Por raro que nos parezca en la cultura mediterránea, en algunos países como Canadá o Estados Unidos aún existen normativas que prohíben deambular sin rumbo fijo: si estás en mitad de la calle sin hacer nada, es que estás tramando algo. Construir ciudades con espacios públicos que no requieran de actividades de consumo para ser ocupados contribuye a nuestro bienestar: cuanto más se camina y se socializa, mejor calidad de vida y mejor salud mental.
El mito de la cultura Mediterránea, ese que señala a Italia, Grecia o España como países de vida lenta y en exceso pizpireta, como todo mito, tiene algo de cierto. Más allá del cliché, es evidente, y solo hay que darse un paseo por Estocolmo y otro por Cádiz para darse cuenta. Hay todo un imaginario al respecto que la caracteriza: las señoras al fresco en verano –actividad, por cierto, candidata a ser reconocida como Patrimonio de la Humanidad–, los muchachos quedando los viernes en el banco de una plaza a pasar la tarde charlando o comiendo pipas. Va pegado a la piel, casi.
Uno entiende el relacionarse como entiende su forma de caminar, es decir, apenas sin darse cuenta, y por eso vive como vive. Deambular, quedarse quieto en un bordillo y apoyarse mirando a la calle en la sombra, leer un libro bajo un árbol o pasar las horas poniendo un paso sobre otro paso de una punta a otra ya sea ciudad o pueblo y, sin querer, pararse a contemplar el paisaje, está en nuestro caso tan pegado al cuerpo que llega un punto en que el individuo mediterráneo si no lo hace se siente mal y se deprime.
Existe toda una literatura detrás que lo confirma y de alguna forma lo legitima. El propio Quijote o el Lazarillo, quizás dos de los pocos personajes de consenso con los que nos atreveríamos explicar una posible forma de ser española, se llevan, de hecho, la mitad de su relato así, deambulando, contemplando, reflexionando al respecto. Porque pasear a tientas posibilita eso: un tiempo distinto donde las cosas se resignifican y uno puede estar con uno mismo y con los otros en otra escala, inútil a priori y por lo tanto casi revolucionaria en la época de la productividad y el consumo.
En la escuela peripatética, aquellos discípulos de Aristóteles, otro mediterráneo, tenían el caminar como método filosófico. Incluso para los franceses, que a pocos se le vendrían de primeras a la cabeza en esta historia, una de sus épocas doradas culturalmente hablando reposa en la figura del flanêur, ese paseante de ciudades que vagaba buscando la belleza. Ejemplos hay muchos, claro, porque desde que el ser humano es bípedo le dio por andar sin sentido aparente. Y menos mal. Lo inhumano sería lo contrario, dirían algunos.
Ello, sin embargo, no tiene por qué indicar que el fenómeno no exista. Países como Canadá o, mayormente, Estados Unidos, llevan años sorprendiendo al personal mediterráneo en las redes sociales cada vez que se sube una foto con un cartel típico: Not loitering. Lo que traducido resulta precisamente, en «no deambular». El lema aparece, sobre todo, en el centro de sus ciudades, que como en todos sitios, más si se trata de ciudades patrimoniales, hace tiempo que tienden a convertirse más en lugares de consumo que en lugares de contemplación.
La excusa viene a ser siempre una serie de leyes, algunas datadas hasta del siglo XIX, cuyo principal motivo no era otro que la seguridad. El nombre en todo caso hace arquear la ceja: Ley «contra la vagancia». La traducción del diccionario de Cambridge sobre el loitering es hasta cierto punto ambigua: «El delito de esperar en un lugar como si se fuera a cometer un delito». Por lo que las prohibiciones son, por tanto, igualmente confusas. De fondo, la idea de que, si estás en mitad de la calle sin hacer nada, es que algo malo tramas. Aunque todas con sus particularidades, en países escandinavos como Suecia o Finlandia, no fue hasta 1987 cuando se derogaron las leyes ‘anti-vagos’,
Un banco puede ser una forma de amor (y mejorar la salud mental)
Más allá de la razón principal por la que alguien podría estar en la calle, es decir, no tener una vivienda en la que cobijarse, la sanción del loitering en la vía pública tiene su principal razón de ser en la forma de entender la calle. En una última serie de éxito noruega, The Architect –que en España está disponible en Filmin–, se plantea un mundo distópico no muy alejado de la realidad contemporánea, donde la protagonista tiene que alquilar una plaza de garaje porque ya no hay casas que alquilar ni mucho menos comprar.
En una de las escenas iniciales, mientras espera a un familiar que llega tarde en un banco, una vendedora de café para llevar le recrimina que no puede estar ahí más de 10 minutos sin consumir nada. El trasfondo actual del loitering, teniendo en cuenta que el vagabundeo sin reglas morales decimonónicas de por medio no debería molestar a nadie, es puramente económico.
La dicotomía entre el banco y la terraza dividen cada vez más el centro de la periferia en las ciudades. Por poner un ejemplo, el sociólogo José Ariza Cruz señalaba en un estudio de 2022 que el ratio de terrazas y bancos de Madrid dejaba ver cada vez menos espacios donde el estar sin hacer nada era posible. En el distrito centro de la capital del país hay 0,14 bancos por cada terraza de bar o restaurante. El por qué esto puede significar un problema social en el largo plazo, a pesar de que pueda parecer prácticamente imposible que en el aspecto cultural se termine de asentar una negatividad hacia el deambular, está nada más y nada menos que en la salud mental.
Está comprobado que cuanto más se camina y se socializa, mejor calidad de vida y mejor salud mental. El aislamiento durante pandemia de la Covid en 2020 sirve como escenario de antítesis para la cultura mediterránea: Según el Colegio de Psicólogos de Madrid, los datos apuntan, como consecuencia de aquella falta de socialización, a un aumento del 250 % de los casos de suicidio entre la población infantojuvenil durante aquel año. Aunque se trata de un tema poliédrico en sus causas y con cientos de matices dependiendo de la zona, lo cierto es que buscando en los datos de los países donde el loitering ha estado o está prohibido de cualquier de las maneras, el resultado apabulla. Mientras que en Canadá, con ejemplos de normativas anti-loitering en ciudades como Vancouver u Ontario, este tipo de muertes se cuentan por 10,7 cada 100.000 habitantes, en España baja hasta el 8,4. Caso aparte, EEUU, donde llega supera los 14 por cada 100.000 habitantes.
Decía el poeta granadino Javier Egea que «hay cosas en esta vida que solo se resuelven junto a un cuerpo que ama». Y entendiendo el amor en una definición amplia de la palabra, se podría decir que es en el contacto humano donde este se hace hueco. Prohibir deambular, encontrarse sin reloj ni ataduras, con uno mismo o con el otro, atacar directamente a ese hallazgo posible, es, en definitiva, estar en contra de la vida.