En un remoto rincón del océano Pacífico, existe un atolón donde “rojo”, “verde” o “azul” no son más que palabras vacías de significado para un porcentaje inusualmente elevado de la población.
A estas personas, la naturaleza se les revela en blanco, negro y gris; la selva pierde su exuberante verdor y los atardeceres, su cautivadora paleta de tonos anaranjados y rojizos. La luz del día les resulta muy molesta e incluso dolorosa, obligándolos a protegerse constantemente con gafas de sol.
En este rincón, el atolón Pingelap, parte de los Estados Federados de Micronesia, ocurrió un evento que condujo al extraordinario aumento de la prevalencia de una extraña enfermedad genética que en el resto del mundo es atípica: la acromatopsia.
Las claves genéticas de la acromatopsia
El conocido neurólogo y divulgador Oliver Sacks viajó a Pingelap para conocer de primera mano este singular fenómeno y entrevistar a las personas que presentaban la enfermedad. Tan fascinado quedó que escribió un libro para contar su experiencia: La isla de los ciegos al color.
La acromatopsia es un trastorno hereditario recesivo. Esto significa que, para que se manifieste, el paciente debe heredar dos copias del gen alterado o mutado, una procedente de la madre y otra del padre.
Se han detectado 6 genes vinculados con la acromatopsia. No obstante, la mayoría de los pingelapeses afectados presentan una mutación en el gen CNGB3, localizado en el cromosoma 8. La alteración de este gen provoca la pérdida de funcionalidad de los conos, las células presentes en nuestras retinas responsables de que podamos percibir el color, ya que son sensibles a las longitudes de onda del rojo, del azul y del verde. También están involucradas en la agudeza visual.
Más concretamente, el gen CNGB3 produce una proteína que forma parte de un canal que atraviesa la membrana celular de los conos, conectando el interior celular con el espacio extracelular. Cuando el canal funciona correctamente, se mantiene abierto en condiciones de oscuridad, dejando pasar iones positivos de sodio y calcio al interior de la célula. En cambio, cuando la luz llega a los conos, estos canales se cierran, generando un cambio en el potencial de membrana de los conos. Este cambio genera una señal que recorre el nervio óptico hasta alcanzar el cerebro, que es el que interpreta dicha señal, resultando en la percepción del color. El mal funcionamiento del canal impide que esta cascada de acontecimientos suceda.
Los síntomas de la acromatopsia comienzan a menudo a partir de los dos meses de edad y cursan con la incapacidad de percibir colores, fotofobia, escasa agudeza visual, nistagmo (movimiento involuntario de los ojos) y una elevada probabilidad de desarrollar cataratas. Sin embargo, no todo es malo, ya que estas personas poseen una visión nocturna magnificada, por lo que prefieren realizar sus actividades cotidianas, como pescar o buscar frutos, por la noche.
El fenómeno “cuello de botella” entra en acción
Aproximadamente el 10 % de los pingelapeses posee acromatopsia y un 30 % es portador del gen mutado sin manifestar la enfermedad. Son cifras inusualmente elevadas, máxime teniendo en cuenta que en el resto del mundo la prevalencia es de un caso por cada 20 000 o 50 000 habitantes. Pero ¿cómo se llegó a esta situación?
Para comprenderlo, debemos retroceder tres siglos. En torno a 1775-1780, un devastador tifón de nombre Lengkieki asoló el atolón. El desastre natural combinado con las consecuentes hambrunas dejó a un grupo de tan solo 20 supervivientes.
Entre los afortunados había un varón, probablemente el jefe de la tribu, que era portador del gen CNGB3 mutado. Tuvo tres esposas con las que contribuyó sustancialmente a la repoblación del atolón, pero también a que aumentase la frecuencia del gen mutado causante de la acromatopsia en las generaciones sucesivas. Según los estudios genéticos, la enfermedad no comenzó a aparecer entre la población hasta la cuarta generación.
Es probable que, antes de la llegada del tifón, el gen mutado fuese muy poco frecuente en Pingelap. Sin embargo, la drástica reducción poblacional conllevó una disminución de la variabilidad genética y la supervivencia aleatoria de determinados genes, incluyendo al causante de la acromatopsia. Este fenómeno se conoce en biología evolutiva como cuello de botella.
Posteriormente, la reproducción del individuo portador aceleró la fijación del gen mutado en la población. A ello se sumó el aislamiento geográfico, ya que no fue hasta 1873 cuando unos misioneros foráneos se asentaron en el atolón, y la propia cultura pingelapense, cuya religión desalienta el matrimonio con personas extranjeras, favoreciéndose así la endogamia. La combinación de todos estos factores contribuyó a que la acromatopsia se convirtiera en un rasgo excepcionalmente frecuente en Pingelap a lo largo de las generaciones.
Actualmente se están desarrollando terapias génicas en modelos animales para revertir los efectos de los genes mutados responsables de la acromatopsia. Por tanto, es probable que, en un futuro no muy lejano, los descendientes de aquel líder pingelapense que sobrevivió al destructivo tifón puedan volver a disfrutar de los colores del mundo y de la luz del día.
La versión original de este artículo ha sido publicada en The Conversation.