LGTBI

«Quiero ser feliz en mi pueblo. No voy a renunciar a ello por mi orientación sexual»

Desde 2019, los movimientos sociales que reclaman medidas efectivas contra la despoblación se han multiplicado por todo el territorio. Además de pedir una igualdad de oportunidades que ayude a coser las brechas demográficas y económicas, el mundo rural reclama visibilidad para todas las realidades que lo habitan: contra los prejuicios que aún hoy los tachan de retrógrados con las personas LGTBI, sus habitantes quieren acabar con la leyenda negra y demostrar que la España vaciada también es diversa.


Entre los cientos de frases que se le atribuyen en imágenes con su cara que circulan por la red, hay una que reza que «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio». La dijera realmente o no Albert Einstein, es casi una verdad universal. Aunque no se les puede negar cierta utilidad en nuestra vida cotidiana, sean malos o buenos, los prejuicios a menudo excluyen e impiden ver otras caras de la realidad. El mundo rural arrastra unos cuantos: que los pueblos son ideológicamente ultra conservadores donde la tolerancia no existe, que castigan con hostilidad la diferencia y donde no hay libertad para mostrarte como eres. Y eso pesa, y mucho, al hablar de la realidad que viven las personas LGTBI en el mundo rural.

«En el imaginario popular, el homosexual de toda la vida sigue siendo el que se queda cuidando de su madre anciana o el que se queda, literalmente, para vestir santos. Si eres una persona joven con ganas de ver mundo, que está intentando entenderse, que siente que no encaja, y te ves en esa tesitura… No sabes si te van a alcanzar las fuerzas para soportar eso», explica Alberto que, a sus 37 años, acaba de volver a vivir a su pueblo, una pedanía zamorana que apenas pasa de 100 habitantes. Allí salió del armario con 22. «Fue un proceso terriblemente doloroso. Pasas a ser el centro de las miradas porque la gente nunca ha tratado con esto, tienen un montón de prejuicios acerca de cosas que no conocen y viven en entornos donde hasta las expresiones cotidianas son machistas y homófobas. Hacerlo requiere un bagaje de ánimo, espíritu y apoyo que no todo el mundo tiene».

A pocos kilómetros de allí, en otra localidad de menos de 500 vecinos, Gonzalo lo hizo antes, a los 16. «Con mi grupo de amigos nunca tuve ningún problema y no dijeron nada en absoluto, pero he tenido que ‘educarles’ poco a poco en ciertos aspectos, sobre todo con el lenguaje, para que tengan cuidado de no molestar ni ofender a nadie con comentarios que, aunque ellos no se den cuenta, pueden hacer daño», explica.

Ambos se consideran a sí mismos privilegiados porque, a diferencia de otros, dicen nunca haberse sentido acosados o agredidos en sus pueblos por su orientación sexual. Sí cuentan que han vivido episodios concretos de homofobia que han marcado su forma de actuar y de relacionarse con el mundo, que sobre todo tienen que ver precisamente con el lenguaje. «No puedo decir que me hayan hecho la vida imposible por ser maricón, pero hay situaciones a las que le das vueltas durante años. Por ejemplo, recuerdo un día que los chavales del pueblo estaban jugando un partidillo de fútbol y que, cuando fui a unirme, uno de los mayores me soltó entre risas: ‘No, tú no, que tienes la voz muy aguda’. Mi hermana y mi madre le restaron importancia y me dijeron que solo era el comentario de un tonto, pero yo era pequeño y me quedé desconcertado pensando qué tendría que ver mi voz para jugar o no una pachanga. Obviamente ahora sé que lo que significaba era ‘no, tú no, que eres mariquita’ y me da mucha rabia pensar que, desde ese momento, fui escondiendo la pluma evidente que tenía. Y es algo que ya ha quedado en mí, desde ese momento aparentemente tan tonto», cuenta Gonzalo.

El ‘sexilio’ o la búsqueda del oasis de libertad urbano

Lo que para él fue esporádico, para otros miembros del colectivo LGTBI no lo es. Aunque la sensación compartida es de que las cosas van mejorando, el Ministerio del Interior investigó 1.802 posibles delitos de odio en 2021, un alarmante 41% más que hace apenas cinco años. De ellos, la mayor parte fueron por cuestiones racistas o xenófobos (37%) seguidos de ataques contra la orientación e identidad sexual (26%).

A sus 59 años, Antonio se muestra preocupado por estas cifras. Hace ya un cuarto de siglo que reside en Alicante, a donde llegó procedente de Dénia que, aunque es también un pueblo, no tenía ni tiene la misma realidad que otras localidades pequeñas del interior de la meseta. «Aquí la gente estaba más liberada, y ahora lo está más todavía, pero entonces era algo que estaba muy mal visto, sobre todo si pertenecías a alguna de las grandes familias del pueblo», explica. Nota mucha más apertura pero, en el fondo, ve el mismo poso de siempre y llama a no bajar la guardia. «Me da mucha pena que resurjan ciertos pensamientos retrógrados y tengamos que leer noticias de que hay parejas que son atacadas por ir por la calle de la mano. Yo no lo hago porque soy un antiguo y me educaron así, pero ¿qué problema hay en ver a dos hombres caminando cogidos de la mano? ¿Qué mal hacen? ¿Por qué no les dejan vivir en paz?», se pregunta.

«La inercia te obliga a pensar que no hay alternativa y que tienes que irte del pueblo si quieres ser feliz, y no es así»

La mayor parte de estos ataques se producen en entornos urbanos como el suyo, pero desde las asociaciones llaman a la prudencia a la hora de interpretar las cifras. «Sería falaz creer que si en las estadísticas y datos no figuran informaciones y denuncias de muchos de estos lugares de España es porque no se dan incidencias e incidentes relacionados con delitos de odio y la discriminación. Las agresiones por LGTBIfobia suelen suceder a la visibilización o interpretación de una persona como LGTBI: a menor visibilización, menos agresiones. Pero el mero hecho de no poderse visibilizar o de vivir con miedo a hacerlo ya implica, de por sí, una gran violencia estructural que no puede recabarse con datos en ningún informe», explican en uno de los últimos estudios sobre la materia impulsados por la FELGTB.

«Que aumenten los delitos de odio es lamentable, pero no podemos obviar que en los últimos años ha aumentado exponencialmente la apertura de la sociedad. Hace veinte años era imposible pensar que algún día ondearía en los ayuntamientos la bandera arcoíris, y por eso soy muy crítica con los que se empeñan en hacernos ver que todo va a peor», opina Virginia. Además de activista por los derechos LGTBI, desde 2015, es alcaldesa de San Pelayo, un pueblo de Valladolid de medio centenar de vecinos.

Para ella, en un mundo interconectado y globalizado, es absurdo pensar que el rural sigue siendo un entorno tan retrógrado como lo era hace décadas. «En los reportajes de estos días se pinta Chueca como el ejemplo de liberación, como si las que vivimos en los pueblos estuviéramos aquí amargadas y escondidas, pero no es así. En otros tiempos, más oscuros, una persona homosexual no podía desarrollarse plenamente en un pueblo –probablemente tampoco en la ciudad– y tenía sentido que existiera un espacio para huir de esos ambientes asfixiantes, pero la realidad es que hoy el entorno rural no es así. Claro que, por cuestión de estadística, es más difícil para un adolescente LGTBI encontrar y socializar con gente del colectivo, pero es porque directamente hay pocos jóvenes. Es menos frecuente ver a dos chicas besándose, pero de repente en el pueblo de al lado encuentras a una pareja de chicos que salen del armario, conviven y todo el mundo lo ve como algo normal», cuenta.

Manifestación del Orgullo en Madrid durante los años 70.

La búsqueda de otros miembros de la comunidad ha sido un leit motiv durante décadas para marcharse, y sigue siéndolo. «Yo quería irme a una ciudad más grande precisamente por eso. Más allá del insulto tonto que no me afectaba en absoluto, sentía que aquí no encajaba y que tenía que irme a Madrid. No me valía otra ciudad más pequeña, porque Madrid era el sitio donde todo iba a ser genial y todo iba a mejorar», cuenta Gonzalo. En el ámbito académico existe una palabra para esa sensación que describe: el sexilio, la marcha obligada de personas del colectivo desde sus localidades a grandes capitales donde sentirse anónimo y vivir con más libertad.

El mismo camino de ida a la gran ciudad por motivos económicos y laborales lo recorren miles de jóvenes del rural cada año pero, en el caso de las personas LGTBI, se añade un importante componente de discriminación  y falta de libertad sexual. El horizonte casi siempre tiene forma de rascacielos. «A los 18, mi objetivo era vivir en Madrid, daba igual para qué. Allí el anonimato era maravilloso, pero llega un momento en la vida en que tienes que pedirle ayuda a alguien. En un pueblo sabes que quien tienes al lado te la va a prestar, pero en las ciudades yo no sentía lo mismo», comparte Alberto. Y añade: «Hay un punto de evasión, de necesitar salir de aquí porque te hacen sentir que es un infierno. ¿Qué no hay gente? Pues depende de para qué. Si el objetivo es acumular relaciones, a lo mejor sí necesitas una ciudad; si no, en absoluto. La inercia te obliga a pensar que no hay alternativa y que tienes que irte si quieres ser feliz, y no es así».

La falta de referentes LGTBI y el peso de la educación

Para revertir la situación y que el panorama cambie y mejore para las próximas generaciones, todos coinciden en que la clave está en la visibilización y en la educación. O, dicho de otra forma, en los referentes. «Yo asumo que hoy tenemos que ser el ejemplo que nosotros no pudimos tener. Si lo pienso, en mi pueblo no conocí a ninguna mujer lesbiana, pero es que en televisión solamente veíamos a Maca y Esther de Hospital Central», cuenta Virginia. «Afortunadamente, los más jóvenes lo ven todo el rato en la tele y lo normalizan mucho más. Cuando yo era pequeño, el único hombre homosexual que veíamos era el de Melrose Place y el pobre sufría tanto que nadie en su sano juicio querría tener esa vida. Ahora abres Netflix y ves Heartstopper… y es otra cosa», añade Alberto.

Él, maestro de pueblo en una localidad cercana a la suya de poco más de mil habitantes, comprueba a diario que aún queda mucho por avanzar, y que todo empieza en el colegio. «Nuestra labor es que normalicen ciertas cosas sin explicarles un catálogo que no se le puede decir así como así a un niño de siete años. Basta con gestos simples como el decir ‘cuando seas mayor y tengas novia o novio’, contar con naturalidad historias en la que dos chicos se enamoran o explicarles que no pasa nada por llevar algo rosa y nadie tiene por qué meterse con ellos», cuenta.

Cuando sus compañeros de claustro, que conocen su orientación sexual, le preguntan si se lo contaría a sus alumnos, él dice que lo haría sin problema. Ya lo hizo en su anterior centro, aunque la experiencia no fue precisamente buena, y eso que se trataba de un centro «muy moderno, aparentemente abierto y de una capital de provincia». «Los chavales me preguntaron si tenía novia, les dije que tenía novio, y poco después el director me llamó la atención y me dijo que eso era algo mío que no debía compartir. Entonces, un día, entró en clase y les pregunté yo a los niños si sabían si el dire estaba casado o no y dijeron que sí, y que tenía dos hijas, que se lo había contado muchas veces. Les expliqué que algunos padres se habían quejado porque les había dicho que salía con un chico y que, viendo que el problema no era decir si estabas casado o no sino con quién, podían hablar conmigo si tenían algún problema. Algunas madres me dieron las gracias por el gesto, por haber sido valiente y haber dado ejemplo a sus hijos, pero fue una situación muy desagradable».  

«Trabajar en la creación de entornos más seguros y defenderlos contra el estereotipo que nos tacha de retrógrados forma parte del compromiso que adquirimos con nuestro pueblo»

La visibilidad de otras realidades es el primer paso para crear entornos seguros en los que mayores y jóvenes se sientan cada día más libres de mostrarse tal y como son. Gonzalo, que también es profesor, pero de instituto, también tiene claro que en los últimos años se ha avanzado mucho. «Los adolescentes son mucho más fuertes de lo que éramos nosotros. Tienen mucha más información y asumen que si salen del armario y alguien se molesta, el problema es del retrógrado y no suyo. En paralelo, en los pueblos la gente también se está dando cuenta de que es algo normal», cuenta. Hoy, él vive y trabaja en una ciudad pequeña en la que también nota esos pequeños pasos en primera persona. «No sé si es porque hay más visibilidad o porque tengo más rodaje, o por ambas cosas, pero aquí me siento igual de libre que cuando estaba en Madrid, y eso es un cambio enorme respecto a mi adolescencia. Claro que hay personas cerradas que pueden hacerte un mal comentario, pero no siento que tenga que esconderme más que allí», explica.

«Para mí no es una cuestión de homofobia ideológica sino que es producto de esa tendencia a señalar al diferente que aún existe en los pueblos y del miedo a lo desconocido. Evidentemente, hay excepciones, pero la generalidad es que, aunque hemos tardado en hacerlo, cuando hemos salido del armario los vecinos lo han entendido perfectamente. Hemos visto casos de personas que han pasado directamente de llamar a alguien maricón como insulto a decirle que le avise si alguien se mete con él. Yo llevo diez años con mi chica y nunca he tenido ningún problema y, siendo alcaldesa, jamás he recibido un comentario desafortunado sobre mi condición sexual», subraya Virginia. Pone otro ejemplo: «Hace unas semanas fueron las fiestas de San Pelayo y la plaza estaba llena de personas LGTBI. ¿Tú crees que algún vecino dijo algo? En absoluto, porque es lo habitual en los pueblos. Decir lo contrario hoy por hoy es leyenda negra».

Alberto coincide. «En Madrid sí he tenido miedo a caminar de la mano con mi pareja, evitando darnos un beso al despedirnos por si luego nos seguía alguien. Aquí eso no me ha pasado jamás. He tenido novio, he paseado con él y nos hemos parado a saludar a las señoras sin recibir nunca un comentario hiriente o una mala cara por su parte». Y añade: «En los pueblos, sobre todo en los más pequeños, existe un sentimiento familiar muy sólido. Salvo que tengas algún problema personal y no te integres por el motivo que sea, cuando das el paso de mostrarte abiertamente gay, la comunidad abraza el hecho de que tú, seas como seas, también formas parte de ella y que, si te atacan a ti, están atacando a todos».

Poder marcharse, poder volver

Poco a poco, las realidades van cambiando y numerosos colectivos y personas trabajan para luchar contra los fantasmas y prejuicios que aún azotan el rural. «Como miembros de la comunidad tenemos una doble responsabilidad: la primera, como personas que pertenecemos a esta tierra; y la segunda como personas LGTBI. Trabajar en la creación de entornos más seguros y defenderlos contra el estereotipo que nos tacha de retrógrados forma parte del compromiso que adquirimos con nuestro pueblo. No vamos a permitir que nadie de fuera venga a estropear los avances que sí estamos consiguiendo», explica Virginia. Y zanja: «Hablemos con hechos: la realidad es que esta semana en el ayuntamiento de mi pueblo y en el de otros tantos va a ondear la bandera arcoíris y en el de muchas ciudades que presumen de abiertas como Madrid eso no va a pasar».

Para Alberto, es inevitable que en el mundo rural haya comportamientos y expresiones más arraigados, pero eso no significa que sean un entorno más hostil per se, sobre todo a largo plazo. «Claro que aquí cuesta más normalizar que un niño vista de rosa o juegue a las cocinitas pero, una vez que se normaliza, el cambio llega para quedarse. Cuando una pareja homosexual o no normativa pasa de verdad a formar parte del pueblo, se queda mucho más impregnado que en la ciudad. Allí, aunque se aparente modernidad, se mueven entre círculos muy parecidos entre sí, sobre todo en las élites. En un pueblo todo es mucho más heterogéneo: hay uno del PP, otro del PSOE, otro de Podemos, otro que pasa de política, otra que va a misa todos los días… y al final todos formamos parte del mismo pueblo, nos ayudamos y, salvo excepciones, nadie ataca a nadie. Es reconfortante estar en un sitio en el que sabes que, aunque te critiquen en casa como hacemos todos, cuando lo necesites te van a ayudar», reivindica Alberto.

Dos años después de volver definitivamente, él lo tiene clarísimo. «Sé que soy homosexual y sé que formo parte de esta tierra. Quiero ser feliz aquí y me niego a dejar que cunda el pánico y que se extienda la idea de que si te quedas vas a morirte del asco y a acabar solo. Me niego a ser de pueblo y a verlo  desaparecer delante de mis narices. Yo no voy a tener hijos, pero soy maestro y sé que puedo sembrar el cambio desde otro lado. Quiero que mis alumnos puedan tener una perspectiva de futuro en sus pueblos, que puedan hacer cosas interesantes y ser felices aquí si lo desean, ya sean homosexuales, heterosexuales, pansexuales o lo que ellos quieran. Es nuestro espacio, nuestra tierra y nos nutrimos de ella. Eso de que no se puede ser un maricón de pueblo y ser feliz es un sentimiento ficticio, una mentira de la que nosotros mismos nos hemos autoconvencido». Él ya está manos a la obra.

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