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Cinco lugares a los que solo se puede llegar andando

«Pies para qué os quiero, si tengo alas para volar», decía Frida Kahlo. Imaginación a un lado, esos pequeños apéndices que habitan al final de nuestras piernas pueden llevarnos a los confines del mundo: caminar sirve, también y sobre todo, para llegar hasta nosotros mismos. Ya sea en las montañas asturianas o en un pueblo perdido de Indonesia, te dejamos unas cuantas opciones para conocerte en el viaje. 


A lo largo de la historia, filósofos, artistas, científicos o escritores, dejaron por escrito muchos de los secretos que encendían su creatividad, que activaban su fluidez mental, que conseguían sacarles del mundanal ruido y de la rutina para llevarlos a esa cuarta dimensión en la que eran capaces de crear. De entre todos los que había, alguno más excéntrico que otro –cada uno tiene sus manías: yo escribo mientras me estiro el flequillo compulsivamente–, el escritor Frédéric Gros encontró uno que parecía repetirse en varios de estos creadores: muchos de ellos caminaban. De hecho, le pareció tan determinante que escribió un ensayo titulado Andar, una filosofía.

El libro no es una exaltación del senderismo ni publicidad encubierta de marcas de ropa deportiva para paseantes de fin de semana, sino una reflexión sobre cómo, según dice el propio Gros, «la marcha puede acabar con las convenciones estúpidas, la seguridad letárgica de las paredes, el tedio de lo idéntico, el desgaste de la repetición, la medrosidad de los pudientes y el odio al cambio». Caminar «como expresión del rechazo de una civilización corrupta, contaminada, alienante y miserable».

Ahora que parece que solo se puede pensar delante de un ordenador, sin embargo, Gros subraya la importancia que tenía el caminar para muchos filósofos. Por ejemplo, Nietzsche decía que no debíamos creernos ningún pensamiento que no haya surgido al aire libre –él trabajaba caminando–; y Rousseau decía que cuando era joven disfrutaba del placer de pasear pero que, desde que se hizo mayor, en él se había impuesto la necesidad de llegar pronto a los sitios. Si pudiera levantarse de su tumba en el panteón de París y ver las colas que hay para fotografiarse con los monumentos de su ciudad, pensaría que la sociedad ha envejecido como él: parece que solo queremos llegar, fingir que estamos solos en el lugar más concurrido del mundo y apagar la sonrisa en cuanto guardamos la cámara tras retratarnos con la Gioconda, la Torre Eiffel o el Louvre.

Quizá sea paradójico escribir esto desde una oficina. Imagino a Rousseau cogiendo su teléfono, grabando y sumándose a esa tendencia metacrítica que circula por las redes sociales: Instagram vs. Reality, una serie de vídeos en los que se compara la foto que se sube con lo que realmente pasa mientras la instantánea. En una, la sonrisa, el paisaje, el beso romántico; en la otra, la de verdad, hordas de turistas con palos selfie haciendo cola para, primero, engañarse y, después, engañarnos con una fotografía exclusiva en algún lugar tremendamente masificado.

El caminar, recuperando lo que decía Gros, podríamos aplicarlo también a nuestros viajes para acabar con lo idéntico y encontrar lo auténtico, para romper esa dicotomía tan propia del turismo moderno: hay que ir a donde nadie ha ido, al lugar más original del mundo pero, a su vez, tenemos que estar allí donde otros ya han estado. O, en otras palabras, tenemos que asistir al ritual chamánico con ayahuasca de una tribu casi extinta que habita en la oscuridad de la selva amazónica y esperar horas para que se despeje un poco la cola y así hacernos una foto besándonos con nuestra pareja delante del Cristo redentor.

Si te hemos convencido en nuestro elogio del caminar, también queremos ayudarte a dar el primer paso, valga la redundancia. Esperamos que te sirva para encontrarte contigo mismo, tus pensamientos, tus ideas o, incluso, para no encontrarte con nadie. Por eso te dejamos cinco lugares impresionantes para visitar que cuentan con algo que los hace únicos e irresistibles: solo se puede llegar a ellos andando.

Choquequirao, el último refugio del Inca

Si no manejas Photoshop lo suficiente como para quitar a guiris fotografiando llamas con Machu Picchu de fondo, puedes hacer una ruta de cuatro días para encontrarte a absolutamente nadie en Choquequirao. Bueno, nadie, nadie… tampoco. Probablemente esté el guarda, un vecino del pueblo más cercano –a 35 kilómetros– que conoce todas las leyendas del lugar y que te indicará sobre qué parte de la ruina puedes dormir, junto a unas pocas tiendas de campaña, entre las paredes en las que Manco Cápac II hizo un último esfuerzo por resistir ante el invasor español.

Las ruinas de Choquequirao, de las que solo hay destapadas apenas un 30%, están situadas en una ramificación del Salcantay, uno de los apus más importantes de la cultura Inca. Para llegar hay que caminar varios días por la selva, salvar desniveles de más de 1.500 metros y acampar en espacios muy austeros con pocas duchas y muchos mosquitos.

Foto: Lucía Barba y Luis Aguilar.

Como recompensa, podrás caminar solo por una de las construcciones más importantes del imperio Inca, dormir sobre sus terrazas, una auténtica obra maestra de ingeniería agrícola. Tampoco harás cola para fotografías, autobuses de vuelta o para comprar una botella de agua a precio de oro: aquí el agua va contigo desde el principio del trayecto y se va recargando con el deshielo de los nevados.

Los anillos de Picos: entre montañas partidas en Asturias

En un lugar como el Principado es difícil decidir si echar la mañana en la playa, tumbado en acantilados cubiertos de prado, comiendo fabada regada de sidra en algún llagar, o perdido entre los canales que rajan las montañas de los Picos de Europa. Si eliges esta última opción, la de la montaña, prepara las botas, calienta las rodillas y camina para dormir en algunos de los lugares más recónditos de toda nuestra geografía. Por niveles, aunque el bajo ya es muy alto, hay tres anillos (rutas circulares) que rodean uno, dos o los tres macizos de la cordillera. Las caminatas diarias son de, mínimo, 15 kilómetros y demasiados metros de desnivel.

El premio es un refugio de alta montaña con barra libre de una cena cocinada con mucho mimo por los guardas, la compañía de entrañables vacas y algún burro que ayuda con el transporte desde la civilización. También te llevarás el atronador silencio de las cumbres que, de vez en cuando, se ve interrumpido por el ronquido de algún otro montañero que, como tú, ha sido capaz de llegar hasta allí y ahora duerme a escasos centímetros de ti en la misma litera. Quizá en ese momento prefieres la cola para hacerte un selfie con la Gioconda.

Foto: Lucía Barba y Luis Aguilar.

Al despertar vuelves a andar, solo, por prados entre cumbres. Cuando amanece y el sol se cuela entre los canales, paras, abres el desayuno –que, también con mucho mimo, te ha preparado el guarda– y puedes hacer fotos, selfies o críticas a la metafísica tradicional y niegas la trascendencia, que es lo que haría Nietzsche.

Rinjani, el volcán que amenaza con ahogar varias islas

Como en la foto que se hizo viral de muchos montañistas haciendo cola para coronar el Everest, cada vez más, el campamento base del Rinjani, un volcán situado en Lombok, una pequeña isla de Indonesia, se llena de locales y turistas acampados que esperan a que sus sherpas les terminen por preparar el Yatekomo que les dé fuerzas para la subida final del día siguiente.

Hasta este campamento base, situado en el cráter sobre un lago volcánico, llega mucha gente después de caminar durante una dura jornada de un ascenso que empieza por una zona selvática donde monos autóctonos, que ya saben lo que hay, intentan robarte la comida. Un par de horas o tres de sueño después, ya no son tantos los que terminan por alcanzar los 3.726 m de altura que tiene el pico sobre el cráter: hay que subir hundiendo los pies en arena volcánica, sin luz, con un frío no muy tropical, y viendo cómo del lago volcánico burbujean enormes bolas de azufre que amenazan a cada resbalón.

Foto: Lucía Barba y Luis Aguilar.

Arriba, agujereando el mar de nubes, se pueden ver las otras montañas que componen el cráter y, cruzando el mar, el monte Agung, el volcán de la isla de Bali. Mirando hacia abajo, sobre la ladera, algunos se paran, algo que se sabe cuando su frontal iluminado deja de moverse. No es fácil caminar con uno mismo, con tus pensamientos, con la culpabilidad de rendirse. En el caso de mi expedición, de las trescientas personas que empezamos la ruta solo llegamos al pico veinticinco, no tanto por las piernas como por aquello que decía Thoreau, otro gran caminante, en Walden: «el coste de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella»; o, como diría mi madre, «para presumir hay que sufrir». No todos estamos dispuestos –ni tenemos por qué, ojo–, a madrugar y subir de noche a la cima de un volcán. Aunque quede estupenda la foto en Instagram, que aquí sí que no hay que borrar a nadie más del fondo.

Queimada dos britos, un oasis en mitad de un desierto lleno de oasis

Al nordeste de Brasil hay un desierto que se forma con los sedimentos acumulados que va dejando el Amazonas, además de otros ríos, y arena que viaja por el aire, cruzando el Atlántico desde el Sahara. Un proceso de millones de años que ha creado un paisaje de dunas que, durante unos meses al año, es único en el mundo. Estos meses son en los que, como suele pasar en el trópico, llueve intensamente y entre el barlovento y el sotavento que forman el viento y la arena, se crean lagos de agua dulce prístina, virgen, solo ocupada por peces con una esperanza de vida marcada por el inicio de la siguiente temporada seca y que nacieron gracias a que un pájaro los defecó como huevas. Tuvieron tanta suerte que cayeron justo ahí, en un paraíso solitario.

Foto: Lucía Barba y Luis Aguilar.

Para llegar hasta un lugar en el que puedas dormir hay que caminar duna para arriba, duna para abajo, cruzando la mitad de los Lençois Maranhenses durante catorce horas. Después de eso, el único rastro de vida humana –solo por si te apetece que en la foto salga alguien de fondo–, te ofrecerá una hamaca, un cabrito y la localización de la mejor duna para ir al día siguiente. Allí verás cómo el sol, saliendo, refleja las fulguritas (vidrios formados por los rayos al caer sobre la arena) y las lagunas azul turquesa; de fondo, el océano Atlántico, referencia para que no te pierdas a la vuelta y puedas estar pendiente de tu mente, del paisaje, de la cámara frontal de tu teléfono.

Santiago de Compostela: si no es andando, no has llegado del todo

«Deprisa, nos esperan» dijo el poeta francés Rimbaud poco antes de morirse. Caminante hasta cuando le amputaron la pierna, prefirió ir andando hasta París desde su localidad natal, Charleville, cuando decidió huir de allí para siempre y no paró hasta casi llegar–¡andando! – a Rusia. Lo hacía porque, como dirían Antonio Machado y DJ Marta, «al andar se hace el camino» y, al caminar, uno deja sus prejuicios, tiene más tiempo para mirar hacia fuera, pero, sobre todo, hacia dentro.

Foto: Lucía Barba y Luis Aguilar.

Algo así le pasa a los que deciden llegar a Santiago andando. El Camino no es la plaza del Obradoiro, a la que se puede llegar en coche, en taxi, en autobús; el Camino son todas las posibles vías que se tienen para, teniendo al Santo como excusa, explorar nuestros límites físicos y mentales, compartirlos con otros –salvo una ruta que es más popular, la mayoría están libres de colas para hacerse fotos–, conectar con miles de años de peregrinaje, tener tiempo para pensar, para entender que formamos parte del mundo. Y, sobre todo y mucho más importante, para comer pulpo a feira y tomarse una Estrella Galicia fresquita.

Con este suman cinco lugares a los que llegar por uno mismo, sin selfish, en un ejercicio de una gran responsabilidad. Cinco lugares para encontrarte con otros sin colas, sin selfies. Cinco lugares para pensar para qué nos obsesiona llegar, si todo lo importante, lo mágico, lo interior, lo exterior, están en el durante. Porque caminar, como dice Gretel Ehrlich, es también una deambulación de la mente.

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