Que la pantalla no te impida disfrutar del viaje

Adam Alter llamó «epidemia tecnológica zombie» a la dependencia de los aparatos que nos absorben. Con las estadísticas de adicción a la tecnología en la mano, toca pararse a pensar sobre cómo –y, sobre todo, para qué– usarlas sin dejar que nos zombifiquen.


Si te has acercado a un festival en los últimos años, habrás podido comprobar que, más que disfrutar del concierto, abundan las personas que graban sin parar vídeos que, probablemente, nunca volverán a ver. Algo similar sucede en los restaurantes, donde se pide al que está enfrente que espere a que se realice la foto foodie de rigor antes de empezar a comer, o se ignora lo que cuenta para responder a un mensaje importantísimo. O se le da al niño el teléfono para que no moleste.

Este tipo de escenas habituales tienen un denominador común: las pantallas a las que nuestros cerebros están pegados con pegamento. Y lo están cada vez más: el estudio de Arthur Zuckerman afirma que, de media, chequeamos los teléfonos cada 12 minutos y que estamos más tiempo ante una pantalla que dormidos, unas 8 horas y 41 minutos.

Así, mientras Instagram se llena de posts hablando de respeto, las conversaciones en la vida real se alejan de un acto básico que lo demuestra: mirar a la cara de quien habla. Somos seres sociales que quieren conectar y compartir momentos, pero huir de los dispositivos es cada vez más difícil. Salir de casa sin el móvil es casi un ejercicio de rebeldía que cada vez menos personas hacen, y tampoco es habitual ver una mesa libre de teléfonos para chequear. Tampoco es habitual ver a gente sin él en el transporte público en un momento en el que la capacidad de aburrirse durante un tiempo muerto esperando a alguien también ha desaparecido del mapa y no se entiende: siempre está el móvil a mano para entretenerse

Esa presencia permanente de notificaciones afecta, y mucho, a nuestra capacidad de atención. Un estudio de la Universidad de Texas reveló que nuestra capacidad cognitiva disponible –es decir, la habilidad del cerebro de retener y procesar información en un momento dado– se reduce significativamente cuando tenemos el teléfono a nuestro alcance, incluso cuando lo tenemos apagado. Dicho de otra forma, estar pendientes de la pantalla, iluminada o no, nos distrae de lo que está pasando fuera de ello y nos impide concentrarnos.

Los niños pantalla y el sedentarismo digital

Todo ello tiene especiales consecuencias conocidas –y aún desconocidas– en el caso de la infancia, especialmente vulnerable a la dependencia tecnológica y con un cerebro aún en desarrollo. Según una investigación de JAMA Pediatrics, el tiempo que los niños pasan ante una pantalla se ha doblado desde la pandemia, ya que muchos de ellos, además, dan clase con tabletas. El problema llega a edades muy tempranas: por ejemplo, la Asociación Médica Americana estima que los menores de seis años pasan unas tres horas diarias ante una pantalla; los menores de tres años pasan el doble de tiempo que hace 20 años.

Teniendo en cuenta que los niños son una tabula rasa e imitan lo que ven, los adultos tampoco suelen ser un buen ejemplo en cuanto a uso de pantalla se refiere. De hecho, es también habitual ver cómo el teléfono se ha generalizado como una herramienta precisamente para evitar las rabietas y escándalos, utilizándolo como un elemento de distracción para que los pequeños dejen de llorar. ¿El problema? Que se va a convertir en un hábito poco saludable que hará que hará cada vez más difícil el momento en el que queramos desengancharlos de las pantallas y que jueguen en la vida 1.0.

Haber puesto en un segundo plano las carreras y partidos en el patio, el salto a la comba o los juegos de equipo tiene un efecto claro en la reducción de la actividad física: nuestro pulgar está muy fit, pero nosotros no. Aunque está más que comprobado que mantener una vida activa tiene unos claros beneficios en cuanto a salud y bienestar emocional, la omnipresencia tecnológica hace que nos movamos menos. Diferentes investigaciones –por ejemplo, la publicada en Pubmed– indican que existe una relación estrecha entre el uso del móvil y el empeoramiento de las condiciones físicas y los resultados académicos. Dicho de otro modo, cuanto más se usa el smartphone, peores resultados a nivel físico y escolar se obtienen.

Tampoco ayuda a ello que, además de una herramienta de comunicación, las pantallas también sean una vía de información y entretenimiento asociada al descanso: para evadirnos del trabajo –que realizamos frente al ordenador–, encendemos la televisión para ver una serie o cogemos el móvil para ver Instagram o Twitter. Según estima We are Social, nueve de cada diez españoles tiene redes sociales y pasan en ellas, de media, dos horas cada día.

Sin embargo, nuestro cerebro procesa mucho mejor la información que obtiene sin que medie un dispositivo. Un estudio reciente de la Universitat de Valencia liderado por el profesor Ladislao Salmerón concluye que, por ejemplo, retenemos mucho mejor los conocimientos que leemos sobre el papel que los que nos llegan a través de la pantalla, especialmente cuando se trata de textos académicos o que tenemos que estudiar. «Cuando preguntamos y cuando evaluamos a chavales más jóvenes vemos que ellos se benefician aún más del papel que generaciones anteriores», explicaba Salmerón en una entrevista de la Cadena Ser.

En modo off contra la ansiedad

Al mismo tiempo, también ha sido ampliamente investigado por los neurocientíficos que las actividades manuales estimulan, entre otras cosas, nuestra creatividad. Este tipo de acciones analógicas ayudan a ejercitar la concentración que tanto necesitan los procesos creativos y la búsqueda de soluciones aplicables en cualquier otro campo vital. Hace unos años, Betsan Corkhill, un terapeuta británico especializado en tejidos, realizó una encuesta a casi cuatro mil tejedores en las que concluyó que, además de hacerles felices, este tipo de actividades les ayudaban a ser más creativos, estar relajados y aliviar el estrés; al mismo tiempo, también habían percibido mejoras psicomotrices en coordinación y memoria, y habían mejorado su capacidad de concentración, de ser pacientes y tolerar la frustración.

La realización de este tipo de actividades –desde hacer deporte a colorear mandalas– es una forma de combatir la ansiedad, un problema que está cada vez más sobre la mesa. Ha sido declarada como la enfermedad del siglo XXI y, según la OMS, más del 10% de la población mundial la sufre de manera grave. El uso de pantallas como anestesiante de este problema, a menudo, solo sirve para generarlo con más fuerza y mellar gravemente nuestra salud mental, sobre todo durante las vacaciones. Un estudio de la universidad de Cambridge publicado hace poco más de un año concluía que casi nueve de cada diez jóvenes necesitaban compartir en redes las imágenes de sus vacaciones, pero ocho de cada diez afirmaban que ver las publicaciones estivales de sus contactos les generaba ansiedad. El mismo estudio apuntaba, al mismo tiempo, otro dato relevante: el 68% reconocía estar más atento a compartir los mejores momentos de su vida que a disfrutarlos.

El uso abusivo de los teléfonos nos acerca a una falsa imagen idílica alejada de la realidad. El swipe interminable frente al movimiento está generando, por otra parte, la reacción contraria: auge de redes sin filtro como BeReal indican una tendencia al alza de otra nueva forma de relacionarnos con las pantallas más saludable, sobre todo entre los más jóvenes. ¿Recuperaremos la dimensión personal en la era de la hiperconexión?

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