«Propongo transitar otra vejez, poniendo por delante la experiencia antes que el cuerpo y la sabiduría antes que la belleza», escribe Mercedes Wullich.
La edad, algo que, hasta donde recuerdo, solo tenía el tamiz de los años y de la experiencia, de lo aprendido y lo olvidado, se ha vuelto en los últimos tiempos una categoría más en el concierto de los días. Reflexiono y, como una de esas categorías en las que trabajo desde mis 17 años se llama género –cuando antes solo era el sexo con el que nacíamos–, llego a la conclusión de que evolucionamos e involucionamos espasmódicamente, razón por la que debemos prestar atención a la parte más débil del hilo de nuestras vidas.
Al final, se trata de repensar y compensar aquello que, por cultura, educación y nuevos cánones de una sociedad que sigue forjando estereotipos, nos ponga a salvo.
Llevo 50 años con el foco en las mujeres, interpelando las cifras y los hechos. Alertando sobre las demoras que soportamos –hay todo tipo de coartadas para explicarnos por qué debemos ser pacientes– cuando lo que urge es que seamos parte de las decisiones que nos marcan e incumben. Lo que urge es acelerar los tiempos para que las nuevas generaciones no nos reclamen aquello que pudimos hacer y no hicimos.
Sin dejar de lado mi batalla perpetua, celebro que haya crecido la conciencia sobre la edad y sus bemoles. Por eso declaro: no ha lugar la enorme frontera que los años construyen como un cerco. Apuesto por un río en el que fluyan la sabiduría y la experiencia –«que la veteranía sea un grado», como dice Serrat en esa maravillosa y poco conocida canción que es Llegar a viejo.
Mi alegato no es inocente porque, aunque no me sienta víctima de un colectivo azotado por el edadismo, soy lo suficientemente pragmática para saber que, como dice un querido amigo, tengo ya una edad provecta. Lo supe el año en que cumplí 60, porque desde entonces y para siempre sería mayor que mi padre, que murió a los 59.
Una entrañable amiga de mi adolescencia que a los 40 y pocos vestía con cuero, tachas y botines –como la motera que era–, que llevaba el pelo corto y decolorado y, sobre todo, que tenía un desparpajo y una mirada tan inteligente como provocadora, vino a cenar una noche a mi casa. Cuando abrí la puerta, puso en mis manos una botella de vino y, antes de entrar y visiblemente contrariada, me dijo: «¿A vos te parece que yo tengo pinta de señora?». Acababan de llamarla señora para hacerle quién sabe qué inocente consulta. Me reí con ganas y, por supuesto, le dije que de señora nada. Entendí que esa rebeldía no respondía a un tema de edad, sino a un estereotipo con el que no quería tener nada que ver.
«Urge acelerar los tiempos para que las nuevas generaciones no nos reclamen aquello que pudimos hacer y no hicimos»
La sociedad, los medios, las marcas, el entorno y las redes sociales sacan de quicio los conceptos acuñados por otros –que casi siempre son hombres– y refuerzan la idea de que envejecer es negativo por lo que perdemos: belleza, atractivo y sexualidad. Cosas que, como tantas otras, aplicadas a ellos, se desvanecen, aligeran y resignifican.
A la par, el «mercado» nos vende aquello que se supone que debemos anhelar, por ser mayores, de manera unánime y transversal, en una especie de magma en el que la vejez –vaya estupidez– nos infantiliza y emparenta. Por eso amo el lema Sé más viejo, de aquella campaña de la agencia creativa China para Adolfo Domínguez, y cualquier cosa que derrumbe lo manido con frescura y rebatiendo lo que se da por hecho. Yo voto por ese mundo amable, inteligente y generoso en el que la incorrección se proclame como un antídoto de todo aquello que no nos representa. Propongo transitar otra vejez, poniendo por delante la experiencia antes que el cuerpo, y la sabiduría antes que la belleza que, inexorablemente, caduca.
Tenemos que elegir quiénes somos: señoras que han vivido sus vidas –muchas e intensas– y respiran y transpiran conocimientos de todos los tiempos… o un modelo cuyo nombre no se ha inventado todavía, pero en el que habitemos confortablemente sin la violencia de lo impuesto.
Yo espero cumplir 70 siendo una vieja loca, de las que me atrapan y seducen cuando las escucho, con esa libertad y ese arrojo que los años consolidan. Líderes de una manera nueva, acuñada por nosotras, en compañía de iguales o de varones de una generación con ideas distintas, que se rebelen contra lo establecido más allá de la edad y de su sexo.
Seamos nuestras historias y nuestras elecciones. Poco dadas a venerar y a soportar, construyamos un relato que incite a la insubordinación y a la independencia. Que lo ponga todo en entredicho. Hasta cómo y de qué manera llamarnos señoras.
Mercedes Wullich es mentora y experta en liderazgo femenino. También es fundadora de Mujeresycia.com y Top 100 Mujeres Líderes en España. Puedes conocerla mejor aquí.