decrecimiento menos es más

Menos es más

Si queremos tener una oportunidad de detener la crisis ecológica, es necesario restablecer el equilibrio y pasar de una filosofía basada en el extractivismo a otra basada en la regeneración. En Menos es más: cómo el decrecimiento salvará el mundo (Capitán Swing), el antropólogo y economista Jason Hickel aborda cómo para construir un futuro mejor.


En ocasiones, las pruebas científicas entran en conflicto con la cosmovisión dominante de una civilización. Cuando eso ocurre, tenemos que escoger: o bien hacemos oídos sordos a la ciencia, o bien cambiamos nuestra visión del mundo. Cuando Charles Darwin demostró por primera vez que todas las especies, incluido el ser humano, descendían de unos antepasados comunes que habían evolucionado a lo largo del tiempo profundo, se burlaron de él. La idea de que los humanos proceden de seres no humanos —en lugar de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios— y de que la historia de la vida en este planeta es mucho más larga que los pocos miles de años que parece sugerir la Biblia era completamente inaceptable en ese momento. Algunos trataron de refutar las pruebas de Darwin desarrollando descabelladas teorías alternativas, en un intento desesperado de preservar el statu quo. Pero se había levantado la liebre. El trabajo de Darwin no tardó mucho en convertirse en el consenso científico y cambió para siempre nuestra forma de ver el mundo.

Algo parecido está ocurriendo ahora mismo. A medida que aumentan las pruebas que demuestran la relación entre el crecimiento del PIB y el colapso ecológico, los científicos de todo el mundo están cambiando su perspectiva. En 2018, 238 científicos instaron a la Comisión Europea a abandonar el crecimiento del PIB y centrarse en el bienestar humano y la estabilidad ecológica. Al año siguiente, más de 11.000 científicos de más de ciento cincuenta países publicaron un artículo en el que instaban a los Gobiernos de todo el mundo a «dejar de perseguir el crecimiento del PIB y la riqueza y pasar a preservar los ecosistemas y mejorar el bienestar».  Ver estas opiniones expresadas en el discurso dominante habría sido impensable hace solo unos años, pero ahora está tomando forma un nuevo consenso que resulta asombroso.

Alejarse del crecimiento no es una idea tan delirante como puede parecer. Durante décadas, nos han estado contando que el crecimiento es necesario para mejorar la vida de la gente. Pero resulta que, en realidad, esto no es cierto. Una vez sobrepasado cierto umbral, al que los países de ingreso alto hace mucho tiempo que llegaron, la relación entre el PIB y los resultados sociales empieza a desaparecer. Esto no debería sorprendernos demasiado. El PIB es un indicador de la producción total, que se mide según los precios reales del mercado. Lo que importa no es incrementar la producción total; lo que importa es qué producimos, si la gente tiene acceso a aquello que necesita para llevar una vida digna y cómo se reparte el ingreso. La cuestión del reparto es especialmente importante en este contexto, ya que ahora mismo la renta se distribuye de una forma extremadamente desigual. Pensemos en lo siguiente: el 1 por ciento más rico de la población (todos ellos millonarios) ingresa unos 19 billones de dólares al año, lo que representa casi una cuarta parte del PIB mundial. Si uno se para a pensarlo, es impresionante. Significa que una cuarta parte de todo el trabajo que hacemos, de todos los recursos que extraemos y de todo el CO2 que emitimos va destinada a hacer más ricos a los ricos.

Los países de ingreso alto no necesitan más crecimiento para mejorar la vida de la gente. Lo que necesitan es organizar la economía en torno al bienestar humano, en lugar de en torno a la acumulación de capital. Una vez que nos damos cuenta de esto, tenemos la libertad para pensar de forma mucho más racional en cómo responder a la crisis a la que nos enfrentamos. Los científicos han dejado claro que la única forma posible de revertir el colapso ecológico y mantener el calentamiento global por debajo de 1,5 o incluso 2 grados es que los países de ingreso alto reduzcan activamente el uso excesivo de recursos y de energía. Reducir el uso de recursos hace disminuir la presión sobre los ecosistemas y permite que el tejido de la vida tenga la oportunidad de repararse, mientras que reducir el uso de energía hace muchísimo más fácil que consigamos llevar a cabo una rápida transición energética (en cuestión de años, no de décadas) antes de que alcancemos toda una serie de peligrosos puntos de inflexión. ¿Cómo podemos lograr esto? En una economía poscrecentista, parte de ello puede conseguirse a través de mejoras en la eficiencia. Pero también tenemos que reducir las formas menos necesarias de producción.

Esto se denomina «decrecimiento», una reducción planificada del uso excesivo de energía y de recursos para volver a poner la economía en equilibrio con el mundo viviente de forma segura, justa y equitativa. Lo emocionante es que sabemos que podemos hacer esto y, al mismo tiempo, acabar con la pobreza, incrementar el bienestar humano y garantizar vidas dignas para todos. De hecho, este es el principio fundamental del decrecimiento.

¿En qué se traduce esto en la práctica? En realidad, es muy sencillo. Ahora mismo, la premisa dominante en la economía es que todos los sectores económicos tienen que crecer de manera constante, independientemente de si de verdad necesitamos que crezcan o no. Esta es una forma irracional de gestionar una economía incluso cuando las circunstancias son óptimas, pero durante una emergencia ecológica resulta claramente peligrosa. En lugar de eso, deberíamos decidir qué tipo de cosas sí necesitamos que crezcan (las energías limpias, la sanidad pública, los servicios esenciales, la agricultura regenerativa y mucho más) y qué sectores son menos necesarios —o destructivos desde el punto de vista ecológico— y deberían reducirse de forma drástica (los combustibles fósiles, los aviones privados, las armas y los SUV, por ejemplo). También podemos limitar las formas de producción diseñadas exclusivamente para maximizar los beneficios y no para satisfacer las necesidades humanas, como la obsolescencia programada, que implica que los productos se fabrican de tal manera que dejen de funcionar en poco tiempo, o las estrategias publicitarias con las que se busca manipular nuestras emociones y hacer que sintamos que lo que tenemos no es suficiente.

Al frenar la sobreproducción y liberar a las personas del trabajo innecesario, podemos acortar la jornada laboral para mantener el pleno empleo, distribuir los ingresos y la riqueza de forma más justa y ampliar el acceso a servicios públicos fundamentales como la sanidad, la educación y la vivienda asequible para todos. Una y otra vez se ha demostrado que estas medidas tienen un fuerte impacto positivo en la salud y el bienestar de la gente. Son las claves para una sociedad próspera y nos permiten desvincular el progreso social del crecimiento económico. Los datos al respecto son verdaderamente estimulantes.

Quiero enfatizar que el decrecimiento no consiste en reducir el PIB. El PIB no es una aguja que podamos mover a un lado o a otro. Desde luego, es probable que frenar la producción innecesaria y desmercantilizar los servicios públicos haga que el PIB crezca más despacio, deje de crecer o incluso decrezca. Si eso ocurre, no pasa nada. En circunstancias normales, esto podría desencadenar una recesión. Pero una recesión es lo que ocurre cuando una economía que depende del crecimiento deja de crecer. Es una situación caótica y desastrosa. Lo que defiendo aquí es algo completamente diferente. Se trata de llevar a cabo una transición a un tipo de economía totalmente distinta: una economía que no necesite el crecimiento ya de entrada. Para llegar a ese punto, tenemos que replanteárnoslo todo, desde el sistema de deuda hasta el sistema bancario, para liberar a las personas, las empresas, los Estados y hasta la propia innovación de las opresivas limitaciones que impone el imperativo del crecimiento, lo que nos permitirá concentrarnos en objetivos más loables.

Al adoptar medidas prácticas que van en esa dirección, surgen nuevas y emocionantes posibilidades. Podemos crear una economía que gire en torno a la prosperidad de las personas y no a la acumulación constante de capital; en otras palabras, una economía poscapitalista. Una economía más justa, más equitativa y más humanitaria.

Estas ideas han estado circulando en distintos continentes durante las últimas décadas, como susurros de esperanza. Las hemos heredado de gente como Herman Daly y Donella Meadows, los pioneros fundadores de la economía ecológica; de filósofos como Vandana Shiva y André Gorz; de científicos sociales como Arturo Escobar y Maria Mies; de economistas como Serge Latouche y Giorgos Kallis, y de autores y activistas indígenas como Ailton Krenak y Berta Cáceres. De repente, estas ideas están adquiriendo visibilidad a toda velocidad en la esfera pública y provocando un cambio extraordinario en el discurso científico. Ahora se nos presenta una elección: ¿vamos a hacer oídos sordos a la ciencia para conservar nuestra visión del mundo o vamos a cambiar nuestra visión del mundo? Esta vez hay mucho más en juego que en la época de Darwin. Esta vez no podemos permitirnos el lujo de hacer como si la ciencia no existiera. Esta vez es cuestión de vida o muerte.


Sigue leyendo en Menos es más: cómo el decrecimiento salvará el mundo (Capitán Swing), de Jason Hickel.

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Igluu, con su consentimiento, tratará sus datos para enviarle la newsletter. Para el envío se utiliza MailChimp, ubicado fuera de la UE pero acogido en US EU Privacy Shield. Puede ejercer sus derechos de acceso, rectificación o limitación, entre otros, según indicamos en nuestra Política de privacidad.