«La cultura es un ecosistema que no se puede sostener solo desde su base o solo desde su cima»

Alberto Conejero es, desde hace años, uno de los dramaturgos más singulares y carismáticos de la escena española. Su teatro, poético y contemporáneo, transita la memoria y el recuerdo de la tradición con una voz propia. Tras un lleno absoluto el mes pasado en los Teatros del Canal, este mes de marzo vuelve a las tablas madrileñas del Teatro del Barrio con la obra En mitad de tanto fuego, un monólogo que nace tras la relectura de La Ilíada y transita el amor y el antibelicismo a través de la voz de Patroclo.


Conejero saltó la primera plana mediática hace meses por la censura de concejales de ultraderecha a su obra El Mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca. La pieza se iba a representar por primera vez en Briviesca (Burgos), justamente, el pueblo donde Antonio Benaiges, profesor republicano sobre el que versa la obra, fue asesinado en 1936. Ahora, con En mitad de tanto fuego (publicada también en la editorial Dos Bigotes), el dramaturgo y poeta jienense recoge al personaje de Patroclo –interpretado por Rubén de Eguía–, amante de Aquiles en La Ilíada, como voz única y principal de su monólogo. El antibelicismo y el humanismo se guardan un papel central, al tiempo que voces del presente y del pasado dialogan entre sí.

En un mundo de inmediatez casi imperativa, En mitad de tanto fuego pone la mirada de nuevo en La Ilíada. ¿Qué te movió a ir hacia uno de los grandes clásicos?

No es una elección racional, que dependa de la voluntad, sino un gesto de deseo. Es un material que, desde la adolescencia, me provoca mucho deseo, inquietud, belleza, temor, muchas preguntas… No fue una decisión de la razón. Sentía, además, que en este momento histórico en el que estamos, era pertinente sostener un diálogo con la Ilíada… pero te diría que no hay siquiera premeditación ni nada consciente. Es una relación casi física con el material, no un trato tan intelectual, sino íntimo.

Es cierto que, si conoces la obra, ayuda. Pero esa visión del personaje de Patroclo permite prácticamente escucharte a ti. ¿Es la intimidad una herramienta para contar historias más atemporales?

Es el único trato honesto con los clásicos. No desde la taxidermia, ni desde la custodia o desde el temor, sino desde una libertad corresponsable. De poder sentarte con ellos a hablar. No son clásicos porque la tradición, la erudición o la academia los haya designado como tal, sino porque han conseguido su encuentro tú a tú con cada generación.

Quiero aclarar que no es la reescritura de un clásico, sino un texto nuevo que nace de ese encuentro. Me han preguntado si esto era una adaptación o una síntesis, y no. Nace de ese amor y de ese encuentro. Quien conozca la Ilíada podrá ver otras capas de las obras, pero quien no la conoce puede recibirla con completa autonomía, no solo desde la intimidad, sino con una ausencia total de intimidación. Creo que eso es lo fundamental.

Un relato antiguo, pero ciertamente universal.

La potencia o lo que buscaba con el texto es ver precisamente lo humano en el entrelineado épico de la gran consigna, derribar todo eso para encontrar lo humano, lo radicalmente humano. No he enfrentado a Patroclo como un héroe legendario de un relato ajeno a mí, sino como un semejante. Comprender cuanto de mi había en Patroclo y cuánto de Patroclo hay en mí. Creo que hay una potencia en ese reconocerse, en saber que hombres y mujeres siempre vamos a ser contemporáneos, que toda la humanidad es contemporánea de sí misma, más allá de la servidumbre de la historicidad. Vivimos tiempos donde se están multiplicando esos relatos épicos, esas narrativas del triunfo, del podio, del primero, del llegar, de la competitividad. Todo lo que el capitalismo feroz está atesorando en la intimidad de la que hablamos.

¿Es posible la lentitud de lo poético, de lo íntimo, en un mundo de épico?

La poesía siempre aparece, siempre encuentra la forma de hacerse presente. Lo poético siempre ha sabido encontrar sus lenguajes. No descarto que esté también en un tiktok o una story de Instagram. Aún así, estamos en un momento donde sufrimos una hiperindividualización por culpa de las pantallas cuando antes incluso nos congregaban en el cine, luego la televisión. Ahora la mirada se vuelve también individual. Es por eso que del teatro lo que más sigue interesando es la reunión física, porque sigue solicitando el encuentro de los cuerpos en un mismo espacio y tiempo. Una comunidad, que se mira a sí misma para compartir un fragmento de experiencia humana, un fragmento de vivencia. A mí me conmueve. Por eso está siendo muy atacado el teatro, porque es un lugar donde aún lo diverso se reúne. La diversidad, la diferencia, la otredad… es un lugar donde te sientas con desconocidos a mirar a la misma dirección durante una hora y media. Es un gesto poderoso.

En el caso de la pieza, esa discusión sobre lo íntimo, se imbrica directamente con lo bélico. ¿Cómo se trata un tema como este ante las imágenes que vemos cada día en Gaza o en Ucrania?

Quizás nunca más que en nuestra época hemos tenido un acceso tan claro a la guerra. Prácticamente se retransmite en directo. Vemos los cuerpos, los escombros, la gente llorando… pero hay tal saturación de imágenes que acaba convertida en información sin sentimiento, en datos. Se produce una suerte de anestesia. Es información sin sentimiento. Hay un anonimato que nos impide comprender íntimamente. La cultura una de las cosas que puede hacer es luchar contra el anonimato de esas víctimas, contra el silencio de la fosa común. Nos obliga a detenernos, a parar. A comprender que ocurre detrás de los escombros. Decía Sczymborska: «Ya se han ido las cámaras y alguien tendrá que rebuscar en los escombros, alguien tendrá que construir, alguien tendrá que volver a plantar…». Es ahí donde el teatro y la cultura te señalan que no se trata de un montón de cifras, que cada vida es sagrada como sostenía Simone Weil. El Guernika sin ir más lejos, no solo habla de una guerra pasada, sino también de todas las guerras futuras sobre las que, en parte, lanza una bengala y una advertencia sobre ellas.

«Hombres y mujeres siempre vamos a ser contemporáneos: toda la humanidad es contemporánea de sí misma»

Es curioso porque calificamos siempre al teatro como algo residual en términos culturales y eso de mirar en comunidad que comentabas parece que cuesta incluso en las acciones más cotidianas.

Efectivamente, algunas veces quedo con amigos que me piden vernos y estamos tomando un café o dando un paseo y no han dejado de mirar el móvil. Para quedar y estar cerca de lo lejano y lejano de lo cercano, mejor no quedar. Está amenazada en parte la reunión, la atención plena a otro ser humano. No solo en el teatro, en una reunión, de repente, hay que arañar y recuperar el decir «estoy con esta persona ahora». Esto no tiene que ver con ser antitecnológico ni nada. Es con el uso de la herramienta, no con ella per se. Me he puesto un máximo de horas al día de ordenador y de móvil porque me costaba leer. A mí, que soy un apasionado, me costaba leer un libro de 300 páginas… cómo no le va a costar a otros que tienen la atención más dispersa.

Sin ese tiempo, ¿qué papel ocupa la cultura en la vida pública?

Mira, puede parecer algo frívolo, pero yo sigo Operación Triunfo. De repente, veo que acortan la duración de las canciones para hacerlas breves, no lo sé, como si hubiera un temor o una renuncia a sostener demasiado tiempo esa atención. Creo que es importante saber que la cultura no es una actividad extraordinaria que sucede de vez en cuando, sino que debería formar parte del cotidiano de cada persona.

¿Es posible que deje de ser un lugar de excepción?

Ojalá sepamos transmitir la idea de que una ciudadanía plena tiene que tener un acceso a la cultura garantizado. No es una actividad de las élites. La cultura es también el carnaval, colocar un disco en el gramófono que perteneció a sus abuelos, la nana que le cantas a tu hijo, o disfrutar de un cuadro. Es la parte central de una democracia plena y de una persona con una vivencia, no solo es el comercio. No solo producir ni consumir. Es humanismo. Es espíritu. No hemos venido a esta vida para ser fuerza de producción. Hemos venido a cotas más altas. Eso tiene que ver con la empatía, con la imaginación moral. Con saber que nuestras acciones tienen incidencia en la vida de los demás.  Que como decía el poeta, ningún hombre ni niguna mujer es una isla. Si tú quitas a al ciudadanía esa posibilidad, de qué te extrañas luego de la insolidaridad, de los actos egoístas, de conductas que, en general, dañan lo común. La cultura nos advierte de nuestra condición frágil, nos alerta de nuestros errores. Es una enlazadora de tiempos. Nos hace recordar que hubo gente antes que nosotros y que es importante cuidar de esa cadena. Tiene que ver con lo material, sí, pero también con lo inmaterial, con la salvaguarda del humanismo.

Pero es cierto también, como alguien que ha sufrido la censura, que cada vez más hay una reticencia evidente desde un sector de la sociedad a esa cultura plural.

Observo una oleada neorreaccionaria y un momento muy crítico, incluso despiadado respecto a lo común. Ese individualismo que se ha ido macerando y desarrollando en las últimas décadas quizás está llegando a un momento de colapso. Todo ese extractivismo, toda esa capilaridad del neocapitalismo en el plano emocional… creo que hay un plan de desmantelamiento de las estructuras culturales y humanísticas. Lo veo en el acoso a las humanidades en los planes educativos: no hay trabajo en el pensamiento sensible fuera de lo científico, técnico o productivo. Un pensamiento que es trasversal y que puede estar en las matemáticas, en la música, en la filosofía y la medicina. Si no hay recursos, si se arrinconan las asignaturas artísticas y se convierte a los chavales en protoclientes con lógicas de escaparate o de comercios… es algo antipatriota. Conviertes a las ciudades y a los países en escenarios de comercio y no en espacios de ciudadanía.

«Si se arrinconan las asignaturas artísticas se convierte a las ciudades y a los países en escenarios de comercio y no en espacios de ciudadanía»

En última década parecía que se vivía un momento casi de apertura y de posibilidades. ¿Qué ha ocurrido?

Estamos en un momento crítico. Hace falta pedagogía y volver a explicar las cuestiones más básicas. Por ejemplo, desmentir esas informaciones y mitos sobre una cultura subvencionada y elitista en contraposición a trabajos que no son propiamente culturales. Es un plan que se lleva macerando desde hace tiempo para apartar a la gente de la cultura. Quizás lo que vivimos hace diez años era un momento de eclosión que no significó más que el canto del cisne. Ahora lo que debemos es estar atentos y propositivos, viendo el ejemplo de lo que está ocurriendo en otros países y trasladar ese mensaje a la ciudadanía. No desde las alfombras rojas, sino desde una cultura de proximidad. La cultura es un ecosistema que no se puede sostener ni solo desde su base, ni solo desde su cima. Cada vez estoy más obsesionado con esto. Debe de sostenerse desde todos sus estamentos. Cuando hay un caso de censura no deberían responder solo los creadores, sino toda la ciudadanía porque es a ellos a los que ataca.

Sí que se ha avanzado en la representación en términos de visibilidad de colectivos históricamente oprimidos, desde el feminismo al colectivo LGTBI.

Hay que estar muy atentos que las libertades y derechos que hemos adquirido porque no han estado ahí siempre y no van a estar ahí siempre. Hay que defenderlos, protegerlos y también explicarlos. Sobre todo para que esos derechos conseguidos no sean un ariete contra nosotros. Veo debates con interés, pero también con asombro. De repente en Twitter se dice una serie de Netflix ha convertido a Alejandro Magno en homosexual y que eso es cultura woke. Es un delirio. Aunque nos parezcan obviedades, hay que hacer pedagogía sobre que un derecho adquirido no quita otro derecho a nadie, que nadie te va a obligar a abortar o a que te cases con un hombre o una mujer. Son derechos, no obligaciones. No se trata de forzar los imaginarios previos, sino de ampliarlos.

«Entiendo que cada generación quiera descubrir su propia cosmogonía, pero estamos propiciando un mundo de obsolescencia programada»

Para esa pedagogía, hace falta al mismo tiempo un marco de diálogo social. ¿Tiene el espíritu humanista o cultural la capacidad de crearlo?

Ojalá, pero esos espacios gentiles para el disenso tienen que habilitarse en todos los estamentos. No puede ser que el parlamento esté instalado en la cultura del zasca. Las redes sociales se convierten en el espacio donde nos nutrimos de los likes de quienes piensan como nosotros y clausuramos el discurso de los demás. La legitimidad del discurso del otro, siempre que por supuesto no incurra en delitos de odio, es necesaria porque también tengo que poder convivir con gente con la que no esté de acuerdo. La política tiene que ser un ejercicio ante todo de un lenguaje bodadoso, de un lenguaje humano. Hay que cuidar las palabras. ¿Cómo le vas a pedir a un chaval o una chavala en un instituto que trate con respeto y escuche al diferente si tú no lo haces? Cada vez me interesa más tener encuentros con gente con la que discrepo. El teatro siempre ha sido eso. Nos hemos sentado a escuchar a Antígona, pero también a Creonte. A Adela, pero también a Bernarda, a Macbeth y a Banquo.

A menudo, en ese falso dilema o caricaturización del otro, aparece la imagen de los jóvenes como desinteresados o fuera de los espacios culturales. ¿Existe un conflicto intergeneracional?

Todo lo que venimos hablando cristaliza, precisamente, en la falta de espacios intergeneracionales. Adoro la poesía y soy poeta, y estoy continuamente leyendo a poetas más jóvenes que yo. Desde la admiración, desde el respeto y el aprendizaje, porque siento que es necesario ese espacio. Voy a los institutos a explicar algunas obras y me encuentro con la chavalería y comprendo sus preguntas y sus inquietudes. Siento que es mi generación quienes han dejado el mundo como los hemos dejado. Le estamos exigiendo heroicidades a los más jóvenes cuando no hemos defendido derechos laborales, el acceso a la vivienda y les hemos esquilmado el planeta. La juventud tiene que estar representada en los órganos de decisión culturales. En los festivales, en las direcciones artísticas… Primero, para escuchar la potencia de su voz, pero también para evitar lógicas adanistas y aprender en todas las direcciones. Se está perdiendo la idea del legado y de la transmisión. Entiendo que cada generación quiera crear y descubrir su propia cosmogonía, pero estamos propiciando un mundo de la obsolescencia programada donde un libro envejece de una semana para otra, donde los cuerpos se tiran y desaparecen cuando cumplen cierta edad y no responden a estándares físicos… y esos jóvenes van a envejecer. No puede haber tapones, ni brechas.  

«La cultura nos advierte de nuestra condición frágil, nos alerta de nuestros errores. Es una enlazadora de tiempos»

Has trabajado como gestor cultural como director del Festival de Otoño de Madrid en los últimos años. ¿Es posible alcanzar un teatro más sostenible?

Lo he pensado mucho en los cuatro años que he ocupado ese puesto. Estamos en un momento donde se prima el estreno absoluto, una lógica primeravecista, extremista. Creo que un teatro sostenible serían aquel que cuidara y sostuviera a las compañías y creadoras durante el proceso. No obligarles cada año a estrenar espectáculo, porque la creación se resiente. Si tú sabes que los ingresos solo van a venir de esa obligación de estrenar, estás violentando todo el proceso de escucha, de investigación y de la propia creación. Yo mismo he tenido que aprender a parar, a bajar de esa noria, a darme espacio. Acababa de estrenar En mitad de tanto fuego y me preguntaban qué era lo siguiente. Estábamos todavía en la puerta del teatro. Es un canibalismo bestial. Creo que es necesario un cambio y una llamada de atención a cómo se establecen las ayudas. Ayudas a locales, a las giras, apoyar los procesos, a una fiscalidad adecuada a la intermitencia de nuestros ingresos… no a una lógica horrible que obliga a no parar nunca de generar productos. Pasa en las artes escénicas y en cualquier industria.

En Igluu siempre decimos que queremos ser un refugio para las buenas personas y las buenas ideas que quieren cambiar el mundo. ¿Cómo puede la cultura, el teatro, el arte en general, contribuir a ello?

Creo que lo hace con su propuesta de reunión, de encuentro de lo diverso, de habilitar un espacio, aquí y ahora, para sostenernos la mirada los unos a los otros en un encuentro radicalmente humano. Como el iglú, amenazado por el cambio climático y hecho de un material aparentemente perecedero como es el hielo, el teatro también lo es. Y, sin embargo, mientras dura el teatro, igual que en un iglú, nos reunimos y nacen cosas muy hermosas. El teatro nos propone precisamente eso: preguntarnos cómo seguir viviendo juntos.

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