Ilustración: Laura Velasco

Un pequeño gesto

«Solo hay un viaje. Perdonar y perdonarte. Hacer de ti la mejor versión posible. Estar en paz contigo y con tu gente. Dejar el planeta un poquito mejor de cómo estaba cuando viniste».


Cada vida es un viaje. Es una certeza que camino no hace tanto, a mis cuarenta y largos ya, pero es que las cosas llegan cuando tienen que llegar. Ni antes ni después. Cada vida es un viaje con un solo destino –no hagas trampas ni vayas hasta el último párrafo de esta carta en busca de ese epitafio, déjame contarte antes, ten paciencia–. El destino último que esconde ese viaje en realidad es siempre el mismo, pero el camino hasta él tiene infinitos desvíos y circunvalaciones. Atajos ajenos a los mapas (donde serpentea la senda de lo vivido) pero también áreas de descanso donde aparcar la tristeza. A veces campo a través (respirando aire puro) y a veces agobiadísimo, en mitad de un metro atestado de gente, cruzando líneas subterráneas en ciudades imaginarias.

Mi odisea la imaginé siempre como un éxodo en busca de grandes gestos, montañas altísimas, aventuras más grandes que la vida misma, como Ulises en el maravilloso poema Ítaca, de Konstantínos Kaváfis. «Pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. Pide que el camino sea largo. Que muchas sean las mañanas de verano / en que llegues –¡con qué placer y alegría!– a puertos nunca vistos antes». En aquella travesía nunca hubo espacio para cuidar a los míos, ni para regar las plantas (se me morían), ni para tratar de hacer el mundo un lugar mejor, más bello, más justo. De eso ya se encargarían los demás –además, para qué perder tiempo tratando de cambiar las cosas si la gente no cambia (¿no?)–. Si las cosas son como son, que cada palo aguante su vela, si yo tan solo anhelo incandescencia. Es mucho más fácil mirar hacia otro lado, no hacerte más preguntas de las necesarias, decirte a ti mismo que tan solo estás aquí de paso y no saber (ni querer saber) qué pasará con los amaneceres que están por venir. Ya se apañarán las generaciones que vengan. Que yo ya tengo bastante con lo mío.

Hasta que un día, cansado ya de entusiasmos vacíos de entrañas, me paré a mirar cerquita, y no había nada. La casa sin flores, la escarcha en el sentir, la sensación (que corta como un cuchillo) de no estar haciendo las cosas bien. De no ser quien podría ser. Entonces llegó la consciencia, las ganas de llenar mis días de pequeños gestos: adoptar un animal, cuidar las playas que amo, comprar productos honestos, caminar un poquito más cada día, separar el papel del plástico, decirle a mi madre todos los días «Buenos días, mamá». Ahora lo sé. Solo hay un viaje. Perdonar y perdonarte. Hacer de ti la mejor versión posible. Estar en paz contigo y con tu gente. Dejar el planeta un poquito mejor de cómo estaba cuando viniste. Escuchar desde el corazón. Con el corazón abierto de par en par. Un pequeño gesto cambia el mundo.


Jesús Terrés (@nadaimporta) es periodista y escritor. Sus newsletters llegan cada semana a miles de personas en todo el mundo. Es autor del libro de crónicas Nada importa (Círculo de Tiza) y Buscaba la belleza (Destino), su primera novela, que ha publicado recientemente. Aquí puedes leer la extensa charla que mantuvimos con él.


«En el momento en el que fueron cortadas, las flores ya están abocadas a morir. Pero, dependiendo del agua, vivirán más. Aunque parecen bonitas, empiezan a marchitarse, solo que no se ve: los tallos se estiran todo lo posible, pero no llegan a tocar el agua. Empiezan a caer los pétalos y el polen, que ya no fecundará nada. Pero caen en la sombra, por lo que, a la luz, a simple vista, todo está bien. No pretendemos la perfección que hubiera sido no cortar las flores, pero con el pequeño gesto de rellenar el vaso de agua...». Laura Velasco (@filledusoleil).

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