Vivir de forma más simple no se trata de abandonarlo todo, sino de saber qué es lo que verdaderamente nos aporta bienestar y paz en un mundo donde todo va demasiado rápido. La nueva corriente minimalista propone un consumo lento, consciente y ordenado para cuidarnos mejor: no se trata de tener hogares vacíos, sino personales y habitados por las cosas que queremos.
Seiri, seito, seiso, seiketsu y shitsuke. Son los cinco principios que rigen la filosofía nipona del samu, comúnmente conocida como la filosofía de las 5s. En castellano, se podrían traducir en: clasificar, ordenar, limpiar, estandarizar y mantener la disciplina. Si bien se lee como una lección milenaria, lo cierto es que esta corriente forma parte del «método Toyota», creado por la empresa automovilística para reducir el despilfarro de recursos e incrementar la productividad al máximo. Aplicado en la expansión japonesa tras la Segunda Guerra Mundial para dar una respuesta eficiente a las necesidades económicas, el samu acabó propagándose por los distintos sectores económicos: todo aquel que buscara productividad, miraba hacia las cinco ‘eses’.
En los últimos años, sin embargo, esta filosofía ha cobrado un nuevo significado que la sitúa en las antípodas de su origen y aboga, frente al rendimiento, a la calma. Existe ahora una nueva corriente minimalista que propone aplicar las reglas niponas a lo que ocurre entre las cuatro paredes de nuestro hogar para deshacernos de todos esos objetos que alguna vez disfrutamos y que hemos dejado de necesitar. No se trata de generar un espacio donde aumente la habitabilidad, sino de una técnica para mantener la cabeza en su sitio, porque una casa ordenada equivale a una mente sin ruido.
Así lo han demostrado estudios científicos como el de las Universidades de Princeton y Texas-Austin: el cerebro humano necesita estar inmerso en un entorno donde el equilibrio destaque y el ruido visual no ciegue. Ante un hogar limpio y ordenado, su bienestar y capacidad para procesar información aumenta. Precisamente la primera investigación realizada en España sobre el tema, de la mano del Consejo General de la Psicología de España e IKEA apunta que elementos como la luz, el orden, el olor o el nivel de ruido en casa influye directamente sobre nuestra salud emocional.
De vuelta al samu, todo empieza por ser minimalistas y clasificar nuestras pertenencias en distintos grupos: almacenar, mantener al alcance de la mano, donar o tirar -preguntándonos si lo que hay en nuestras manos tiene algún propósito en nuestra vida-. Posteriormente entra en juego el orden (seito), una organización lógica que permita acceder de forma intuitiva a aquello que buscamos o necesitamos en cada momento. Y como colofón, el seiketsu y shitsuke: el orden de lo que dejemos debe mantenerse día a día –por ejemplo, podemos organizar nuestro hogar de forma semanal– para poder invertir el tiempo en otros asuntos que nos reporten felicidad, aunque siempre manteniendo la constancia a corto, medio y largo plazo.
Para ser minimal hay que (re)conocerse
En el día a día acelerado que rebosa estímulos, elegir apostar por lo minimal se convierte en toda una declaración de intenciones. Hablamos de armarios cápsula, espacios diáfanos y muebles adaptables que ocupan poco y sirven para mucho, pero también de minimalismo digital, que invita a llevar a cabo una vida analógica durante 30 días para abandonar el uso excesivo de la tecnología, o de minimalismo social para aprender a valorar las relaciones que verdaderamente nos aportan estabilidad. Con la idea de documentar el minimalismo contemporáneo, el periodista Kyle Chayka publicó recientemente Desear menos: Vivir con el minimalismo (Gatopardo Ediciones), un libro donde emprende un viaje a través de la evolución de esta filosofía para proponer abrazarla con la intención de reducir el consumo desmesurado.
«Cada uno de nosotros adquiere más de 70 prendas nuevas cada año, pero luego tiramos a la basura 30 kilos de textiles por cabeza», explicaba recientemente en una entrevista. «Ahora que nos hemos dado cuenta de que el progresivo aumento del materialismo está destruyendo el planeta, el minimalismo se antoja como una forma responsable de enfrentarse al mundo». El periodista propone no comprar lo que nos vemos obligados a actualizar cada cierto tiempo para mantenernos en la ola de la tendencia –por ejemplo, los últimos modelos de teléfonos móviles o las prendas que pronto pasarán de moda– y aprender a construir una relación satisfactoria con las cosas.
Pero para esto necesitamos, inevitablemente, revisitar nuestro inventario de gustos y aficiones buscando qué es lo que verdaderamente aporta algo en nuestras vidas. No se trata tanto de vaciar estanterías como de conocernos. Precisamente por este motivo Chayka no comparte el concepto de minimalismo que tiene Marie Kondo, quien hizo viral la idea de limpiar espacios para hacerlos armoniosos. Si bien ha enseñado a miles de personas a priorizar y estandarizar su orden, «borra cualquier huella de personalidad o extravagancia, como la colección impresionante de adornos navideños que tenía una de sus clientas: a mucha gente le funciona, pero Marie Kondo hace que uno no piense por sí mismo».
Es una tesis similar a la que comparte la periodista Marta D. Riezu en Agua y jabón: Apuntes sobre la elegancia involuntaria (Anagrama) donde defiende que la virtud está «en algún lugar entre el exceso agobiante y el falso minimalismo». «Un espacio perfecto nos confunde, nos hace creer que nosotros podemos ser asépticos cuando el ser humano es saliva, sangre y bilis: por eso es urgente aprender a comprar bien; eso solo es posible si lo hacemos con un interés genuino por las personas y la historia que hay detrás de cada objeto, sin atajos ni trucos», sostiene.
Hacia un minimalismo personal y consciente
La ilusión de simplicidad que genera el minimalismo contemporáneo se mantuvo durante mucho tiempo reservada para los bolsillos exquisitos. En los años cincuenta, cuando el diseño minimalista ganó popularidad gracias a arquitectos como Marcel Breuer o Ludwig Mies Van Der Rohe, solo los millonarios pudieron permitirse un hogar amplio y diáfano y lofts decorados con escasos pero caros con poco mobiliario.
Sin embargo, podían disfrutar de esta aparente sencillez porque contaban con ventajas inmateriales que aseguraba su estabilidad económica y social (contactos, formación, cultura), como reflexiona el periodista Héctor G. Barnés en este artículo. Sigue ocurriendo: «Entre los defensores del “vive mejor con menos” late un nuevo moralismo que olvida que solo quien tiene mucho puede permitirse vivir sin nada. Es la mayor expresión del nuevo lujo», explica. Frente a ello, la otra cara del minimalismo nacida tras la crisis del 2008, cuando la austeridad económica y la inestabilidad laboral hizo casi obligatorio aprender a vivir, de verdad, con menos.
Y entre estas dos aguas nada esa nueva forma de interpretar el minimalismo sin caer –paradójicamente– en el materialismo: como un consumo lento y consciente que nos beneficie por dentro y por fuera, respetando también al bienestar del planeta. En otras palabras, saber qué es lo que verdaderamente queremos y nos va a aportar. Consumir ecológico y de kilómetro cero siempre que sea posible, pero sobre todo hacerlo de forma reducida. Se trata de entender que el minimalismo no es tener pisos casi vacíos, sino hogares que sean personales, pero conscientes. Aplicar los seiri, seito, seiso, seiketsu y shitsuke para vivir en calma.