Las cien caras de la soledad

Hubo un tiempo en que la soledad nada tenía que ver con las cosas del sentir. Pero hoy sabemos que va mucho más allá del estar. También de esa concepción romántica de autonomía y liberación que destilan tantos poemas clásicos. En el siglo XXI, la soledad tiene muchas caras. La soledad moderna es aislamiento, vacío, una amenaza para la salud. La soledad son pisos colmena, niños llave, mayores y jóvenes, evasión digital. La soledad es una epidemia silenciosa que hay que combatir.


Sería ingenuo o incluso pretencioso decir que la soledad es un mal contemporáneo o un fenómeno reciente cuando ha acompañado al ser humano desde que puede considerarse tal. Pero sí sabemos que cada vez estamos más solos. Ni vivir en una calle concurrida ni formar parte de una red social con millones de usuarios garantizan sentirse acompañado. Resuenan las palabras de la poeta uruguaya Idea Vilariño en su diario: «Uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo».

La soledad no es, desde luego, un problema fácil de medir –la definición del propio concepto es extraordinariamente compleja y poliédrica– pero las cifras, investigaciones y estudios que se suceden en todos los países del mundo son casi unánimes al respecto: nos encontramos ante un problema de salud pública que se ha desbocado en los últimos años. 

El informe El coste de la soledad en España, realizado por el Observatorio Nacional de la Soledad No Deseada –iniciativa promovida por la Fundación ONCE– estima que el problema supone un desembolso de más de 14.000 millones de euros anuales, más del 1 % del PIB, fundamentalmente procedentes del aumento del gasto sanitario. Porque, aunque quizá sea algo que tendemos a relacionar con sus devastadoras consecuencias en el plano emocional, la soledad también las tiene en el plano físico. No hay campañas tan agresivas para combatirla, pero tiene un impacto equiparable al sedentarismo o al tabaquismo, según la Organización Mundial de la Salud, incrementa alrededor de un 30 % el riesgo de mortalidad y es un factor determinante en el caso de las muertes prematuras. 

Se la ha llamado pandemia del siglo XXI porque está en todas partes y epidemia silenciosa porque no es fácil de ver, pues es una situación que se vive en la intimidad, con pesar y casi con vergüenza. Siguiendo con los poetas, «una cosa es estar solo. Otra, muy diferente, que te dejen solo. Y otra, que te quedes solo. Y hay más. La soledad es un mar de matices», escribe Karmelo C. Iribarren. Pero, en todas sus formas y verbos, ahí está: un 13,4 % de la población española, alrededor de cinco millones de personas, experimenta soledad no deseada. En el conjunto de la Unión Europea, son unos treinta millones. 

«Uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo»

Idea Vilariño

Los sentimientos no entienden de fronteras y este es un problema universal. En 2018, Reino Unido se convirtió en el primer país en crear una Secretaría de Estado de la Soledad. En febrero de 2021, en medio de la pandemia, Japón daba una nueva dimensión al asunto y creaba el Ministerio de la Soledad. Un nombre distópico para un problema muy real: se había incrementado el número de suicidios y, en el caso de las personas que vivían solas, el 14 % fueron halladas entre uno y tres meses después de fallecer. No parecían haberlas echado en falta.

Nadie está a salvo

Que haya aumentado la conciencia social en torno a la soledad no deseada ha hecho que también crezcan las investigaciones sobre ella. A su vez, los datos permiten conocer mejor el alcance del problema, trazar un perfil de quiénes son más vulnerables a ella y desterrar ciertos mitos que la acompañan. Sin olvidar que detrás de cada porcentaje, de cada número frío, hay una historia y un contexto. Ese «mar de matices» del que habla C. Iribarren. Las cien caras de la soledad.

El INE calcula que más de 1,7 millones de personas mayores de 65 años se encuentran en situación de soledad no deseada, porcentaje que ha crecido casi un 26 % en la última década. Sin embargo, y contra la percepción social mayoritaria, la sensación de soledad es también joven: hasta un 16,5 % de las personas entre 16 y 39 años afirma haber sufrido aislamiento social con frecuencia, frente al 5,6 % de las personas entre 55 y 74 años, y el 9,5 % de las personas entre 40 y 54 años, de acuerdo con el citado informe del Observatorio Nacional de la Soledad No Deseada. «Entre otras razones, porque las relaciones directas personales y humanas se están sustituyendo por las virtuales, que exigen menos compromiso. Es, en definitiva, un problema intergeneracional», apunta Juan Manuel García, profesor en la Universidad Pablo de Olavide.

Es un problema, además, de larga duración: quienes dicen experimentarlo reconocen llevar, de media, seis años así. Y más común en mujeres que en hombres, según este estudio. Las causas son múltiples, pero, por encima de todas, sobresale la falta de apoyo familiar, ya sea por distancia o desapego, por desavenencias o por la ausencia de hijos. La precariedad económica o laboral también es un factor determinante, seguido de la situación geográfica y el cuidado de personas dependientes.

Nadie escapa de la soledad. Prueba de ello es que algunos casos, por no aparecer, no aparecen ni en las estadísticas, como sucede con los más pequeños. Hablamos de los conocidos como niños llave, esos que al salir del colegio llegan a una casa vacía porque sus progenitores o tutores están trabajando y no tienen recursos económicos para sufragar un cuidador. Comen solos, meriendan solos, hacen los deberes solos e incluso cuidan también de sus hermanos pequeños. En España, se calcula que hay 400.000 niños y niñas en esta situación, un 11% de la población de entre 5 y 11 años. La Fundación ANAR recibe cada año más de un millón de llamadas de menores que no tienen a su lado a ningún adulto para resolver sus preguntas.

La colmena urbana

La propagación de esta epidemia no ha sido rápida como la de un virus, sino más bien un goteo. El crecimiento de las ciudades, el ritmo frenético de vida, el individualismo, los cambios en las relaciones personales, el uso que damos a la tecnología… Todo a la vez y en todas partes.

La soledad como sentimiento es subjetiva y, por tanto, difícil de delinear. Pero hay una pequeña gran certeza en torno a un problema muy real y muy serio: que el entorno urbano es uno de los principales focos en los que se produce. No es casualidad que el crecimiento de las ciudades haya ido en paralelo al aumento de sensación de desamparo de sus habitantes. Una revisión bibliográfica de 25 estudios realizados en China permitió observar cómo la soledad percibida había aumentado exponencialmente entre 1995 y 2011, cuando se produjo una masiva migración del campo a la ciudad. En paralelo, también se observó un incremento de los divorcios, el desempleo y la desigualdad social. 

«Una cosa es estar solo. Otra, muy diferente, que te dejen solo. Y otra, que te quedes solo. Y hay más. La soledad es un mar de matices»

Karmelo C. Iribarren

El caso del gigante asiático es extrapolable al resto de grandes núcleos poblacionales. La soledad es una cuestión antropológica, pero también algo inherente al estilo de vida urbano: frente a la arquitectura tradicional que privilegiaba patios o corralas que servían de encuentro voluntario o involuntario, desde hace décadas proliferan los edificios colmena en los que es fácil no ver jamás a los vecinos. El espacio (y el tiempo) entre nuestra casa y nuestro lugar de trabajo es otro hándicap más que influye en cómo nos sentimos. «La distancia urbana no solo limita el tiempo que pasamos en compañía, sino que cambia la forma y calidad de nuestros vínculos sociales», explica el urbanista Charles Montgomery en el libro Ciudad feliz: Transformar la vida a través del diseño urbano (Capitán Swing)

En el libro cita un estudio realizado en 2009 en Suiza que demostró que los largos trayectos al trabajo creaban un efecto de dispersión entre las amistades humanas: por cada 10 kilómetros de distancia al trabajo, los amigos se alejaban 2,25 kilómetros más. Aquellos que trabajaban lejos de sus casas tenían menos probabilidades de ser amigos entre sí. 

Necesitar al otro

Cantaba Serrat: «Bienaventurados los que están en el fondo del pozo, porque de ahí en adelante solo cabe ir mejorando». Hay pocas cifras que llamen a la esperanza al hablar de la soledad y, quizá por eso, en medio de la negrura, brillan especialmente. Son aquellas que constatan que la ciudadanía es consciente de que la soledad existe y mata. Más del 72 % de los españoles consultados en el estudio El coste de la soledad en España considera que debería ser una cuestión prioritaria para las autoridades. Y a dos de cada tres personas les gustaría realizar acciones para combatirla en su entorno más cercano. 

«Debemos estar solos, pero juntos»

Alberto Solé

Si hay una mayoría a la que le «gustaría» hacer cosas, hay también muchos que ya las están haciendo. Personas que ya son esa grieta por la que entra la luz. A través de programas de voluntariado –Adopta un Abuelo, Solidarios para el Desarrollo o Cruz Roja son solo algunas de las decenas de organizaciones que trabajan en este ámbito– o con acciones esporádicas. Bajándose una aplicación que fomente las relaciones entre vecinos, como por ejemplo Nextdoor, que ya está presente en más de 3.600 barrios de España, o simplemente prestando más y mejor atención a quienes tenemos cerca. Escribió el poeta Alberto Solé: «debemos estar solos, pero juntos».

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