¿Necesitas evadirte? Busca a Monet

El impresionismo sigue siendo hoy uno de los estilos artísticos más queridos por el público. Su fijación por capturar la luz y esa belleza en lo cotidiano ha fascinado a generaciones enteras y ocupado todos los espacios: la música, el cine, la fotografía e incluso nuestros hogares. ¿Por qué nos sigue cautivando?


Es la obsesión de todo artista plástico tradicional. La luz, su persuasión mediante los colores en la obra, las posibilidades. La luz no permite segundas ocasiones: cuando se presenta viene a decirle a los artistas que es el momento indicado para probar la destreza y demostrar en el lienzo que han sabido verla para después representarla. Esa captación pura de la esencialidad de la realidad que dio paso al impresionismo en la segunda mitad del siglo XIX y que más tarde se lo daría al arte contemporáneo del siglo XX. 

Decía el pintor francés Eugène Delacroix que «en la naturaleza todo era reflejo». Fue una máxima tomada en cuenta por las miradas de aquellos apasionados por la luz que, curiosamente, fueron descritos como impresionistas de forma despectiva por el crítico Louis Leroy en el artículo satírico que escribió para Le Charivari en abril de 1874, cuando tuvo lugar en París la primera de las exposiciones impresionistas (1874-1886). Su falta de visión estuvo de lo más acertada para granjearse la fama de ese plantel de pintores que paulatinamente fueron adoptando el término y que, de hecho, fue tomado del cuadro Impresión, sol naciente (1872-1873), de Claude Monet.

Impresión, sol naciente’ (1872-1873), de Claude Monet.

Autodenominados inicialmente como iluministas —entre 1860 y 1874—, fueron un movimiento eminentemente francés, pero sus dos precedentes más destacables serían los pintores ingleses Joseph Mallord William Turner y John Constable, cuyos paisajes dejaban entrever la transición que se estaba haciendo de su carga y visión romántica a una más nítida y centrada en la proyección de la luz. Así, los impresionistas franceses tuvieron la audacia (o el don) para captar los paisajes plasmando únicamente el clima del momento, la particularidad que una hora determinada del día, de la mañana, de la tarde o la noche, ofrecía con sus colores. 

Su atmósfera sentimental, sus líneas desdibujadas y la evasión campestre no dejan de ser una búsqueda de paraísos perdidos, algo que anhelamos hoy

No se centraban en piezas históricas, ni mitológicas, ni religiosas. Como explica el galerista Danny Bree en Impresionismo; la luz, el momento, el clima y la atmósfera, «no transmitían ningún mensaje subyacente y profundo, […] eligieron la inspiración de la vida cotidiana ordinaria y sin complicaciones. Pintaron ciudadanos de a pie en una terraza o viajes a la costa y la playa. […] Pintaron a los visitantes de los cafés, a los paseantes de los bulevares de París, a los juegos cívicos y, por ejemplo, a las bailarinas practicando». La vida misma.

Nacido para agradar

El placer del descanso en un almuerzo. La inmensidad de las aguas lilas y verdosas sobre las que flotan ninfeas y nenúfares. El bullicio de los cafés y las calles empapadas por la lluvia sobre las que corretean, con prisa, figuras borrosas. La fijación de los impresionistas por encontrar la belleza en las estampas corrientes, sin obviar lo idílico, ha atraído cada día a generaciones enteras, fascinadas por ese extraño bienestar que genera observar un cuadro donde aparentemente no está pasando nada más que la belleza. ¿Por qué sigue siendo uno de los estilos favoritos del público? ¿Por qué es un tema asiduo en las exposiciones de los museos?

Mujer con sombrilla en un jardín ‘(1875), de Pierre-Auguste Renoir.

Una posible respuesta es el hecho de que el impresionismo naciese como una protesta al academicismo imperante de la época. Todavía hoy uno puede contagiarse de la libertad del individuo que configuraron sus obras. Lo arbitrario de la gama cromática y los lugares —una sala de ensayos de baile en Degas, el jardín de Giverny en Monet, un trigal normando en Renoir— recogen uno de los mejores muestrarios de la desestabilización que los impresionistas buscaron mientras sucedía, a su vez, el asentamiento de esos modelos y gustos burgueses traídos con la Revolución Industrial. 

«Es un momento del arte en el que prima lo reticular, lo visual y lo manual; obras exquisitas, cuidadas y evidentes. Esto ha hecho que, por parte del público general, haya tenido una comprensión muy grande. La obra de arte es exactamente lo que ves, no se necesita más contenido, no hacen falta planos simbólicos o iconográficos para comprenderla. El impresionismo está hecho para agradar», afirma el comisario y escritor de arte contemporáneo Joaquín García Martín.

La magnitud de la influencia del impresionismo, como era de esperar, no solo se quedó en los marcos: saltó a la fotografía y al cine

De hecho, argumenta, «la perdurabilidad del arte impresionista se debe a su facilidad a la hora de acercarse a él, popularizándose por sus muchas reproducciones, por estar puesto al alcance de todo el mundo y beneficiarse de un sistema comercial que le garantizó la entrada a un circuito muy amplio donde podríamos encontrar desde pósteres, cajas de galletas y cualquier otro objeto de andar por casa, asegurándose una popularidad visual muy positiva hasta nuestros días». 

Su atmósfera sentimental, sus líneas desdibujadas y la evasión de sus visiones campestres, sobre todo, no dejan de ser una búsqueda de paraísos perdidos, algo que todavía anhelamos hoy y que, por entonces, se siguió desarrollando gracias a los posimpresionistas, con Vincent Van Gogh, Paul Gauguin y Paul Cezanne a la cabeza, quienes dieron mucha más expresión, incluso mucha más violencia, a las pinturas.

Placer, también para los oídos

La magnitud de la influencia del impresionismo, como era de esperar, no solo se quedó en los marcos. Saltó más allá, a la fotografía —como es el caso de Le Gray y Nadar— y al cine, con Jean Renoir, segundo hijo del pintor de apellido homónimo, como referencia.

Escena de ‘Una partida de campo‘ (1936), de Jean Renoir.

Pero también lo hizo, mucho antes, hacia la música. Sin movernos de Francia, también a finales del siglo XIX, suenan familiares los nombres de los compositores Claude Debussy, Maurice Ravel y Erik Satie, pero no hay que olvidar la contribución española de Manuel de Falla, Isaac Albéniz o Joaquín Turina. Todos ellos fueron capaces de convertir la pintura en sonido, trasladando a las partituras la seducción de la luz, del color, de la forma, de un estado anímico, la impresión más subjetiva a través del timbre, las tonalidades ambiguas, los propios títulos evocadores —los Juegos de agua, de Ravel—, a veces exóticos —La soirée dans Grenade, de Debussy—.

Todas funcionan porque complementan la visión de las pinturas a las que están íntimamente ligadas, pero también porque se vuelven independientes cuando llegan a nuestro oído. Un buen ejemplo es el poema sinfónico Preludio a la siesta de un fauno (1894), inspirado en uno de Stéphane Mallarmé. ¿Por qué no te paras a escucharla?

Como bonus extra, a los más melómanos les encantará encontrar estas piezas musicales en las bandas sonoras de series, películas, conciertos, o desde la comodidad de sus listas de reproducción personales con las sublimes grabaciones al piano de François-Joël Thiollier. Dejémonos llevar a otros lugares.

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