El efecto Dorito: por qué a tu cerebro yonqui todo le sabe a poco

Nos hemos acostumbrado tanto a los sabores intensos logrados a partir de potenciadores artificiales que cada vez es más difícil que un alimento logre despertar nuestras papilas gustativas sin su ayuda. Este fenómeno, bautizado por el periodista Mark Schatzker como efecto Dorito, ya no sucede solo con la comida: acostumbrados a ver escapadas anuales a Maldivas o el Caribe, nuestras vacaciones nos parecen poca cosa, aunque las hayamos disfrutado. Las redes han cambiado nuestra forma de percibir la vida real… y la razón está en la química.


Un desdoblamiento. No se trata de Matrix, pero por ahí, valga redundancia, irían los tiros. Llevar una doble vida es una rutina para cualquier consumidor, que somos todos. Como en la película, apenas nos damos cuenta. Consumimos y no nos damos cuenta. Hacemos la compra en el supermercado de una determinada manera. El gusto, lo que buscamos en los alimentos –aunque el abuelo le diga al nieto que el tomate ya no sabe a tomate–, hace tiempo que existe de una determinada manera. Todo ha cambiado. Vivimos por dos, en las redes y en lo que venimos a llamar realidad. Si se nos pregunta al final de la jornada, quizá seríamos incapaces de enumerar cada producto que hemos consumido –y eso ya debería ser preocupante–, y tampoco podríamos señalar de quién surgió el deseo de hacerlo, si de nuestro alter ego de Instagram o Twitter, o de nosotros mismos, que tenemos, en principio, carne y huesos. 

El embrollo se basa en la técnica. En lo artificial. El smartphone sería el aparato, el rasgo más evidente. Y, sin embargo, hay quien solo lo tacharía como síntoma de una forma de proceder, de consumir, aún más general. Volviendo al ejemplo del abuelo, el niño y el tomate, en el campo de la nutrición, el periodista de investigación, Mark Schatzker, acuñó hace ya casi una década el llamado efecto Dorito. Con este término se refería la añadidura de aditivos a los alimentos a través de potenciadores del sabor que los dejan, finalmente, gustosos, sí, pero sin la necesidad de que a ese adjetivo le acompañe valor nutritivo. El desdoble tiene eso: el deseo o el gusto ya no se corresponden con el cuerpo, con lo natural. Así, igual que subimos una foto a nuestras redes sociales solo con el objetivo de animarnos con likes y subirnos la autoestima, existen alimentos que comemos solo por buscar ese gusto artificial sin buscar algo que nos alimente. 

Schatzker cita directamente a la marca de aperitivos. Leyendo el nombre, efecto Dorito, podríamos pensar que se trata de una pionera estrategia comercial, pero no es solo eso. La explicación de por qué se hace necesario un potenciador de sabor para los alimentos, resume el periodista, está en el hecho de que la misma materia prima, los tomates en este ejemplo, están cultivados a gran escala, mediante el uso de químicos específicos para que crezcan rápido y, cuantos más, mejor. El resultado final es conocido: cuando les das un bocado, lo sientes insípido, porque estás acostumbrado a otra cosa. 
Como explicaba la psicóloga y divulgadora María Gómez (@merigopsico) en su podcast Croquis mental, algo parecido pasa con las redes. Por mucho que un amigo te abrace, el subidón que nos dan los likes ya no es siquiera comparable. Necesitamos que nuestro contenido genere interacción para reforzar que nos lo hemos pasado bien o que verdaderamente salimos atractivos en esa foto. Somos adictos.

Nadie es tan feliz como en Instagram

Según los expertos en la materia, no se trata siquiera de un debate. Buena parte de lo que consumimos tiene siempre un objetivo y una consecuencia: la adicción. Sobre todo, en lo que respecta a las redes que organizan la manera misma en que nos comportamos. Si el ser humano es un animal social, trastocar los hábitos que adquiriría de forma natural acaba por tener consecuencias directamente a nivel fisiológico: el consumo continuado afecta al cerebro hasta, directamente, transformarlo. El campo de la neuropsicología maneja por ahora datos escasos, aunque a cada nuevo estudio, las peores sospechas se superen. 

En términos de adicción, hablamos de un cóctel implacable. «Equivalente a todo tipo de drogas», describe con preocupación Ignacio Morón, decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de Granada, que lleva tiempo ya dando charlas de manera gratuita directamente en colegios para concienciar de un problema que parece imparable. «En 2014 ya había evidencias de una conducta adictiva relacionada. En 2020, se confirmó que la actividad cerebral era similar a la del consumo de estupefacientes. Lo último que se ha constatado, hace dos años, es que existe una correlación entre ese uso y problemas de salud, no solo de depresión, ansiedad o reducción del control cognitivo, sino incluso cambios en nuestra masa gris. Es decir, un proceso degenerativo. Lo que puede ocurrir en décadas, sucede en adolescentes en muy pocos años», explica. «Está disminuyendo su capacidad de lectura. El córtex prefrontal, en el que se desarrolla la memoria a corto plazo o la atención, está siendo afectado».

«Instagram triunfa porque somos seres visuales: lo que proyectas es lo que eres»

Ignacio Morón, decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de Granada

Lo que muestran los estudios que cita Morón, en términos neuronales, es una liberación de dopamina en la vía de refuerzo cada minuto. Lo que curiosamente dura cada contenido estándar en TikTok. Siendo claros: si quisiéramos conseguir esa misma sensación en la vida real necesitaríamos consumir cocaína o heroína. ¿Por qué caemos? «Son emociones complejas, influye en cómo te ven, la imagen que tienen de ti. Eso es lo que lo refuerza», remarca Morón.

La publicidad juega aquí un papel definitivo. «Las mismas plataformas intentan asociar su contenido a imágenes de felicidad», señala el investigador. Crear un ideal. Unas vacaciones, una casa, una pareja, una mascota. La estética funciona no tanto por el objeto que se muestra en sí, sino porque siempre resulta, como todo producto rentable, inalcanzable. Todo parece poco, tanto en términos de seguidores o audiencia –los otros validan nuestra identidad– como en el contenido que creamos para conseguirla.

La vida simulada

El filósofo Jean Baudrillard patentó a principios de los años 80, cuando los términos y formas marketinianas ya se habían asumido como forma de entender el mundo, un término para describir todo esto: el simulacro. Algo que no es vida material, sino vida simulada, valga la redundancia. La clave, siguiendo al pensador francés, estaba en la hiperrealidad que, según su definición, vendría a ser un mundo organizado en torno a una idea de las cosas y no a las cosas en sí mismas. Por ejemplo, la casa es un ideal de casa; las vacaciones, un ideal de vacaciones. Unos aperitivos, unos Doritos. Unas zapatillas, unas Nike. La infancia, Disney. Nuestro deseo está preso de esas ideas y nos convertimos en incapaces de valorar lo que nos rodea fuera de ese marco. 

No es de extrañar que, cuando hicieron Matrix, las hermanas Wachowski cuando confesaran estar inspiradas por un Baudrillard que, lejos de fallar en el análisis, quizá se quedó corto: no contaba con el smartphone, un dispositivo que nos conectara directamente a esa vida simulada con una pantallita.  

«Es una pandemia silenciosa, una adicción invisible, si es que así se entiende mejor. No comprende de clases sociales. Los demás te evalúan en torno a tu perfil ¿Por qué triunfa Instagram? Porque somos seres visuales: lo que proyectas es lo que eres», enfatiza Morón. Cualquiera está expuesto y, sea cual sea el precio a pagar, nos resulta nimio en comparación con la presunta ganancia.

Monetizar la hiperconexión

El tiempo que dedicamos a las redes sociales sube cada vez más de forma exponencial. Según el Informe Digital 2022, publicado por la plataforma Hootsuite, de media y en todos los estratos de edad, los españoles dedican al menos dos horas diarias a ellas y unas diez más a navegar por internet. En los jóvenes, claro, el número sube. Los efectos de esta dinámica, sumada a la disociación entre la vida fuera de las redes y la real, empieza a notarse, en la productividad de las propias empresas. «Los mismos empresarios son conscientes de que sus trabajadores más jóvenes son incapaces de no mirar sus redes durante su jornada laboral», apunta Morón. 

Según el Informe Digital 2022 de Hootsuite, pasamos de media dos horas diarias en redes sociales y diez en internet 

La ganancia, eso sí, se la llevan las propias plataformas, que obtienen un perfil preciso de cada consumidor gracias al consentimiento del propio usuario. Es un bucle perverso: a cada generación que pasa, un comunity manager de cualquier startup es más incapaz de hacer sus tareas diarias porque, mientras intenta conseguir audiencia nueva, él mismo es parte de los sesgos y algoritmos inherentes a su herramienta de trabajo. Mientras, las multinacionales que las patentan facturan millones al año.

Nadie gana más allá de esas grandes plataformas. Ni siquiera los influencers, que aunque ingresan altas cantidades de dinero, caen en problemas de salud mental por la presión de mantenerse tanto en ese ideal de felicidad inalcanzable como en la interacción y captación de seguidores. 

Más allá del debate, Morón insiste en la necesidad de que se tomen medidas al respecto. «Sería necesario una campaña de publicidad igual de fuertes a las que se hicieron contra el tabaco, el alcoholismo o las drogas en general», reclama. En su opinión, incluso barajaría quitar la posibilidad legal de que adolescentes lleguen a tener un móvil antes de ser adultos. En cuanto a los que ya estamos en la rueda, al igual que con la comida basura, insiste en cambiar los hábitos y apostar por una dieta digital sana para aprender, poco a poco, a ser consciente de lo que realmente tenemos cerca: porque si un dorito no es una patata, TikTok no es la vida. 

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