuro nadie le recuerde que fracasó.

Aquí es importante aclarar que cuando hablamos de lo que al cerebro «le gusta» nos referimos a la actividad neuronal relacionada con las expectativas y las recompensas. Se localiza en la corteza orbitofrontal y las neuronas del estriado y el cerebro medio. Normalmente implica la liberación de una sustancia que hace que nos sintamos recompensados: la dopamina.

Las neuronas dopaminérgicas ponen todo su empeño en identificar secuencias de estímulos conducentes a la recompensa. La posibilidad de conseguir «el premio» ayuda a perseverar en el esfuerzo.

Tomar el control

Recientemente se ha demostrado en ratas que si se suprime la actividad de una zona de la corteza llamada infralímbica, los animales «pierden su costumbre» de andar de una determinada forma por un laberinto. Los equipos de investigación lo achacan a que dicha corteza infralímbica, que envía conexiones a una parte del estriado, controla (o al menos aprueba) las «conductas habituales».

Una de las implicaciones más interesantes de este hallazgo sobre la implicación cortical, para el tema que nos ocupa es que, incluso si los hábitos están tan arraigados como para parecer automatizados (como encender un cigarrillo), nuestra voluntad (es decir, el cerebro que «toma decisiones») no pierde totalmente el control en ningún momento. Y esa es una gran noticia: nos permite organizar el cerebro en la búsqueda de sus objetivos.

Objetivos factibles y divisibles

Los objetivos deben ser grandes para que merezca la pena luchar por ellos. Pero es interesante que, a la vez, se puedan dividir en pequeños pasos, a ser posible cuantificables, que nos permitan dosificar el esfuerzo. Hablar inglés, como reto, implica aumentar el vocabulario día a día, por ejemplo. Una vez escogido, y si es posible cuantificado (10 palabras al día, por ejemplo), se trata de conseguir perseverar hasta que se alcance «EL» gran objetivo.

Lo que parece indiscutible es que para conquistar el triunfo es imprescindible centrar la atención. En este sentido, las redes de control prefrontales son fundamentales en la focalización de la conducta dirigida a una meta concreta.

La corteza prefrontal de cada individuo contribuye, de manera crítica, a la toma racional de decisiones pero también a administrar el tiempo. No hay que olvidar que, si la recompensa no es inmediata, el cerebro debe gestionar la espera (e incluso el sacrificio) actual por un bien mayor que llegará en un futuro más o menos próximo. Es decir, que si llega junio y estoy estudiando, mi cerebro debe permitirme renunciar a pasear bajo el sol (recompensa inmediata) a cambio del magnífico éxito que conseguiré en mi examen (recompensa aplazada).

La única manera de mantenernos firmes a pesar de la demora de la recompensa será a través de la motivación. Que no es ni más ni menos que ese estado interno que activa, dirige y mantiene la conducta hacia un fin determinado. También depende de la dopamina: cuanto más altos son los niveles de esta sustancia que circulan por nuestro cerebro, menos nos va a costar esforzarnos en conseguir una recompensa más valiosa, aunque no inmediata.

En síntesis, no basta con buenas intenciones. La «toma de decisiones» para alcanzar el éxito implica dedicar tiempo, esfuerzo y «control cortical». Y como a cada decisión acompaña un esfuerzo cerebral, conviene reducir el número de decisiones para usar toda esa energía en las cosas que realmente merecen nuestro empeño. De ahí que valga la pena dosificarse y perseguir los buenos propósitos de uno en uno.


Susana P. Gaytan, Profesora Titular de Fisiología, Universidad de Sevilla. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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