«Yo he sido de casi todo en el pueblo», dice Juan Sevilla con una sonrisa que mezcla cierto pudor con el orgullo de quien ha elegido el destino de sus días. Lo cuenta mientras sus manos, que rozan los 90 años, mueven con una inusitada habilidad las cuerdas de un reloj. «Mira, mira, qué don tiene», acierta a decir María Antonia, su esposa.
Juan Sevilla Campoy nació en 1935 en la localidad francesa de Puygouzon. Podría considerarse el último relojero de Almería: no hay nadie que tenga su habilidad en cientos de kilómetros a la redonda. «Quizá en Baza haya alguien, pero hace tiempo que viene gente desde allí a que yo le haga los arreglos». Su relato gana peso cuando tras él, en su coqueto estudio, hay decenas de relojes, sortijas y testigos de toda una trayectoria haciendo de su pasión un oficio.
Su vida es un testimonio de trabajo incansable, aprendizaje continuo y un espíritu emprendedor inquebrantable. Desde sus humildes comienzos en una familia trabajadora en la zona de Antas (Almería) hasta convertirse en un relojero respetado, su historia está llena de logros y sacrificios.
Como la mayoría de quienes vivieron una época en la que la carestía y la pobreza dibujaban cada sombrío día de la posguerra en España, Juan supo pronto que su familia necesitaría sus manos para salir adelante. Él no imaginaba hasta qué punto eso sería tan preciso, pues casi un siglo después, esas mismas falanges siguen hilando fino para arreglar relojes, pulseras y todo tipo de bisutería que llega a su estudio en Bédar, al norte de la provincia de Almería.
Sus días son oscilantes en cuanto a horarios, como lo llevan siendo toda la vida. «Hoy me he levantado a las nueve y media, pero porque tengo menos trabajo. Ayer me levanté a las ocho». Poco asusta a Juan si se trata de emplear el tiempo en labores. Pese a que su día a día está colmado por la delicadeza de sus manos, el trabajo duro ha sido también parte de su trayectoria.
A los 18 años, Juan comenzó a trabajar en las minas de Bédar, conocidas como Las Cañaicas. Tras cinco años de arduo trabajo en ellas, decidió buscar mejores oportunidades. Haciendo un considerable esfuerzo económico, en tiempos en los que un duro era casi un lujo, se trasladó a Barcelona para obtener su carné de conducir camiones. Este fue el primer paso hacia un futuro diferente y más prometedor.
«Mira, en esta lista tengo apuntados todos los coches que he tenido». Con una caligrafía tan bella como envidiable, Juan ha ido anotando a lo largo de su vida en un trozo de papel, que apenas cubre el tamaño de un décimo de lotería, lo que él viene en llamar las «herramientas» con las que se ha ganado «el pan».
Al regresar de su periplo barcelonés, empezó a trabajar en una empresa de carreteras llamada Los Nila, donde permaneció varios años recorriendo distintos pueblos de Almería y reparando carreteras. Estaba forjando un currículum tan variado como sorprendente. «A Juan sólo le ha faltado ser el alcalde», dice su mujer. Y él replica. «No te creas que no me lo he pensado».
En 1962, llegó a Partaloa, donde conoció a María Antonia, diez años menor que él. Se casaron al año siguiente y, hasta hoy, han compartido una vida juntos. Han criado a tres hijas y a un hijo. Sus miradas siguen delatando un amor y una complicidad que rara vez se aprecia y que muchos pasan décadas intentando encontrar.
Buscando estabilidad y nuevas oportunidades, Juan dejó la empresa de carreteras y adquirió una licencia de taxi para operar en Partaloa y sus alrededores. Ahí fue cuando empezaron a sumarse vehículos a su particular listado. «Me llamaba todo el mundo y yo intentaba ayudarlos». A veces llegó a hacer alguna carrera gratis si alguien lo necesitaba.
Precisamente por su pasado, Juan ha podido ver como la zona en la que vive, el valle del Almanzora, ha ido perdiendo población. «Antes tener un taxi aquí tenía sentido porque había mucha gente, pero ahora no». Aunque para evitar la despoblación, la casualidad ha querido que colonias de ingleses lleven dos décadas repoblando el entorno. Algunos de los foráneos visitan a Juan a menudo para que sus manos artesanas resuelvan los rotos de sus joyas.
El guardián del tiempo
Fue precisamente durante aquellos viajes, primero para arreglar carreteras y después como taxista, como Juan desarrolló una pasión autodidacta por la relojería. Aprovechaba las horas de espera con sus pasajeros para estudiar el mecanismo de los relojes, algo que eventualmente lo llevó a profesionalizarse en este oficio.
«Ponía su coche, sacaba su reloj y entonces se ponía a arreglarlo sobre la maleta… mientras los pasajeros se iban a los bares», explica su esposa. Estas experiencias no solo muestran su ingenio, sino también su determinación para aprovechar cada momento productivamente.
Abrió su propia tienda y taller de relojes y joyería en la plaza de Albox, convirtiéndose en el relojero de referencia para los pueblos de la región. Su dedicación y habilidad le ganaron una clientela fiel, y su taller se convirtió en un próspero negocio que ahora gestiona su hijo, también relojero profesional. Gracias a que Juan no cejó en su empeño y al apoyo de su esposa María Antonia, sus hijas pudieron cursar estudios universitarios, algo bastante inusual para la época.
Pero más allá de poner relojes en hora, arreglar manecillas o resolver los oxidados tirafondos de un collar, Juan tuvo siempre un espíritu aventurero que le llevó a ser un emprendedor versátil. Vendió máquinas de reloj a empresas de mármol locales, ensamblándolas en casa y logrando con ello prolongar su éxito. También fue responsable del suministro eléctrico de Partaloa durante varios años antes de vender su operación a la compañía Sevillana. Incluso gestionó una funeraria en Partaloa y Cantoria, siempre buscando nuevas maneras de proveer para su familia. Y claro, con su propio coche.
La esposa de Juan, María Antonia, ha sido su compañera en todo momento, manejando un pequeño comercio de ultramarinos y siendo la responsable del teléfono público del pueblo durante 37 años. Si como dicen las películas, las miradas hablan, en sus ojos es posible leer todo un mundo repartido en dos vidas y cientos de momentos.
Tras jubilarse, Juan no ha dejado de lado su pasión por la relojería. Durante la pandemia, fabricó maquinaria para su taller usando materiales reciclados, demostrando que su espíritu creativo y sus habilidades manuales siguen intactos.
Juan Sevilla Campoy es un ejemplo de perseverancia y amor por el trabajo bien hecho. Su historia no solo refleja una vida de esfuerzo personal, sino también un legado de emprendimiento y dedicación que continúa inspirando a su familia y a su comunidad. Y tiene claro qué será de su futuro, porque con esa vitalidad es imposible verle final: «Mientras yo pueda y viva, sigo trabajando. Yo esto no lo dejo».