Foto: Joanna Chichelnitzky

«Los festivales han de estar pensados a escala humana»

Aunque nacieron asociados a movimientos contraculturales, una buena parte de los grandes festivales se han convertido hoy en eventos con dolencias similares: masificación, falta de seguridad, derechos laborales cuestionados, carteles idénticos y precios abusivos. En su libro Macrofestivales: el agujero negro de la música (Península), Nando Cruz disecciona la realidad de un fenómeno que cada año levanta más polémica, como ha podido verse esta temporada recién terminada. ¿Es el fin de la burbuja?


¿En qué momento los festivales se convirtieron en agujeros negros de la música?

Hacia finales de los 2000, posiblemente en el momento que en España se descubre que un festival es una grandísima fuente de ingresos para el turismo. A partir de ahí, se convence a las administraciones de que han de poner dinero para que los municipios que quieran puedan tener el suyo propio. Eso hace que se caiga en una espiral de querer uno, pero en España tampoco hay tanto público interesado por la música en vivo, por lo que se entra en una competencia desmedida que con el tiempo pasa a ser a nivel internacional. A día de hoy los festivales más grandes compiten con los de otros países.

¿Cómo se ha permitido esto?

La evolución ha sido a lo largo de 25 años y con un crecimiento sostenido en el tiempo, que hecho que no fuera fácil percibir lo que estaba pasando: un año vas a un festival para 15.000 personas, al siguiente 18.000 al siguiente 22.000 y con dos escenarios más… Es una evolución lenta que no somos capaces de apreciar. Además de que estamos cegados por la admiración que sentimos por los grupos. Esto me ha pasado a mí también: está a punto de tocar tu grupo favorito y seguramente no pienses en que haya otros tres escenarios, si la cerveza cuesta cinco o seis euros, si los trabajadores están cobrando una porquería… tú solo piensas en el grupo y en pasarlo bien. Es muy difícil en un contexto de ocio empezar a buscar las cosquillas y hacerte preguntas. Hemos ido dejando pasar el tiempo y las administraciones no han hecho nada, y es ahora cuando nos encontramos con unos auténticos monstruos del ocio musical que están generando unas experiencias a menudo muy incómodas y desagradables.

Uno de los puntos que expones es que estos grandes eventos reciben dinero público y que actualmente los promotores son quienes exigen actuar a las administraciones, aunque reciben su dinero.

Se han generado unas dinámicas en las que no es la administración la que presiona al empresario para que cumpla una serie de normativas, sino al revés. Es este último el que amenaza con irse a otro lugar si no se satisfacen todas sus demandas económicas y de apoyo logístico. Esto viene apoyado por el mantra de que un macrofestival es una fuente de ingresos allí donde se celebre. Así, todos los ayuntamientos se sienten obligados a dar un montón de dinero porque van a recibir supuestamente diez o quince veces más si se celebra el evento allí.

En ocasiones hablamos de cifras millonarias. El MadCool en Madrid pidió por ejemplo 16 millones por cuatro años.

Lo pidieron, pero no lo consiguieron. Son cifras de dinero público muy altas, de decenas de miles o incluso de 300.000, que son cifras que más o menos se estilan en el litoral valenciano o en Cataluña. 

«Aplicar la escala macro a la cultura es problemático porque obliga al territorio a asumir una presión muy por encima de sus posibilidades»

También hay sombras y precariedad en cuanto a los derechos laborales.

El festival es un negocio extraño. Dura tres o cuatro días, más allá del montaje, y la mayoría de los trabajadores aparecen y desaparecen muy rápidamente, y muchas veces incluso ni se conocen. Son espacios donde la precariedad laboral es extrema. La administración hace muy poco: no se hacen inspecciones para comprobar si están cobrando según estipulan las normativas de cada comunidad, si están contratados… Son agujeros negros que engullen y trituran los derechos laborales de decenas de miles de personas. 

O del consumidor. Facua o la OCU han denunciado cuestiones como la prohibición de entrar con comida o los precios abusivos, pero sin mucho recorrido.

Sirven de poco, pero por lo menos sí que están creando una corriente de opinión. Son prácticas que se siguen realizando. Muchas de estas denuncias quedan archivadas o escondidas y las pocas que derivan en multa son de una cantidad irrisoria. Los festivales te venden que dentro de esa experiencia está la restauración. Lo curioso es que la mayoría cuando anuncian un cartel no te la ponen, solo figuran los grupos. Eso es un complemento, pero no parte de la experiencia. Ellos mismos están utilizando unos argumentos para defenderse y a la vez se contradicen. 

También cuentas que lejos de crear un tejido cultural allí donde tienen lugar, ocurre totalmente lo contrario: no crean cultura musical ni las salas del entorno se ven beneficiadas.

Los macrofestivales, no porque tengan esa intención, aterrizan en un sitio, exprimen todos los recursos y al público, y luego cuando se van, a menudo queda la nada. El caso que yo expongo es el de Benicàssim, que es una ciudad con enorme tradición festivalera porque allí nació uno de los primeros festivales de la era moderna, el FIB. Fuera de este evento, allí solo hay un bar para conciertos de cincuenta personas, lo que muestra que el festival no ha generado ningún interés por la música en vivo en los veinticinco años que lleva de actividad. Si no, a alguien se le hubiera ocurrido crear o hubiera presionado para ello. Es más, el único bar solo puede hacer seis conciertos al año porque si no molesta al vecindario. En el mismo lugar en el que un recinto junta a más de 30.000 personas durante varios días al año y ahí sí que te aseguro que los vecinos no pueden dormir. 

¿Están los festivales homogeneizando la música?

Muchos de los grupos que aparecen a día de hoy son creados para sonar en festivales. Entienden que su hábitat natural es este y no las salas de conciertos. Es decir, con canciones fácilmente coreables, con ritmos muy marcados que generen palmas y sensación de comunión, sin guitarras que distorsionen porque no suenan bien, sonidos más épicos, más envolventes… Eso obliga a los músicos a que si quieren sonar en festivales, no pueden salir con una guitarra acústica y estar tocando canciones tristes. Los grupos lo demandan a los productores y las discográficas fichan a los que saben que pueden encajar bien en esa parrilla.

Otro punto clave es la sostenibilidad.

Todos los estudios que se hacen para calcular la huella de carbono sostienen que el 75% lo crea la gente acudiendo al evento. En el Primavera Sound, por ejemplo, más del 50% de espectadores vienen del extranjero. 

Si son máquinas depredadoras, ¿cómo puede ser que haya más de mil en nuestro país?

Porque lo tienen todo a favor. Si quieres montar un festival lo tienes más sencillo que si quieres abrir una sala de conciertos. Igual si quieres conseguir marcas. Hay mucha gente dispuesta a poner dinero aunque no tenga nada que ver con la música. Y esto es lo que tendría que hacer preguntarnos cómo hemos llegado hasta aquí.

«La primera pregunta que deberían hacerse los promotores es cuánto de grande puede ser el festival sin que repercuta en el espacio o en los asistentes. La respuesta la tenemos en la cara de la gente cuando sale de los recintos»

Para darle una vuelta, explicas que debemos fijarnos en la naturaleza. 

Este libro habla de macrofestivales, no de aquellos que son de proximidad. Yo creo que la mirada a la naturaleza nos puede dar una pista sobre su tamaño ideal. Aplicar la escala macro a la cultura es problemático porque obliga al territorio a asumir una presión muy por encima de sus posibilidades. Si montas un festival para 80.000 personas hay una serie de colapsos evidentes: medioambientales, de espacios en el recinto y también interiores del espectador. Todo esto consigue que los asistentes se encuentren en un lugar que ya no disfrutan. 

¿Cómo sería un buen festival?

Estos eventos han de estar pensados a escala humana y atender a sus necesidades. Un festival que necesita montar pantallas para la gente que está más lejos no es recomendable, y tampoco los que tienen actuaciones simultáneas. Para mí estos son dos requisitos indispensables. La primera pregunta que deberían hacerse los promotores es cuánto de grande puede ser el festival sin que repercuta en el espacio o en los asistentes. La respuesta la tenemos en la cara de la gente cuando sale de los recintos.

Algunos ya existen. ¿Podrías poner algún ejemplo?

Este verano he ido a dos festivales que me han causado un gran impacto. Uno de ellos se llama Dansàneu, y es un festival de danza y territorio, pero que también tiene actuaciones en vivo. En su ADN está la idea de encajar de una forma orgánica en el territorio, porque son actuaciones pequeñitas en distintos lugares del Pirineo. Vi una actuación de una percusionista dentro de una ermita abarrotada de gente y me impresionó mucho.

También estuve en otro en Asturias, el Festivalín, que se realiza en un teatro recuperado. De hecho, el cantante Rodrigo Cuevas ha impulsado esto. Allí apareció una cantante italiana con un acordeonista y percibes que todo el mundo estaba embelesado. Ahí sí se generaba la conexión entre artista y público, que es lo principal.

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