Además del Día de Todos los Santos, el 1 de noviembre se celebra el Día Mundial del Veganismo. Casi tres décadas después de que se fijara esta fecha en el calendario –a iniciativa de Louise Wallis, entonces presidenta de la Sociedad Vegana de Reino Unido, en 1994–, el movimiento vegano está cada vez más extendido en campos como la gastronomía o la cosmética. Pero, más allá de las emisiones, ¿qué otras implicaciones en materia de sostenibilidad y salud tiene que un producto tenga sea vegano?
Oficialmente, un producto vegano es aquel que no emplea ningún tipo de materia prima de origen animal. En los últimos años, además, la ciencia ha confirmado que cambiar el modelo alimentario hacia uno basado mayoritariamente en proteínas vegetales es fundamental para frenar la emergencia climática, porque los alimentos con este origen tienen mucho menor impacto en cuanto al uso de recursos. Por ejemplo, un estudio realizado por las universidades de Michigan y Tulane estimaba que, solo en Estados Unidos, reemplazar la mitad de los alimentos de origen animal por otros de origen vegetal permitiría reducir un 35% las emisiones relacionadas con la alimentación. Eso supondría, al año, un recorte de 224 toneladas de CO2.
Sin embargo, más allá de la reducción de emisiones, al hablar de ellos, a menudo no se entra –o se entra muy tibiamente– en otras consideraciones que tienen que ver con la sostenibilidad o la salud. En ese aspecto, las cifras están claras. Un ejemplo de ello es todo lo relacionado con uso de pesticidas y otros productos durante el proceso de cultivo. Como señala el propio sello europeo de certificación vegana V-Label, gestionado en España por la Unión Vegetariana Española, «los abonos utilizados en el suelo donde se cultivan las materias primas para los productos con el sello V-Label no constituyen un criterio relevante. No obstante, las materias primas procedentes de la agricultura ecológica vegana deben ser priorizadas, y animamos a las empresas a evitar voluntariamente el uso de fertilizantes que contengan sustancias derivadas de animales».
Por tanto, la conclusión es que no porque algo sea vegano tiene que ser necesariamente bueno para la propia salud o para el planeta porque, por ejemplo, esa etiqueta no nos dice qué fertilizantes o pesticidas se utiliza en su producción. Sin embargo, el consumidor final no siempre tiene eso claro: según un estudio publicado a principios de año por Just Eat e IPSOS Digital, el 71% de los españoles considera que seguir una alimentación vegana es mejor para el medioambiente.
Algunos expertos que ya están pidiendo aclarar las cosas en este punto. Entre ellos está Ángeles Parra, presidenta de la Asociación Vida Sana y directora de BioCultura, la feria del sector ecológico más importante a nivel nacional y que estos días celebra su trigésimo séptima edición en Madrid (IFEMA). Edición en la que, además, se va a apostar especialmente por los productos veganos, pero con un matiz: productos veganos sí, siempre y cuando sean también ecológicos. Un mensaje en el que llevan ya años insistiendo.
«Es un sector que ha crecido muchísimo, sobre todo en gente joven, que convierte el consumo de productos veganos incluso en una filosofía de vida», plantea Parra. En su opinión, los veganos se preocupan de que lo que comen no contenga ningún ingrediente de origen animal, algo que no es mal punto de partida, insiste, pero hay que ir más allá.
Aunque sabemos que una dieta vegana tiene un menor impacto en el planeta, sobre todo en cuanto al uso de recursos –el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas enfatiza en la necesidad de cambiar la dieta hacia una más basada en vegetales debido a que estas generan notablemente menos emisiones–, para Parra el asunto es más complejo. «Si estás comiéndote una lechuga y esa lechuga ha sido cultivada con insecticidas, con productos químicos sintéticos, o con fitosanitarios de diverso tipo, hay que tener en cuenta que esos productos han sido diseñados para matar todo tipo de insectos, de larvas, de microbios… de seres vivos, al fin y al cabo», razona.
Según ella, en este caso, el tamaño sí importa: el empleo masivo de agrotóxicos está afectando a ecosistemas enteros. «Estamos destruyendo un montón de seres vivos, lo que a su vez perjudica a otros seres vivos, porque los pájaros se alimentan de larvas, por tanto a los pájaros también les está afectando», insiste la directora de Biocultura.
La primavera silenciosa moderna
Lo que denuncia Parra no es un fenómeno reciente. Por ejemplo, ya se plantea en uno de los libros emblemáticos y pioneros de la lucha ecologista moderna, en Primavera silenciosa de Rachel Carson. «Polvos y aerosoles ahora se aplican casi universalmente a granjas, jardines, bosques y hogares. Productos químicos no selectivos que tienen el poder de matar a todos los insectos, a los buenos y a los malos, de calmar el canto de los pájaros y el salto de los peces en los arroyos, de cubrir las hojas con una película mortal para luego permanecer en el suelo. Todo esto, aunque el objetivo deseado pueda ser solo unas pocas hierbas o insectos», escribe Carson en sus páginas.
El libro fue escrito hace ya sesenta años y, desde entonces, el problema no ha hecho más que agravarse. Recientemente, uno de los científicos más autorizados en el estudio de la contaminación ambiental, Nicolás Olea, lo dejaba bien claro en una conferencia: «si estás pensando en hacerte vegano, no se te ocurra irte a vivir a la zona de Almería. Vas a comer más productos tóxicos en una semana que en toda tu vida… Por muy veganos que sean, te pueden envenenar igual».
Olea lleva décadas investigando acerca de los efectos indeseados sobre la salud humana de determinadas sustancias químicas cuyo uso masivo contamina nuestros suelos y aguas, las especies animales y vegetales y nuestros propios cuerpos. Según multitud de trabajos aparecidos en las principales publicaciones científicas, esta presencia de agrotóxicos está relacionada con una amplia gama de enfermedades y problemas de salud, incluyendo diversos tipos de cáncer, malformaciones, diabetes, obesidad o infertilidad.
En el caso de las dietas veganas, al incrementarse el consumo de vegetales, también se incrementa por desgracia el riesgo de exposición a estos compuestos nocivos. Según diversos estudios, las personas vegetarianas y veganas que consumen frutas y verduras convencionales –es decir, producidas por métodos no ecológicos– se exponen a más residuos de pesticidas que la población general no vegetariana. Por ejemplo, así lo señaló en el año 2009 Impact of food consumption habits on the pesticide dietary intake: comparison between a French vegetarian and the general population, un estudio que apunta en una dirección que han confirmado otros textos académicos desde entonces.
Entonces, ¿qué hacer? La recomendación para el colectivo vegano es apostar por productos certificados, a través del ya citado sello europeo V-Label, el más garantista dentro del sector vegano, al permitir la verificación por parte de entidades externas, cuestión que a veces no contemplan otros sistemas de certificación creados por empresas. Además de que estén certificados como veganos, deben estar certificados como ecológicos a través del logotipo ecológico oficial de la UE, la conocida como «eurohoja». Solo los productos que posean ambas certificaciones aseguran que lo que consumimos está libre de ingredientes animales y que, además, ayuda a proteger y conservar el patrimonio natural y nuestra propia salud.