Decía la escritora Vicky Baum que existen atajos para la felicidad y que el baile es uno de ellos. Movernos al ritmo de la música, sea cual sea, aporta beneficios a todo nuestro ser, a nivel físico y emocional: el cierre de las discotecas durante la pandemia nos hizo más conscientes que nunca de lo que necesitamos menear el cuerpo en compañía del resto. En Dance usted (Cuadernos de Anagrama), el periodista Luis Costa enciende las luces estroboscópicas para analizar qué ha supuesto el baile y la cultura de club en nuestra sociedad.
A todos nos ha pasado alguna vez. Suena esa canción que te gusta y el cuerpo te pide que te muevas. Da igual si bailas bien o no… simplemente te pide que te muevas al ritmo de la música. En ese momento, seguramente, una sonrisa aparecerá en tu cara y durante ese tiempo serás un poco más feliz. Ese sentimiento no es casualidad ni te ocurre solo a ti: como cuenta la neurobióloga Lucy Vicent en su libro Haz bailar a tu cerebro, tiene que ver con las conexiones que existen entre el baile y nuestra cabeza.
De estos efectos positivos se dio cuenta hace mucho el periodista y DJ Luis Costa (Barcelona, 1972) y, desde entonces, no ha parado de bailar. Sabe bien lo que es: como responsable de prensa de la emblemática sala Razzmatazz de Barcelona y programador en la sala Freedonia de la misma ciudad, ha vivido rodeado de gente disfrutando del latido de la música en su cuerpo. Como carta de amor al baile, ha publicado Dance usted (Cuadernos de Anagrama), un mini ensayo sobre todo lo que representa y ha representado el contoneo desenfrenado para nuestra sociedad. Por supuesto, también de sus beneficios y su impacto en nuestro bienestar.
¿Qué despierta el baile en nosotros?
Es un modo único de expresión emocional que nos permite manifestar emociones de todo tipo. Y es un modo maravilloso de comunicación y socialización entre los humanos: cuando bailamos, segregamos todos el mismo cóctel hormonal, soltando oxitocina y endorfinas, algo que facilita la proximidad. Es decir, experimentamos a la vez los mismos cambios hormonales y vamos llegando juntos y progresivamente a un mismo estado de ánimo, hacia una experiencia que puede llegar a ser, por momentos, extática.
Por supuesto, también lleva aparejado una serie de beneficios físicos y psíquicos.
Los emocionales, sin duda, son increíbles. La neurobióloga inglesa Lucy Vincent glosa en su brillante libro Haz bailar a tu cerebro las conexiones que existen entre el ejercicio del baile y nuestro cerebro. El baile pone en marcha nuestras neuronas, estimula nuestra creatividad y nuestra memoria y debido a esa secreción de endorfinas y oxitocina, mejora nuestro estado de ánimo. Es algo automático: bailar nos hace más felices.
Quizá por esa felicidad es algo que lleva con nosotros desde el principio de los tiempos, vinculado de una u otra forma a todas las culturas.
El baile ha formado y forma parte intrínseca de la sociedad a través de las diferentes civilizaciones que se han ido sucediendo, desde el mismo instante que el humano logró erguirse sobre sus dos piernas. Entonces se bailaba alrededor del fuego, para celebrar su poder y su magia. También se hacía para favorecer las buenas cosechas y venerar a los dioses y espíritus. El baile como elemento trascendental para tratar de comprender la realidad, como elemento mágico, celebrativo y festivo ha estado presente en todas las sociedades. Con el tiempo se sofisticó y se instaló en las cortes reales y los bailes de salón. Después, las parejas se separarían hasta llegar al moderno baile individual y social. Pero el trasfondo filosófico es el mismo.
Incluso ha sido el impulsor de muchas revoluciones. ¿Por qué al poder no le gusta el baile?
El baile es una de las últimas formas de expresión de libertad e individualidad que compartimos, y tiene un enorme poder catalizador de energías y emociones. De hecho, es de los pocos escenarios donde se da ese tipo de comunión espontánea entre un grupo de individuos sin ningún tipo de vínculo relacional previo. Ese poder no ha pasado desapercibido al establishment y al control social por parte del Estado y sus poderes fácticos. Así ocurrió, por ejemplo, en plena dominación nazi, donde los chicos swing de Alemania, Francia o Polonia se rebelaron bailando swing americano, esa música de negros prohibida por Hitler. También estaba presente en la revuelta de Stone Wall de 1969 en Nueva York, punto de partida de los derechos de la comunidad LGTBIQ+ y origen del Dia del Orgullo Gay.
¿En qué momento se encuentra hoy en día? ¿Sigue teniendo esa trascendencia y ese poder de reivindicación?
Por supuesto. Más que nunca. Y precisamente esta pesadilla de pandemia por la que hemos pasado, que nos ha impedido su práctica, nos lo ha recordado por las malas. No hay más que darse un garbeo por las redes sociales para toparse con una ingente cantidad de vídeos de gente bailoteando aquí y allá.
De hecho, quizá el factor diferencial sea el que incluye a los demás, a la comunidad: bailamos solos, pero, sobre todo, bailamos con alguien.
Sí, y más aún en el contexto de las pistas de baile del club. Ahí se añade el componente social que otros entornos como el de academias o los gimnasios no tienen. Además, esos espacios están debidamente acondicionados para que sea experiencia sea lo más completa posible, con buenos sistemas de sonido, iluminación adecuada, buenos selectores musicales. Y los clubbers, claro, los principales actores del asunto.
Si solo pudieras pegarte unos últimos bailes, ¿dónde serían?
Son demasiadas y hay faena, pero venga, voy con unas pocas: En Londres hay que ir a Fabric, Printworks y Corsica Studios. En Berlín a Berghain/Panorama, Watergate y Tresor. En Barcelona a Razzmatazz, Nitsa y La Paloma. Café Berlín en Madrid. En Ibiza, a DC-10 y Amnesia. Rex en París, Lux Frágil en Lisboa, Sub Club en Glasgow y Elsewhere en Brooklyn (Nueva York).