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‘Así hablábamos’: Por qué la generación Z ha desterrado el luto

La última obra de la compañía La Tristura, que está arrasando en las funciones en el Centro Dramático Nacional, se sumerge en el peliagudo tema de la gestión de la muerte a través de una historia protagonizada por ocho jóvenes sobre el escenario. A través del prisma de la literatura de Carmen Martín Gaite y el ritmo de la música y el baile, la compañía cristaliza una pieza imprescindible para entender la actualidad del debate. «Somos una generación que está perdiendo esos ritos, que tiene que encontrar nuevas formas de afrontar el luto en grupo», señala el actor Gonzalo Herrero.


En una entrevista al escritor italiano Ugo Cornia, a propósito del tratamiento de la muerte en sus novelas, declaraba: «No creo en el luto, creo en los fantasmas». La frase, lejos de esoterismos, venía a indicar más bien una impugnación a la cultura de la muerte misma. A la tradición sombría y mediterránea. A sus ritos. Al tabú y al sufrimiento que conllevan. Cornia dice creer en los fantasmas, pero no habla de ectoplasmas. Habla de presencia íntima que palpita, de la historia de los ausentes que todavía sobrevuelan a los vivos y con la que, sin tanta gravedad, ropa negra o plañideras, es posible relacionarse y curar las heridas.

La última obra de La Tristura, Así hablábamos, va de eso. Y el tema cala. Tanto que lleva, de hecho, casi un mes colgando el «no hay entradas» en el Teatro Valle Inclán de Madrid desde que se estrenara el pasado febrero. Su historia, más allá de una brillante puesta en escena, con las canciones, la música y el baile como vehículo de la trama, es sencilla. Un grupo de pop, ocho jóvenes, todos menores de 30 años, se reencuentran un año después de la muerte de una de sus integrantes. Y en esas, hablan del pasado, del futuro, de cómo lo lleva cada uno de los ocho. Sin grandilocuencias, ni discursos de corta y pega. Como habla cualquier chaval o chavala de menos de 30 años.

«Todos, de alguna forma, hemos tenido relación con la muerte, la conocemos, ya sea prematura o no, accidental o no. Más que con la muerte en sí, con la experiencia del rito posterior a la muerte. A lo largo del proceso, percibíamos que somos una generación que está perdiendo esos ritos, que tiene que encontrar nuevas formas de afrontar el luto y en grupo», señala Gonzalo Herrero, actor y parte del elenco que La Tristura pone sobre el escenario.

En diálogo con ellos, a veces como voces en off, a veces como recuerdos invocados, como decía Cornia, los fantasmas. En concreto dos, el Carmen Martín Gaite y, claro, el de la fallecida. La primera ejerce con sus textos una suerte de hilo de conductor, de inspiración para el disco que sirve de excusa para ese encuentro y de indirecta maestra de ceremonias. La segunda, como la ausencia que dejó la herida abierta y que el desarrollo de la historia se encarga de abordar.

Un funeral sin música ya no es un funeral

El grupo que se presenta cada día en el escenario del Valle Inclán durante en el ‘tour de force’ que está suponiendo el estreno después de más de 30 funciones es heterogéneo. Los tres creadores y directores de la obra, Violeta Gil, Itsatso Arana y Celso Giménez, como es habitual en sus procesos creativos, no llevaron a cabo el clásico casting para conformarlo.

«Hicieron una convocatoria abierta, un taller de cinco días, del que salió casi todo el elenco», relata Herrero, cuya experiencia con la Tristura, en procesos parecidos, se remonta casi a su niñez. La premisa, incide, no tenía que ver ni con la muerte, ni con su vivencia. Eso vino después. La premisa principal era «estar en relación con la música».

Así nació el elenco. Anaïs Doménech, Teresa Garzón Barla, el propio Gonzalo Herrero, Fernando Jariego, Belén Martí Lluch, Eva Mir y Marcos Úbeda, al que luego se le añadió una artista consagrada en el circuito emergente nacional como Ede.

Cada uno de ellos conforma en conjunto un engranaje perfecto. A pesar de lo tétrico que pueda parecer el tema, incorporan una capa tras otra, con su cuerpo y con su voz, matices distintos, vivos, a una escaleta de canciones que se van añadiendo a la trama y al diálogo fantasmal. La base de la pieza, de hecho, y lo verdaderamente impactante como espectador, está ahí, en la fragilidad y honestidad de los diálogos respecto al movimiento de sus cuerpos, a cómo bailan, como tocan , cómo cantan, su vitalismo. En resumen, la estampa resulta como si la colosal despedida del funeral de Shane Macgowan en vez de protagonizarla veteranos músicos irlandeses pasada la cincuentena, lo hicieran jóvenes variopintos y sumamente energéticos tocando temas de pop español.

«Las dos primeras semanas de ensayo fueron, sobre todo, de creación musical. Buscar los temas, el grupo, la banda, quiénes éramos. Fue ya luego cuando apareció más la dramaturgia y las conversaciones sobre la muerte. Incluso algunos de los textos salieron de ahí, aunque no la mayoría, obviamente. Todos hemos estado en relación con eso y, sobre todo, en la búsqueda de un interlocutor. De encontrar alguien con quien poder hablar», explica el actor valenciano.

Solo desde ese punto partida se entiende las sensaciones que maneja y desprende la pieza en un tema tan peliagudo. La dirección actoral deja pistas: Se ve en el temblor de las voces de los actores al hablar en contraposición a su firmeza con la melodía de fondo o su risa conjunta cuando se reúnen en una mesa a hablar frente a la melancolía en una canción triste. A la duda tan simple de cómo hacerlo «mal» o «bien».

En un momento donde la salud mental comienza a dejar de ser un tabú, sobre todo para los más jóvenes, la decisión de La Tristura es exponer la situación frente a la muerte de un ser querido con honestidad, mostrar la estupefacción y exponer unas contradicciones que, en el fondo, no tienen edad y supone, para el espectador, casi un alivio nombrarlas.

«La diferencia con respecto a la generación anterior es fuerte. Yo, por desgracia, tuve que pasar por ello hace poco y me di cuenta que en la generación de mis padres hay unos ritos y unas costumbres que a lo mejor compartimos, pero desde otro punto. Hay una especie de miedo de no generar esos grandes ritos en los cuáles todo el mundo se reúne sí, pero, a la vez, una preocupación porque estos estén más enfocados en la vida, no en la pérdida. Yo aún dudo y aún cuando hablamos sobre el tema, todavía proponemos y debatimos cómo», confiesa Herrero.

Ritos nuevos con voces del pasado

El actor, que tanto por interpretación como por personaje guarda un papel fundamental en la obra, cuando habla del proceso de creación de la pieza se le escapa decir «Carmen». No «Martín Gaite». No «la escritora». El fantasma de la autora acompaña casi toda la pieza y también lo ha hecho en el proceso. Tanto que, cuando habla de ella, es como si fuera una más del elenco.

«Siento que en mi generación no la habíamos leído y ha sido, por un lado, estresante porque durante los ensayos no había tiempo físico para leerla como se merece. Por otro, el feedback que recibimos, tanto por quienes conocen su obra y ven reflejado su universo, como por quienes nunca hayan leído y no sepa, al salir del teatro se animan a leerla», destaca.

Si bien un nombre de la contundencia de Martín Gaite puede parecer forzado leído en la sinopsis antes de sentarse en la butaca, lo cierto es que no. La autora aparece casi como un nexo entre generaciones. Por su sensibilidad, a veces por su humor y, sobre todo, por cómo aborda la idea de la muerte y la necesidad de interlocución con el otro.

«Para mí, puede parecer una tontería, pero ha sido muy importante. Hay una de las citas que aparecen durante la pieza que, directamente, me destroza. Me acompaña y me hace entender muchas cosas. Esta que dice, parafraseándola: Oye su voz y durante un momento me atravesó como un flechazo el pensamiento de olvidarla. Para mí hay mucho de la pieza, en esa preocupación por cómo seguir presentes», señala Herrero.

Ese nexo intergeneracional, en todo caso, no solo se sirve de la autora de Entre Visillos o La Reina de las Nieves. Incluso el propio público, tras más de un casi un mes de representación, acaba por solidificar esa unión, ese desahogo colectivo del tabú de la muerte. En cada asiento, el espectador es intergeneracional. Da igual la edad, el aplauso, terminada la función es generalizado. «Una de las cosas con la que nos quedamos siempre es con eso, con la diversidad de público. Ver gente mayor, gente joven. Sentir que llega a muchos sitios, a muchas partes. La sensación de haber abarcado mucho más de lo que esperábamos».

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