«Convertir en conflicto la fractura histórica no ayuda a construir soluciones. El carácter inaudito del desastre obliga a amalgamar voces y esfuerzos», escribe la periodista Azahara Palomeque.
Cada generación está anclada a la historia, y es esa historia, con sus vapuleos y desgarros, pero también con sus logros, la que nos teje un mapa en la piel y configura de qué manera pensamos y actuamos. Junto a otros factores, como nuestro lugar en el espacio social –que seamos más ricos o más pobres–, pertenecer a una generación concreta, apuntalados gracias a esa lotería que es siempre el nacimiento, acarrea, si no una mirada del mundo, sí un margen posible de lo que puede ser observado.
Así, mis abuelos, ya fallecidos, debieron enfrentarse a una Guerra Civil y aprender, con muy pocos medios y escasa escolarización, a vivir en una dictadura; mis padres inauguraron la democracia y se nutrieron de los derechos sociales que trajo; mi generación, esa que llaman millennials, dio la bienvenida a la edad adulta en plena crisis financiera de 2008. Junto al resto de los jóvenes y las criaturas que van naciendo, tiene por delante el desafío de adaptarse e intentar mitigar una emergencia climática jamás vista en la trayectoria de la humanidad.
Quién habría imaginado que en los últimos cincuenta años el 70% de la vida salvaje iba a ser aniquilada, o que se lanzaría más CO2 a la atmósfera que en los siglos anteriores. Si oteamos el futuro, leeremos predicciones dignas de temblor: derretimiento acelerado de los polos, posibles fallos simultáneos en las cosechas, fenómenos meteorológicos extremos cada vez más frecuentes. Por esta razón, el IPCC ha explicado las sacudidas ecológicas con una infografía que oscurece su color conforme menos edad tenemos: la gravedad de todo aumenta mientras más tarde hayamos nacido. Es decir, el mundo de antes, el actual y el porvenir se parecen muy poco.
El reto es inconmensurable en cuanto que los vivos, cada uno fruto de sus coordenadas espaciotemporales, con sacos ideológicos distintos y memorias que a veces evocan un frío que ya no es o una corriente fluvial desaparecida, tenemos que congeniar nuestras discrepancias en una agenda común forzosamente marcada por la justicia intergeneracional. Esta tarea no resulta nada sencilla: los mayores a veces sienten culpa por el legado terráqueo que dejan y los hijos miran a sus padres en una búsqueda de responsabilidad. El conjunto, compartiendo hogar, se lleva las manos a la cabeza con cada anuncio de otro récord –de temperatura, de pérdida de biodiversidad–, bandera roja que provoca dolor.
Asumir la fractura histórica se torna imperativo. Convertirla en conflicto, sin embargo, no ayuda a construir soluciones. Precisamente por el carácter inaudito del desastre toca amalgamar voces y esfuerzos. Pensar que nos corresponde salvar la casa, esa nodriza que nos atraviesa y alimenta, refugio contemporáneo y único lar también para los próximos habitantes.
Azahara Palomeque es escritora y periodista especializada en cambio climático. Colabora con medios como El País, Cadena Ser o Climática. Es autora del libro Vivir peor que nuestros padres (Nuevos cuadernos de Anagrama, 2023).