En un mundo en emergencia climática donde afirmamos querer vivir de modo más consciente, ¿por qué la cultura popular, lo aspiracional, el lujo, siguen en la dirección contraria?
La cultura que consumimos –series, cine, música, literatura– configura parte de lo que somos y, sobre todo, juega un papel fundamental a la hora de hablar sobre aquello que imaginamos. Anhelar un estilo de vida más consciente no está reñido con disfrutar de un reality o con bailar una canción cuyo mensaje no compartimos, vaya por delante. Sin embargo, en el aire flota otra cuestión: si estamos en camino en esa transformación y sabemos que es urgente, ¿por qué los estímulos mayoritarios de la cultura popular, lo aspiracional, siguen en la dirección contraria?
Un ejemplo. En el primer capítulo de Soy Georgina, el reality centrado en la modelo Georgina Rodríguez que se ha colado entre los contenidos mundiales más vistos de Netflix, la protagonista se cruza en el aeropuerto con su pareja, Cristiano Ronaldo. No es que se encuentren en la terminal, es que se encuentran en las pistas. Aterrizando. Cada uno en un avión. No dejaría de ser algo anecdótico que responde bastante a la línea narrativa del documental si no fuera porque unos capítulos después, Georgina dice algo así como que el lujo está al alcance de todos, que es la naturaleza, «y que hay que cuidarla». Un mensaje eminentemente positivo de protección del entorno pero que, como poco, contrasta con lo que se muestra en cada capítulo: lujo en su máxima expresión, un yate atracado en Mónaco, un garaje lleno de coches y vuelos internacionales casi diarios.
En un planeta en emergencia climática, la vida de rico sigue manteniendo un ritmo altamente contaminante –de hecho, según un informe de Oxfam, en nuestro país el 10% más rico de la población emite en nuestro país 2,3 veces más de CO2 que el resto–, mientras que quienes la contemplan intentan reducir su huella medioambiental para llevar una vida más consciente –según el último estudio de Marcas con Valores, el 84% de los ciudadanos admiran a quienes practican un consumo más consciente–. Esa disonancia inunda el imaginario cultural: se refleja como aspiración inalcanzable –y, en cierto grado, envidiable– un modelo de vida que, por otra parte, se intenta desterrar porque ya conocemos que es insostenible.
El dilema no es patrimonio de la modelo y el futbolista, por supuesto. Al fin y al cabo, el reality responde al estereotipo que el lujo tiene en la cultura popular: muchas cosas, muy caras, jets y barcos privados, mansiones, joyas y coches con por lo menos un par de tubos de escape como símbolos de empoderamiento. Hace unos días, la periodista Azahara Palomeque planteaba la cuestión en un extenso y documentado hilo en Twitter a raíz de la publicación del videoclip de Saoko, la nueva canción de Rosalía. La autora recibió miles y miles de comentarios en tono de mofa e insultos por parte de los fans de la catalana y de los usuarios de la red tildándola, como mínimo de exagerada por el primer tuit.
«Que Rosalía haya elegido para su álbum el título de Motomami, y que los vehículos de Saoko adquieran el rango simbólico de un poder inagotable es tan anecdótico como representativo de los valores dominantes en una sociedad que premia la abundancia pecuniaria por encima de consideraciones éticas, en detrimento de otras formas de realización social –sentirse parte de un grupo, cuidar y ser cuidado, cumplir una función laboral que beneficie a los demás– y, por supuesto, de valores alternativos: el respeto, la honestidad, la bondad», explicaba poco después la autora en un artículo publicado en Climática tras la polémica.
Acumulación ilimitada en un planeta con límites
Además de un elemento de puro disfrute, las manifestaciones culturales sirven para configurar referentes y apuntalar estereotipos, y al mismo tiempo es una herramienta clave para imaginar las transformaciones que vienen. «Hay una creciente brecha abierta entre lo que hay que hacer y lo que puede hacerse, lo que importa de verdad y lo que cuenta para quienes hacen y deshacen; entre lo que ocurre y lo deseable», advertía hace años Zygmunt Bauman.
Pese al reino de la distopía que invade libros y series, hace años que, en materia de ficción, muchos autores analizan el poder transformador de imaginar futuros mejores. Sin embargo, ¿qué pasa con la no ficción? ¿Con los videoclips, las revistas, lo que vemos en la tele o en la ventana al mundo de las redes sociales? Muestra de ello son los haul tan populares entre influencers: solo en Youtube, la búsqueda arroja más de 70 millones de vídeos con esa temática. Se trata de vídeos en los que se muestran las últimas compras en moda, maquillaje, cuidado personal, tecnología o hasta en el supermercado, y sus protagonistas hablan con sus seguidores todo lo que se han llevado a casa o sobre si deberían quedárselo o no. ¿El resultado más habitual? Un mix perfecto de fast fashion y consumo desmedido: armarios llenos de ropa con etiqueta, cajones con colecciones imposibles y productos aún sin abrir que se ven habitualmente en series de stories en los que además se acumulan los productos regalados por las marcas.
Aunque aún existan ese tipo de tendencias, también hay cuentas que ya forman parte de un nuevo modelo imparable y que reflejan ese cambio social que ya se está produciendo. Al mismo tiempo que casi el 20% de los jóvenes de la generación Z aseguran que, una vez que aparecen con un look en Instagram, no vuelven a ponérselo nunca más, se ha disparado el mercado de segunda mano entre esos mismos jóvenes, a través de plataformas como Vinted o Wallapop, que no paran de crecer en número de usuarios. La última campaña de esta última es toda una declaración de intenciones sobre ello.
En las redes, eso ha tenido un reflejo en la eclosión de perfiles dedicados a la ropa vintage –influencers como Chiara Ferragni o las Kardashian presumen de usarla– o el despegue de los hauls… de segunda mano: en Tik Tok e Instagram se acumulan camino de un millón de publicaciones bajo la etiqueta #thrifthaul.
También hay algunas voces entre rostros conocidos que han expresado que esos dilemas existen y han intentado darles una respuesta. Por ejemplo, la modelo Bella Hadid mostró hace un par de años su preocupación por el impacto ambiental de los vuelos que tenía que tomar por trabajo y declaró que plantaría 600 árboles para intentar compensarlos. Poco antes, Chris Martin, cantante de Coldplay, anunció que su grupo no saldría de gira para presentar su álbum Everyday life (2019) hasta encontrar la manera de que esta fuera más respetuosa y menos contaminante.
Idealidad e irrealidad
Esos dilemas entre lo que muestran las pantallas, la cultura y la realidad no se circunscriben a la emergencia climática o al consumo. Sucede lo mismo al hablar de igualdad en industrias como el cine o la música –por ejemplo, como contaron numerosos artículos tras la imagen promocional de Yate de C. Tangana, en el que aparecía en cubierta rodeado de mujeres en bikini, algo criticado incluso por otros influencers como María Pombo– o la precariedad entre jóvenes –en Valeria, la adaptación de Netflix de las novelas superventas de Elisabet Benavent, una escritora de treinta años vive sola en un piso de diseño en el centro de Madrid a pesar de quedarse sin trabajo– o la diversidad corporal.
En este último punto, un controvertido ejemplo reciente. Carlos Montero, creador de Élite, respondía así a la pregunta de por qué en su serie no caben los cuerpos no normativos en una entrevista publicada en Fotogramas: «Son cuerpos a los que aspiramos, ya sea para parecernos a ellos o para acostarnos con ellos. ¿Cuáles son las razones de mostrar estos cuerpos y no los de verdad? Pues los mismos de estar contando una élite española que tampoco existe. Es una estilización, una idealización. Igual que muestro piscinas y casas de ensueño, muestro también cuerpos de ensueño».
Psicólogos y psiquiatras ya han estudiado cómo la idealización de la vida y los cuerpos de las personas conocidas o no tan conocidas en esta última tiene efectos perjudiciales en la salud mental –un informe interno de Instagram reconoce que su plataforma daña la autoestima de 1 de cada 3 jóvenes–, y también suponen un dilema a la hora de perpetuar estereotipos sobre las vidas deseables. La cultura y sus representantes, en todas sus expresiones y formatos, son herramientas claves de inclusión y transformación climática y social. ¿Llenarán las motos eléctricas los próximos videoclips de éxito?