palabras como ecosistemas

Palabras como ecosistemas

«Las palabras más antiguas del mundo pueden revelarnos cosas acerca de los lugares de los que venimos, ayudarnos a convivir en un planeta herido, a no repetir los mismos errores que hoy se disfrazan de nostalgia, convertirse en amuleto para seguir adelante».


Las palabras dan forma a nuestro planeta. Lo definen, lo amasan, lo moldean. Crecemos rodeados de ellas, las usamos para nombrar, delimitar, poseer. Pero también para conservar, cuidar, querer, recuperar.

La lengua es corazón y raíces, sustenta nuestra cultura, nuestros lugares en el mundo. Sobre las palabras que pronunciamos y sobre las que también callamos se levantan comunidades, micorrizas y vínculos. Nunca dejaremos de necesitarlas: sucede que cuando nombramos y conocemos, comenzamos a sentirnos como en casa, los nombres forman también nuestro hogar.

Todas ellas siempre fueron y son válidas: las que aparecen en los diccionarios, las que susurraban bajito nuestras abuelas, las que nacieron en otros idiomas, las que se amparan en acentos, también aquellas que fueron despreciadas por venir de periferias y medios rurales. Cuando una lengua desaparece, muere un bosque, un hábitat, un prisma, una aldea, una manera única a través de la cual mirar y rehacer el mundo. Otras formas de habitar son necesarias en estos tiempos de emergencia climática e incertidumbre. Me pregunto cómo podríamos hacer para crear una nueva lengua en la que no estemos solo nosotros, también los árboles, los animales y las plantas, todos los seres con los que compartimos nudos y pasos. Un lenguaje para la interdependencia, la defensa y la conservación de nuestro planeta.

Necesitamos, más que nunca, nuevas y viejas historias para rehacer y reimaginar nuestros vínculos. Muchas de ellas llevaban consigo maneras únicas de relación y saberes que no llegaron a escribirse porque no se consideraron válidas ni suficientes. Quizás debamos ahora mirar hacia abajo, hundir las manos en la tierra, remover aquel sustrato que hoy habitamos gracias al cuidado y al trabajo de todas aquellas personas que nos precedieron y que nunca dejaron de ser semillas. En estas raíces sobre las que crecemos, se crearon y mantuvieron relaciones que hicieron posible que nuevas raíces y palabras hoy nos sostengan a nosotros. Muchas de ellas que ya no recordamos definieron nuestros ecosistemas y paisajes, se enraizaron a pesar de que no fueran reconocidas ni protegidas como conocimiento y cultura.

Quizás, las palabras más antiguas del mundo puedan revelarnos cosas acerca de los lugares de los que venimos, ayudarnos a convivir en un planeta herido, a no repetir los mismos errores que hoy se disfrazan de nostalgia, convertirse en amuleto para seguir adelante. Puede que todas esas palabras que se encuentran en peligro de extinción lleven consigo la capacidad no solo de contar y modelar nuestros días, sino de transformarlos. Sin duda, ellas siguen ahí, impacientes, esperando el momento en el que reparemos que hay que romper el silencio, que tenemos que descubrir y nombrar las heridas no solo para calmarlas, también para que sanen. Algo de esto sabían aquellos que amanecían con una palabra en la boca: seher, ese viento de las mañanas sobre el que se piensa, que cuando aparece, ayuda a que las plantas nunca dejen de crecer.

(*) María Sánchez es escritora y veterinaria de campo. Ha publicado Almáciga: un vivero de palabras de nuestro medio rural (2020), Tierra de mujeres (2019) y el poemario Cuaderno de campo (2017).

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