Las crisis que se encadenan, la frustración porque las cosas no te salgan como te habían dicho que tenían que salir, las pastillas en la mesilla de noche, la incapacidad de imaginar un futuro mejor o, directamente un futuro. Todo ello confluye en una sensación compartida de que hay algo que falla. Hablamos con Marta Carmona y Javier Padilla, autores de Malestamos, un ensayo que habla de que, como sociedad y como individuos, no estamos bien… pero que podríamos estarlo.
Algo va mal cuando, al preguntar qué tal, la respuesta más común –siendo optimistas– es un lacónico tirando, independientemente de quiénes sean los interlocutores y de qué vaya la conversación. No tiene por qué sucedernos nada en concreto, ni sentirnos particularmente tristes o ansiosos: es, simplemente, que no estamos bien. Y, cuando tanta gente comparte esa misma situación, el problema no suele ser individual… y la solución tampoco. Marta Carmona y Javier Padilla lo plantean a lo largo de las páginas de Malestamos: Cuando estar mal es un problema colectivo (Capitán Swing), un ensayo en el que ponen sobre la mesa algunas de las raíces del sufrimiento compartido en un momento en el que la salud mental ha dejado de ser un tabú, para bien y para no tan bien.
«El problema viene de hacer una lectura hiperindividualista de todo ello, entendiendo la salud mental casi como un fenómeno atmosférico: un día la gente se levanta y está deprimida, sin hablar del contexto en el que viven. Eso va de la mano con una voluntad de mercantilización propia del sistema en el que vivimos, en el que todo se pasa por el filtro consumista: la salud mental es importante, así que cómprate estos bonos de terapia o esta escapada de fin de semana», advierte inicialmente Carmona.
Su compañero apunta en esa misma línea: «Es iluso pensar que un tema puede introducirse en la esfera pública sin reproducir las propias dinámicas sociales, tanto el ‘qué hay de lo mío’ como la banalización. Más en un tema como este donde, además del tabú, había mucha injusticia epistémica y silencio colectivo». Sin embargo, aun contando con estos riesgos o con la conversación escasa sobre otras formas concretas de sufrimiento psíquico –los delirios o el escuchar voces, por ejemplo–, para ambos la visibilización de los últimos años produce un saldo netamente positivo, porque significa que esta cuestión ha escalado en la lista de prioridades de la gente.
No cabe duda de que lo ha hecho: por ejemplo, la búsqueda de términos relacionados con la salud mental en Google se incrementó casi un 35% en los primeros momentos del confinamiento tras decretarse el estado de alarma en 2020. Desde entonces, su presencia ha sido constante en televisión, programas de radio, podcast, entre los influencers en redes sociales o en los trends de TikTok, donde incluso algunos usuarios le ponían filtro de ojos a sus medicaciones contra la ansiedad o la depresión. «En sí mismo, creo que estas cosas no son tan preocupantes, porque simplemente es la forma de comunicarnos que usamos ahora. Sí que veo más relevante el que estemos constantemente hablando de sufrimiento, pero no seamos capaces de conectarlo con las causas, como quien habla de que tiene una migraña», opina Carmona.
«La sensación de que vamos cada uno por nuestro lado es engañosa: en el día a día puede ser así, pero estamos a un único gesto de que todo cambie»
¿Estamos priorizando el cuidado de la salud mental? La respuesta es algo tan multifactorial y complejo que es difícil de saber, sobre todo cuando hay que meter en la conversación acciones que influyen –y mucho– en el bienestar psíquico y emocional, pero que se salen del marco clínico terapéutico. «La reforma laboral no la identificamos como una medida que ha paliado el sufrimiento de la población, pero sí identificamos como tal una estrategia de salud mental que puede que se meta en un cajón y nadie sepa nunca más de ella. Ese es uno de los puntos a trabajar, porque es la condición de posibilidad para que desde el ámbito de las políticas públicas se pueda prestar atención a cosas que vayan más allá de lo puramente clínico. Si no, al terminar la legislatura, a quien van a decir que no ha hecho nada por la salud mental es a quien no ha puesto 250 psicólogos más en cada servicio regional de salud y no a quien ha precarizado las condiciones laborales», señala Padilla.
Problemas colectivos, soluciones colectivas
Ambos, como profesionales de la salud –ella es psiquiatra y él médico de familia– conocen en primera línea las condiciones en las que se trabaja en el sistema sanitario y cómo el malestar es un problema de salud pública. Sin embargo, insisten, abordar el malestar social necesita un análisis amplio que vaya más allá de las cifras de profesionales contratados o de la inversión en programas clínicos.
«En toda España faltan psiquiatras, pero sobre todo faltan psicólogas clínicas, enfermeras especialistas en salud mental y trabajadoras sociales. Los servicios tienen que estar mejor dotados para atender el volumen de demanda que tienen y que van a tener. Esas reivindicaciones son incontestables. Ahora bien, tenemos que poder entender mejor qué es lo que nos está pasando a nivel colectivo: si todo tipo de sufrimiento tiene que pasar por el filtro clínico, vamos a necesitar unos servicios de salud mental imposibles de construir, aunque los regáramos con millones y millones de euros», explica Marta Carmona.
Haciendo un paralelismo con lo que sucedió con la crisis iniciada en 2008, ambos sitúan la vivienda como ejemplo de cómo el contexto social y económico marca el malestar individual y colectivo, con problemas que llegan a la consulta. «Si la opción más fácil que hubiéramos tenido entonces como sociedad hubieran sido las daciones en pago, quizá ahora seríamos líderes en eso. Como la solución fue recetar ansiolíticos, ahora tenemos lo que tenemos», subraya Padilla.
Su compañera añade: «La regulación de los alquileres probablemente tenga un efecto más beneficioso sobre la salud mental que poner más profesionales de salud mental en los centros. Hay que atacar las causas estructurales, porque no hay psicólogos que curen la ansiedad que te produce que la mitad de tu sueldo se te vaya en el alquiler de un chamizo infecto, hablando pronto y mal. Los profesionales no pueden hacerse cargo del malestar generado por la malísima situación de la vivienda».
Como apuntan en el libro, una de las claves en todo esto está en hacer del malestar una cuestión política, algo colectivo. Y no es fácil hacerlo en una sociedad donde gran parte de la población tiene muchos prejuicios sobre la propia palabra política. «Más que eso, lo más grave es que hemos comprado el marco individualista de que lo que verdaderamente tiene impacto en tu biografía es lo que tú decides y lo que tú haces, ignorando que la mayor parte de las cosas que nos pasan y de las elecciones aparentemente voluntarias están condicionadas por nuestro nivel socioeconómico y nuestro contexto. Hemos pasado de ver como algo razonable el aspirar a que todas las personas tuviéramos una mínima calidad de vida a comprar que la dignidad solamente sea para quien se lo ha currado. Mientras mantengamos el mantra de que lo importante es el sujeto, será muy difícil salir de esta situación, y esas narrativas producen monstruos y sociedades terriblemente hostiles en las que nadie quiere vivir», insiste Carmona.
La contraposición de lo individual y lo colectivo es frecuente incluso al hablar de salud mental en términos laborales. Si se ha naturalizado el discurso de que todo el mundo debería ir a terapia, en paralelo se han alzado las voces que te animan, en lugar de ir a la consulta, a afiliarte a un sindicato. Ninguno de los dos cree que esa dicotomía exista. «Operan en ámbitos muy distintos. Uno de los riesgos que tiene el discurso que se está elaborando colectivamente sobre la salud mental es que hemos acabado entendiendo los sindicatos como el terapeuta de lo laboral, y no son eso. Son espacios a los que acudir cuando has sufrido una injusticia en tu trabajo, pero, sobre todo, son quienes están presentes en las reuniones cuando se negocian reformas y convenios colectivos. No todos vamos a necesitar psicoterapia a lo largo de nuestra vida, pero todos necesitaremos sindicatos que luchen para que tengamos unas condiciones laborales buenas, nosotros, nuestras eventuales parejas o nuestros eventuales hijos. La psicoterapia no tiene ese marco preventivo tan grande de actuación», subraya la autora.
Hablar del suicidio para intentar evitar el suicidio
Precisamente la prevención es uno de los factores clave al hablar de uno de los temas que atraviesa la conversación: el suicidio. Si hasta hace algunos años era un tema tabú que hacía que, por ejemplo, en los medios estuviese prohibido hablar de él por el temido efecto llamada, hoy las dimensiones del problema hacen que ya sea imposible no mencionar el elefante en la habitación: cada día se quitan la vida once personas en España y más de doscientas lo intentan. La cifra más alta de la historia desde que hay registros, y la principal causa de muerte no natural en España.
«Es un fenómeno muy complejo y cualquier análisis simplista es arriesgado. Lo que sí está claro es que está siendo una forma de manifestación de malestar muy extendida entre la población, sobre todo cuando hablamos de los intentos de suicidio. Por ejemplo, sabemos que a raíz de la pandemia estos intentos se han duplicado entre los chavales jóvenes. Esto nos dice mucho de cómo una generación entera está expresando que necesita ayuda», apunta Carmona.
«Cualquier medida destinada a crear comunidades que hagan de la vida un lugar más acogedor y rehacerse en determinado momento, es una medida anti suicidio»
Como sucede con otras manifestaciones del malestar, ambos creen que de nuevo el problema está en poner solamente el foco en el final de la cadena y no en todos los pasos previos, en las condiciones que llevan a una persona a querer acabar con todo. «Cualquier medida destinada a mejorar la calidad de la convivencia, a crear comunidades que hagan de la vida un lugar más acogedor en el que es más fácil relacionarse y rehacerse en determinado momento si las cosas te han ido mal, es una medida anti suicidio. Son medidas más difusas que poner un teléfono de atención, porque no sabes bien la muerte de quién estás evitando, pero sabemos que con mejores condiciones de vida la gente se suicida menos. Evidentemente, hay que poner más personal psiquiátrico y psicológico en los hospitales para que atiendan a los que lleguen, pero se trata de hacer algo con las causas que nos llevan a todo esto: qué se ha deteriorado tanto y qué necesidades no están viendo cubiertas como para querer quitarse la vida», insiste la psiquiatra.
El malestar como puente generacional
Si con la pandemia hubo quien decía que el virus no entendía de clases –spoiler: sí lo hacía–, con el malestar sucede que hay quien dice que no entiende de generaciones, aunque son algunos quienes más lo sufren o lo manifiestan.
«Es evidente que sobre las generaciones más jóvenes pende la sombra de una concatenación de crisis que no son coyunturales sino estructurales, y que van a seguir sufriendo toda su vida, como el caso de la ecológica. Pero no podemos olvidar que las generaciones más mayores, los boomers y los x, viven con el problema de que, para ellos, salirse del sistema es estar fuera del sistema para siempre, porque todo va tan rápido que se les escapa por todos lados», explica Padilla.
Para él, no todo es tan obvio como habitualmente se plantea. Por ejemplo, subraya que uno de los grupos más damnificados por el estallido de la burbuja en 2008 fue uno sobre los que no se piensa a priori: el de los hombres varones entre los 55 y los 65 años, que se comieron el shock tras una vida viviendo, más o menos, dentro de un marco de estabilidad. «Las generaciones más jóvenes asumen que la incertidumbre y el malestar que deriva de ella los va a acompañar toda la vida, y no tienen problema en hablar de ello. Sí que creo que precisamente ese reconocimiento de la vulnerabilidad como algo estructural es más un puente que una brecha», apunta.
«No se trata de culpabilizar a las generaciones anteriores, sino de analizar los discursos que nos han traído hasta aquí y que hemos visto que no funcionan»
Eso no significa que no hagan falta análisis más profundos para tenderlos. «No se trata de culpabilizar a las generaciones anteriores e ir agarrando a boomers de las solapas, sino de analizar los discursos que nos han traído hasta aquí y que hemos comprobado que no funcionan. Por ejemplo, el mantra del crecimiento infinito como fuente de prosperidad que se consolidó durante los años ochenta y noventa. Hoy sabemos que eso no es así y que encima con ello nos estamos cargando el planeta. Podemos entender que hubiese gente que lo comprara entonces, pero seguir sosteniendo eso en 2022 es negar masivamente la realidad», añade su compañera.
Ambos coinciden en que, en términos políticos, existen intereses que hacen que se ponga mucha más atención a cuestiones que afectan más a unas generaciones que a otras. Pero eso, tarde o temprano, cambiará. «Las pensiones de los baby boomers son la renta básica universal de los más jóvenes. Lo que fue una herramienta de cohesión en un momento concreto para una generación concreta, hoy no es pensable ni siquiera en términos de una prestación contributiva porque, cuando llegue el momento, habrá muchos jóvenes que ni siquiera hayan podido cotizar lo suficiente. La misma herramienta no servirá para vehicular ni la expresión ni la respuesta al mismo sufrimiento en las distintas generaciones, pero es algo que en cierto modo lo vincula», plantea Padilla.
Mirar al futuro ante la tentación de mirar al pasado
Una de las reacciones más inmediatas para calmar la incertidumbre es buscar culpables que te están impidiendo conseguir todo aquello que te prometieron, idealizando un pasado que, en muchas ocasiones, no era ni de lejos una Arcadia. En los últimos años, discursos políticos en toda a Europa han apelado directamente al malestar colectivo, unos con mayor efecto que otro. «La extrema derecha capitaliza muy bien ese sentimiento, que está detrás de su auge en Italia o Francia, con fuerzas que basan su discurso en que otro te ha quitado lo que ibas a tener», señala Carmona.
La psiquiatra lo ejemplifica con un caso reciente: hace unos meses, se hizo viral en Reddit la foto de un jugador de rugby norteamericano dándole un beso a su novia. A la estampa de postal le acompañaba un pie de foto: tú no tienes esto porque los judíos te lo han quitado. «De esto se hizo un meme, pero, en las comunidades de incels y neofascistas en las que surgió, no era un comentario irónico. Hay gente alimentando el discurso de que no tienes esa vida soñada porque otro te la quita, sea un judío, un inmigrante o quien sea. Hay personas muy enfadadas que se sienten muy fuera porque consideran que no están teniendo todo lo que ese mantra individualista de la meritocracia te dice que vas a conseguir si te esfuerzas. Ahí está el riesgo», explica.
La búsqueda de culpables o de un pasado idealizado responde a lo que el filósofo Mark Fisher llama cancelación del futuro: tenemos la certeza de que el futuro no existirá sino como una revisión cada vez más defectuosa del presente que ya estamos viviendo. «El problema es que necesitamos certezas y, ante la incertidumbre, solo podemos buscarlas en claves conservadoras: la primera es el retorno al pasado en forma de nostalgia; la otra es actuar sobre el único ente sobre el que tienes dominio, es decir, sobre ti mismo. De hecho, las derivas de la autoayuda van en ese camino individualista que repite que, como no puedes cambiar las cosas, te sobrepongas mediante el esfuerzo individual», apunta Padilla.
Ante eso, ambos coinciden en que tiene que haber una salida diferente que se aleje de ambas visiones, pero es complicado hacerlo en un momento en el que vemos en primera fila cómo se desmorona un sistema socioeconómico construido durante décadas: es más fácil echar la culpa a un colectivo que pensar soluciones para construir una nueva sociedad y rápido, porque el tiempo apremia.
«Los movimientos políticos, especialmente los vinculados a la izquierda, tienen cierta tendencia a pensar que las cosas se cambian desde el reconocimiento de la verdad… y la verdad cuenta muy poco para la movilización de pasiones políticas. Es decir, esto no va de contarle a la gente que va a haber una gran inestabilidad en los próximos siglos muy vinculada a la crisis ecológica o a las crisis de materiales, sino de contarles que es necesario generar esa figura de referencia que nos dé estabilidad. En tanto que todo el movimiento político transformador se ha ido oponiendo a todo eso –ya fuera a la familia o incluso al Estado–, ahora se necesita reformular las cosas para generar figuras que den esa seguridad, ya sea la comunidad, el Estado o algo que se conjugue en plural, que no sea simplemente un retroceso a figuras autoritarias del pasado», reflexiona Padilla.
El poder de las pequeñas esperanzas cotidianas
Hay una frase del escritor Isaac Rosa que dice, que frente a la sociedad del sálvese quien pueda, tenemos que construir una en la que el mensaje sea que o nos salvamos todos o no se salva nadie. Lograrlo pasa, entre otras cosas, por hacer frente a una realidad cada vez más compleja en la que el horizonte está lejos y bastante oscuro. Si hace unos años la palabra de moda era distopía, ahora lo es el colapso. «Nadie sabe realmente qué es el colapso: puede ser lo que pasa en la serie que está en Filmin o una concatenación de microcolapsos cotidianos. Eso sí, todo el mundo habla de ello, pero nadie se define como tal: el colapso siempre son los otros», señala Padilla. Y matiza: «La fuerza política tiene que reconocer que existe una crisis estructural enorme, pero plantearla solamente desde una perspectiva de déficit va a aportar un total de cero unidades de soluciones a ello».
Contra el pesimismo, articular pequeñas esperanzas cotidianas y ver las que ya existen pueden servirnos para hacer palanca y lograr triunfos más adelante. «Hay experiencias concretas que hacen clic y que vienen a defender cosas que benefician al individuo y a la comunidad. Más allá de dibujar escenarios utópicos de colectivización futura, creo que es necesario identificar lo que está sucediendo ya y favorecer que ocurra más a menudo», opina el experto.
«Esto no va de contarle a la gente que va a haber una gran inestabilidad en los próximos siglos, sino de contarles que es necesario generar una figura de referencia que nos dé estabilidad»
¿Ejemplos? Las comunidades energéticas sobre renovables, las revueltas de padres y madres para hacer más seguros los entornos escolares, cosas que tienen que ver con la crianza o con el cambio climático. Luchas que, además, incorporan un matiz intergeneracional: los beneficios no solo van a ser tuyos, sino que los heredarán generaciones futuras. «Por definición, eso es algo que rompe la creencia de que lo importante es solo lo que me pasa a mí. Por supuesto que incluso dentro de una misma generación hay mil tensiones: hay jóvenes creyéndose a muerte el discurso individualista del que se va a Andorra para pagar menos impuestos, pero también hay muchos diciendo que hay que actuar porque el planeta se calcina», ejemplifica Carmona.
Como planteaba el propio Mark Fisher, el malestar solo puede tratarse construyendo a tu alrededor relaciones más potentes que las fuerzas que lo producen. Aunque el relato general habla de grandes ciudades despersonalizadas en las que la gente rehúye el contacto, la historia reciente da fe de que ese relato es una verdad a medias. «En enero de 2020 a todos nos daba exactamente igual quién fuera nuestro vecino, pero en abril todos sabíamos quiénes estaban yendo a hacerle la compra a los abuelos del tercero. De la noche a la mañana se activaron un montón de redes invisibles que ni siquiera sabíamos que estaban ahí y se crearon comunidades nuevas. Confío mucho en ese potencial que no está activado y que solo necesita que un botón se apriete. Aunque parezca que estamos muy separados, la gente con la que te cruzas en la calle tiene muchas cosas en común contigo y llegado el momento puede estar disponible para echarte un cable, y viceversa. Esa sensación de que vamos cada uno por nuestro lado es engañosa: en el día a día es así, pero estamos a un único gesto de que todo cambie», explica Carmona.
Su compañero puntualiza: «Esas iniciativas existen, pero para que se produzcan se necesitan espacios y lugares: la gente no se va a reunir porque sí en un Primark. Es lo que el sociólogo Eric Klinenberg –autor de Palacios del pueblo– denomina infraestructuras sociales, aquellos lugares donde se dan los procesos de socialización incluso aunque la gente no quiera. Por ejemplo, al llevar a tu hijo o hija al colegio, al ir al mercado o a la biblioteca te relacionas con personas con las que compartes cosas y entorno geográfico. Entonces, generar esos espacios genera interacciones colectivas, y eso es algo que puede fomentarse y que ayudaría a tejer redes que reduzcan el malestar colectivo», concluye.