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No me toques el pelo

El pelo no es solo pelo: dice mucho de nosotros, pero aún más de la sociedad en la que vivimos, de su pensamiento y de su concepción de la belleza o la libertad. En No me toques el pelo: origen e historia del cabello afro (Capitán Swing), Emma Dabiri repasa la cultura del peinado negro desde el África precolonial a Kim Kardashian, pasando por la apropiación cultural, el auge Shea Moisture o el «tiempo de los negros». La conclusión no es superficial, porque el afro es mucho más que un peinado:  puede entenderse como una alegoría de la opresión negra y, en última instancia, de la liberación.


Ya en mis recuerdos más tempranos, mi pelo aparece siempre como un problema que había que manejar. La idea profundamente enraizada de que el pelo de las mujeres negras hay que «manejarlo» funciona como una poderosa metáfora del control social sobre nuestro cuerpo a un nivel tanto micro como macro. Nuestra autonomía corporal no puede darse por sentada, da igual que hablemos de la servidumbre histórica durante el comercio de esclavos trasatlántico, de la actitud del sistema educativo, de los miles de mujeres negras retenidas actualmente en centros de detención de inmigrantes o del desproporcionado número de mujeres negras que hay en la cárcel (en Estados Unidos, la ratio de mujeres negras encarceladas es cuatro veces superior a la de mujeres blancas). Cuesta que pase un solo mes sin que salte la noticia de otro niño o niña negro al que han expulsado de clase por llevar su pelo natural. El caso ocurrido en el Pretoria High School de Sudáfrica en 2016 fue especialmente impactante, no solo por la violencia del altercado, sino también por su ubicación geográfica. No fue en Gran Bretaña ni en Irlanda, ni en Estados Unidos, sino ¡en el continente africano! Unas niñas pequeñas querían dejarse el pelo normal, sin tratar, pero el instituto sostenía que el pelo natural era una cosa «sucia», así que estallaron las protestas. La dirección aseguraba que, al no alisarse el pelo, las alumnas negras incumplían las normas relativas a mantener un aspecto «adecuado», y cuando las niñas se negaron a alisárselo se sucedieron las reclamaciones.

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Emma Dabiri, autora de No me toques el pelo.

Como niña negra con un pelo de rizo apretadísimo y criada en una Irlanda increíblemente blanca, homogénea y socialmente conservadora, desde luego no se me consideraba guapa, aunque hacia mis quince años eso empezó a cambiar. Recuerdo que me decían que tenía «suerte de ser guapa», lo que significaba que podía «casi quitarme el lastre de ser negra». No obstante, nunca desapareció la incontestable expectativa de que se tomaran medidas para mantener mi sufrimiento a raya. Huelga decir que las manifestaciones más ofensivas de mi amenazante negritud debían controlarse estrictamente.

Cuando me fui haciendo mayor, el color de mi piel casi se correspondía con el «bronceado» que mis compañeras estaban obsesionadas por alcanzar. Seguía soportando bromas, como que las fotos se me tenían que hacer con flash, o la clásica comparación de mi tez con la suciedad, pero era mi pelo lo que se mantenía como un rasgo imperdonable. Cualquier cosa que pudiera hacerse para disimularlo, manipularlo o mutilarlo se ponía sobre la mesa. La idea de dejarlo tal y como crecía en mi cabeza era sencillamente impensable.

Por toda África existen pruebas desde hace mucho tiempo del uso de pelucas y postizos para trenzas. En la mayoría de las culturas negras, la transformación frecuente y drástica del pelo es algo típico, y llevar pelo artificial, pelucas incluidas, no está estigmatizado tradicionalmente del mismo modo que lo está en la cultura dominante; bueno, voy a ahorrarme eufemismos educados: me refiero a la cultura «blanca».

Teniendo en cuenta la enorme diversidad de estilos que existe, cabe señalar que, a lo largo de todo el siglo XX y hasta hace bien poco (a excepción del periodo del movimiento del Black Power e inmediatamente después), muy pocos peinados implicaban trabajar con la textura del pelo africano. Yo misma intentaba alejarme todo lo posible de mi propia textura. En la actualidad, soy mucho más libre y, ahora que he aceptado mi textura natural, estaría encantada de lucir también una peluca rosa, larga y ondulada, aunque es poco probable que lo haga. Experimentar con el pelo puede ser una cosa divertidísima. No obstante, cuando yo iba a la escuela, no se trataba de una cuestión de diversión. Para nada. Mis acciones eran una apuesta por la asimilación a través del disfraz. Mis esfuerzos nacían de un terror absoluto a que la gente pudiese llegar a ver mi pelo real. Ya fuera con trenzas, con extensiones, con rizos Jheri, con permanentes rizadas o con alisadores y planchas, mi pelo quedaba oculto, incomprendido, dañado, roto y sin ningún tipo de estima. No es de extrañar. Nunca veía a nadie con un pelo como el mío. El pelo afro estaba estigmatizado hasta el punto de ser un tabú, y lo sigue estando en muchos sitios.

[…] Cuando pensamos en lo que nos enseñan que es un pelo bonito, las características del pelo afro brillan solo por su ausencia. Liso, reluciente, lustroso, suave, suelto… Mi pelo, desde luego, no es así. ¿Y cómo es mi pelo? Ah, sí, bueno… Áspero. Seco. Difícil. Duro. Rugoso. Crespo. Salvaje. Hemos recibido como legado esta lista de términos peyorativos que se perciben como apropiados para describir en su plenitud un pelo de textura afro. Que no se me malinterprete: sé que el pelo caucásico puede describirse como grasiento, lacio o  no, pero digamos que eso no es lo habitual. Y no resulta difícil imaginar el momento de horror que se produciría si yo hablase tan alegremente sobre el pelo de una mujer blanca, ¡y en su cara!

Los términos que usamos para describir el pelo afro no guardan relación con su textura y, juzgada con una vara de medir ajena, esta siempre va a resultar carente de algo. No obstante, la cuestión es que no disponemos de una lista de palabras que reflejen las cualidades del pelo afro, términos que demuestren sus puntos fuertes, su belleza y su versatilidad.

Ni siquiera las etiquetas de nuestros productos capilares supernaturales parecen capaces de alejarse de ese esquema mental. Nos asaltan palabras como «rebelde», «salvaje», «alborotado», «inmanejable» y «áspero». Puede que logremos arrancar un «cool» o un «funky», pero nuestro pelo nunca es «normal» y punto. Como siempre, la belleza se concibe según las características de un estándar que no está diseñado para incluirnos. La única manera de que un pelo afro pueda cumplir aparentemente los criterios de belleza es que hagamos que se parezca a un pelo europeo, es decir, que nos asemejemos a algo que no somos.

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El mundo que nos rodea alimenta un potente relato en torno al pelo y a la feminidad. Desde cuentos de hadas hasta anuncios, películas y vídeos musicales, nuestros iconos tienden a lucir unos bucles voluptuosos. Para niñas y mujeres, la feminidad va estrechamente ligada al pelo. Durante mucho tiempo, el pelo largo y suelto fue uno de los indicadores más potentes de ser mujer. Pero el pelo afro no crece así; por lo general, crece hacia arriba. Por supuesto, la feminidad, igual que la belleza, sigue siendo un proyecto culturalmente concreto, y desde luego no se diseña teniendo en mente el aspecto físico de una mujer negra. Sin embargo, sí se espera que nos ajustemos a esos estándares, y ay de nosotras si no lo conseguimos.

Dicha presión para ceñirse a los estándares europeos de belleza va mucho más allá de esa clase de vanidad con la que suele identificarse para restarle importancia, la de que siempre nos parece mejor lo que tienen los demás. En el incidente del Pretoria High School, a esas niñas les dijeron que no podían ir a clase tal y como ellas eran porque tenían que parecer «limpias». Dos semanas después, un tribunal federal estadounidense sentenció que era legal despedir a una empleada por llevar rastas, al considerarlas «poco profesionales». Sin embargo, los términos «limpio» y «profesional» son un gran constructo, y considerar que el pelo de la gente negra, tal y como crece natural en nuestra cabeza, no es ni limpio ni profesional resulta de lo más revelador. En este punto, es significativo cómo opera el lenguaje en la política del poder. «Alborotado», «rebelde», «inmanejable», «áspero». Pensemos en estos términos en el contexto de la naturaleza normativa de las políticas en torno al pelo. El lenguaje que ahora se considera culturalmente inaceptable (el lenguaje de las colonias o de las plantaciones, el lenguaje empleado en otros tiempos para describir a la gente negra) no ha desaparecido: simplemente se ha trasladado a la zona de la cabeza.


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